María Marta Larguía, Miguel Ángel de Marco y Ramón Gutiérrez han investigado y escrito sobre el edificio del antiguo Congreso Nacional, que hoy se encuentra en el interior del inmueble monumental donde se alojó el Banco Hipotecario y ahora trabaja la Administración Federal de Ingresos Públicos, en Hipólito Yrigoyen y Balcarce.
Es decir que la primera sede exclusiva del Poder Legislativo de la Nación existe todavía, encapsulada en uno de los palacios erigidos durante la primera presidencia de Juan Perón con el propósito de agrupar oficinas y ministerios destinados a gestionar la política económica del gobierno nacional.
La fachada del Congreso, las rejas de sus arcos, los espacios de tránsito hacia su interior y la sala de sesiones se conservan impecablemente pues sirven de ámbito para las ceremonias, los actos especiales y los congresos organizados por la Academia Nacional de la Historia que funciona allí mismo, en esos espacios y en los agregados donde se albergan una biblioteca excepcional y un área burocrática.
La Academia fue creada en 1936 sobre la base de la Junta de Historia y Numismática Americana que había fundado Bartolomé Mitre en 1893. Entre esta fecha y el año 1906, la Junta celebró sus reuniones en la sede del Archivo General de la Nación, Perú 270, en la vieja Casa de Temporalidades. Tras mudarse el Congreso al edificio actual de la avenida Entre Ríos en 1905, el Archivo y la Junta ocuparon el solar y la casona del Congreso antiguo.
A partir de 1918, la Junta pasó a sesionar en el Museo Mitre donde siguió haciéndolo, una vez convertida en Academia, hasta 1971. A fines de los 60, merced a la iniciativa del académico Miguel Ángel Cárcano, el Poder Ejecutivo resolvió ceder el uso de la reliquia arquitectónica a la Academia y ésta se instaló en el lugar, precisamente a partir del año de 1971. Aquí prosiguen sus actividades.
Características excepcionales
Pero vayamos a las características excepcionales de la primera sede del Congreso Nacional, construcción que ha cumplido sus 160 años el último 12 de mayo. La elección del general Mitre a la presidencia de la República planteó nuevamente la vexata quaestio de la ubicación de la capital política y administrativa del país, residencia de las autoridades federales. Reacia a la cesión definitiva de su propia ciudad capital, el 8 de octubre de 1862, la provincia de Buenos Aires aceptó, sin embargo, la Ley de Compromiso o Residencia por la cual la ciudad de Buenos Aires albergaría a las instituciones nacionales durante los cinco años siguientes.
Enseguida se planteó el problema práctico de encontrar o construir un edificio apto para la celebración de las sesiones de ambas cámaras del Poder Legislativo federal que se reunían, en esos primeros tiempos de la organización nacional definitiva, en la Legislatura o Junta de Representantes de la provincia, vale decir, en la sala semicircular de la calle Perú 272 mandada construir por el gobernador Martín Rodríguez y su ministro Bernardino Rivadavia entre 1821 y 1822.
Mitre no dudó a la hora de proponer al nuevo Congreso Nacional, ya el 18 de octubre de aquel mismo año de 1862, una “autorización para invertir la suma de 50.000 pesos fuertes en la preparación del local en que las Cámaras Nacionales deben tener sus sesiones mientras dure la residencia” determinada por la ley del 8 de octubre.
Algunos legisladores bonaerenses, miembros del grupo autonomista, interpusieron argumentos en contra del pedido de Mitre. El senador Martín Piñero, por ejemplo, expresó en la Cámara que “la idea de hacer un edificio permanente para las sesiones del Congreso llevaba un alcance político, respecto a la Capital de la República, que no estaba en armonía con el carácter de transitoria que tenía la ley de residencia de las autoridades nacionales”. Sin embargo, el presidente Mitre se salió con la suya y la Ley n° 31, del 30 de octubre de 1862, le autorizó el gasto y la construcción solicitados.
Muy pronto, Mitre y su ministro del Interior, Guillermo Rawson, confiaron al arquitecto Jonás Larguía, joven cordobés recién llegado de Europa con su título obtenido en la Academia de San Lucas en Roma, la construcción del palacio del Congreso. En marzo de 1863, estuvieron listos los planos y fue aprobado in continenti el presupuesto para los trabajos del caso.
Se construyó a gran velocidad pues, el 12 de mayo de 1864, el presidente inauguró las sesiones ordinarias de ambas cámaras en una asamblea legislativa celebrada ya en el bello edificio ubicado en la amplisima ochava formada por la intersección de la calle Balcarce y de la entonces calle de la Victoria, hoy Hipólito Yrigoyen. Se trata de una fábrica de gruesos muros de ladrillo, de unos catorce metros de altura en la fachada y algo más en el centro de la cúpula del recinto de sesiones.
La entrada principal
Tres arcos monumentales sobre pilares de orden toscano forman la entrada principal, rematados por un arquitrabe continuo y un frontis triangular. Tres puertas de reja cierran la galería hacia el exterior. Dos pares de ventanas enrejadas, ahora desaparecidas, formaban dos módulos laterales con vanos sensiblemente más pequeños que los arcos principales. Los pisos del ingreso forman un plano ajedrezado de mármoles negros y blancos. Dos bóvedas transversales cubren un vestíbulo cuya viga principal es sostenida por dos airosas columnas toscanas.
Un pequeño corredor de trayectoria oblicua conduce a la sala de sesiones, espacio magnífico en forma de hemiciclo (un teatro verdadero para la gran política) con una platea destinada a los legisladores y una skenè donde varios escritorios, todavía in situ, forman el lugar reservado a la presidencia y a las demás autoridades de las cámaras. Sobre el muro alto de fondo, se colocó el retrato de Valentín Alsina, pintado por el artista ítalo-argentino Ignacio Manzoni en 1871 (Valentín Alsina había fallecido dos años antes, cuando se desempeñaba como presidente provisional del Senado).
El hemiciclo se despliega en altura y presenta dos galerías para el público. El espacio es rematado por una bella cúpula vidriada. Las columnas de orden corintio que sostienen las galerías son de hierro forjado, de modo que, ya en 1863-64, una obra argentina de arquitectura oficial, conspicua por su función y su simbolismo político, exhibía sin tapujos academicistas el uso de nuevos materiales, como el cristal y el acero, destinados más bien a construcciones efímeras en las grandes exposiciones internacionales de Europa y los Estados Unidos.
No obstante, desde el portón monumental de la fachada hasta la sala de sesiones, campea un clasicismo sencillo de proporciones claras, volcado también en el hemiciclo a la representación de figuras antiguas, pares de ninfas sentadas que empuñan antorchas, en unos relieves en yeso pegados a las placas de metal sobre las cuales se yergue la baranda de la galería superior. Se ha hablado de musas pero el número de seis personajes, que se repiten una y otra vez cada tres grupos, se aleja del número de las hijas de Mnemosyne. Por otra parte, en todos los casos, las espaldas de las jóvenes descansan sobre un escudo argentino que parece acomodarse al juego de los pliegues en las túnicas.
Entre las cabeza de las muchachas
De pronto, asoma el sol de las armas nacionales entre las cabeza de las muchachas. Hay, por cierto, algo más que un hálito decorativo inspirado en la Antigüedad del Mediterráneo. Es probable que, mediante esas figuras se haya querido evocar la civilización donde nacieron las formas de la república y de la democracia, resucitadas por las primeras políticas del liberalismo sudamericano.
No es caprichoso pensar que otro rasgo fundamental de aquel mundo clásico se desprende de la simple iconografía desenvuelta en las barandas más altas: el aura de la juventud, de la gracia propia de las ninfas, de la vida que renace, calma, segura de sí misma en esta ocasión. Las palabras del presidente podrían refrendar tal interpretación.
En su discurso inaugural, el general Mitre enunció los desiderata de la nueva era que en esa sala comenzaba, el deseo colectivo de una época de paz interior y tolerancia política: “La República Argentina, despedazada y casi exánime, se ha levantado al fin del polvo sangriento de la guerra civil, más joven y vigorosa que nunca, con los elementos de vida y de poder que son necesarios para glorificar su nombre y hacer la felicidad de todos sus hijos, y de todos los que con nosotros vengan a habitar este suelo al amparo de sus leyes […] Señalo como uno de los peligros más inmediatos ese sentimiento de intolerancia política que envenena con sus rencores el aire de la patria y niega el agua y el fuego al hermano y al disidente, inoculando al cuerpo político principios de descomposición y muerte”.
La Academia Nacional de la Historia procura preservar el espacio donde fueron pronunciadas estas palabras y los valores republicanos expresados por su fundador en 1864.
Publicado en Clarín el 4 de junio de 2024.
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