En plena veda electoral, la ciudadanía concurre a las urnas. Después de tantos discursos, redes sociales, spots y las variedades de la propaganda política, es un breve lapso de silencio que acaba cuando se conoce el escrutinio provisorio.
Son por tanto horas de espera de una ciudadanía remisa a participar según indican las últimas experiencias. Se verá. Mientras tanto, la política en el mundo occidental sigue estremeciéndose. Si nos atenemos a lo que dicen algunos intérpretes destacados, la circunstancia parece envuelta en el ruido y la furia.
La lectura de recientes ensayos, emanados de las democracias que, hasta hace poco tiempo, se creían consolidadas, suele exponer una visión catastrófica del mundo; en gran medida son autores que operan como profetas del desastre. Hay quien habla de los “ingenieros del caos” y de “la hora de los depredadores”; otros advierten que las sociedades se internan en una etapa en que predomina el “horrorismo” o la naturalización del horror; y no faltan quienes destacan una “cultura del odio” que supone una ostentación de lal maldad llamada “malismo”; en fin, en términos generales, hay análisis que destacan cómo oscila hacia los extremos “la legitimidad del poder en las democracias”. Sin ir más lejos, días pasados, la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) realizó su conferencia anual con este título: La libertad de prensa: La democracia en riesgo.
Las preguntas que inspira este despliegue de desastres son perturbadoras. ¿Trazan acaso estos indicios un callejón sin salida, o bien cuentan aún las democracias con reservas en su seno para superar este trance y asentar de paso la ética reformista?.
Las respuestas no son proclives al optimismo. Los Estados Unidos están hoy dominados por el liderazgo de Donald Trump, un personaje atento al sobresalto perpetuo que, como el antiguo dios Jano de la política tiene un doble rostro: uno que mira hacia adelante y se lanza con denuedo para rehacer la paz en Medio Oriente con fuerte apoyo internacional (está pendiente lo que puede hacer en la guerra de Ucrania).
A su vez, otra cara mira hacia atrás impulsando, en su carácter de presidente de los Estados Unidos, una política reaccionaria, de militarización de algunos estados en manos de la oposición, de persecución indiscriminada a la inmigración, de intervención arbitraria en las universidades, de agresión a la prensa independiente, esa matriz de la libertad de opinión en una antigua y hasta ahora exitosa república.
Claro está, lo que puede ocurrir en los Estados Unidos no es cuestión local, sino problema que atañe a todo el planeta. La fuerza que tuvo la democracia en el último siglo fue la de un preñado de naciones avalado por una superpotencia que, pese a soportar intensos conflictos internos, como los que estallaron en las décadas del ‘60 y ‘70, mantenía firme el timón de una república devota de la libertad para ella y sus aliados.
No es el caso de este tiempo convulso porque lo que pasa en los Estados Unidos lo reproducen populismos de derecha e izquierda en Europa, junto con la reaparición de la autocracia en Rusia, partera de este regreso de la geopolítica en su expresión más cruda al paso de la guerra en Ucrania.
En semejante trance, el gran proyecto de la integración europea, cuyo punto de partida pletórico de esperanza me tocó experimentar en el corazón de dicho proceso hace más de sesenta años, oscila entre el estancamiento y la emergencia de antiguos demonios como el nacionalismo, los desvíos autoritarios y los temores que despierta la inmigración musulmana.
Esta conjunción de fenómenos en el espacio sobresaliente de las democracias occidentales repercute naturalmente en una América Latina que, luego de la fiebre populista del “chavismo”, parece inclinarse en algunos países hacia la derecha.
La reciente elección en Bolivia ratifica esta hipótesis. Pero la incertidumbre que cunde en Occidente en medio de vertiginosos cambios responde a que ahora no se advierten signos de reforma capaces de colocar los regímenes democráticos a la altura de la mutación civilizatoria, científico-tecnológica que sacude al planeta.
Si hay reformas, éstas no se orientan a perfeccionar el depósito de derechos y libertades que dan su razón de ser a las democracias; al contrario, producen una regresión de aquel depósito que, se creía, permanecía indemne frente a embestidas autoritarias de diversa índole. No es el caso de lo que pasa en la actualidad porque ese asalto autoritario se genera en el conjunto de países que la ciencia política y la historia comparada consagraban como democracias consolidadas y abiertas a mejoras sucesivas.
En rigor, aunque personalmente no bajo los brazos, esa mejora está por verse debido a que soportamos una contradicción manifiesta entre los hallazgos de la revolución digital y la fijación en el pasado de la política democrática, aletargada o en ebullición.
La política democrática no coincide necesariamente con la transformación en curso, como si la envoltura autoritaria, típica en una potencia en ascenso como China, asegurase mejor la captación de los instrumentos de la revolución digital; lo cual, no es de extrañar, ha desatado a competencia con Estados Unidos por la hegemonía planetaria.
Queda pendiente, sin embargo, el destino que le cabe a Europa, otrora constitutiva de lo que Raymond Aron denominó “el consenso occidental”, y gran aliada desde la Guerra Fría con los Estados Unidos que garantizaban su defensa exterior.
¿Podrá Europa asumir ella misma la protección de sus fronteras y pegar el salto hacia una integración de la defensa exterior propia de un Estado federal? Este tal vez sea su desafío mayor, dado que la presión fiscal dirigida a tal propósito podría afectar el desarrollo que han tenido las políticas dedicadas al bienestar general de la población (más avanzadas que las de los Estados Unidos además ahora sujetas a las decisiones regresivas de Donald Trump).
Esta es, en parte, la condición exógena de nuestra política mientras a partir de mañana comenzaremos a recorrer el segundo tramo de este período constitucional.
Publicado en Clarín el 26 de octubre de 2025.
Link https://www.clarin.com/opinion/ruptura-consenso-occidental_0_HbYEaEHkNG.html








