Las acusaciones sobre la libertad de expresión ejemplifican una verdad fundamental sobre la naturaleza humana.
Traducción Alejandro Garvie.
Las acusaciones de hipocresía sobre la libertad de expresión se extienden por todo el espectro político occidental. Nick Clegg, exviceprimer ministro liberal del Reino Unido, donde vivo, acusó recientemente a conservadores estadounidenses como J.D. Vance de “hipocresía flagrante” por criticar las leyes de libertad de expresión del Reino Unido mientras reprimen la disidencia en su país. Mientras tanto, en The New York Times, el comentarista conservador Bret Stephens catalogó ejemplos de progresistas que justificaron la censura en los últimos años hasta que repentinamente “volvieron a preocuparse por la libertad de expresión” cuando Jimmy Kimmel fue retirado del aire.
Gregg Lukianoff ha sugerido que prácticamente todos somos hipócritas. “Si eres un abogado defensor de la libertad de expresión, te enfrentas a una decisión”, dijo. “O esperas ser decepcionado por personas de todas las tendencias políticas, o te vuelves loco”. Puede que sea cierto, pero no creo que explique toda la historia. Si bien es cierto que hay hipócritas descarados en ambos bandos que engañan conscientemente, es probable que también intervenga una fuerza humana más profunda: nuestra notable capacidad para el autoengaño.
Somos maestros en convencernos de lo que queremos creer. Esto influye no solo en nuestras decisiones cotidianas, sino también en nuestra política y razonamiento moral. Fundamentalmente, dado que el autoengaño opera de forma discreta, es mucho más difícil de detectar y corregir que la hipocresía consciente.
Los psicólogos saben desde hace tiempo lo halagadoras que son nuestras autopercepciones. El “efecto superior a la media” describe cómo la mayoría de las personas se consideran superiores a la media en inteligencia, moralidad y amabilidad. Los estudiantes universitarios creen que sus personalidades son más complejas que las de sus compañeros; los conductores hospitalizados tras causar accidentes siguen considerándose mejores conductores que la mayoría. Los profesores universitarios creen ser mejores profesores que sus colegas. En un estudio, los presos condenados por delitos violentos se calificaron a sí mismos como más morales, amables y confiables no solo que el recluso promedio, sino que el ciudadano promedio.
Esta tendencia trasciende la cultura. Mientras que los occidentales tienden a autoevaluarse en rasgos individualistas como la ambición y la originalidad, los asiáticos orientales hacen lo mismo con virtudes colectivistas como la lealtad y el respeto. En otras palabras, nos sobrevaloramos en las cualidades que nuestra sociedad valora.
Es importante destacar que, para el debate sobre la libertad de expresión, las personas son más propensas a sobrevalorarse en atributos ambiguos o difíciles de verificar, como las cuestiones de moralidad, que, en rasgos fácilmente verificables, como las habilidades matemáticas. Es más difícil convencernos de que somos buenos en matemáticas si nunca nos ha ido bien en un examen de matemáticas que convencernos de que somos buenas personas.
¿De dónde proviene nuestra tendencia al autoengaño? Algunos psicólogos evolucionistas argumentan que evolucionó como una herramienta para engañar a los demás con mayor eficacia, lo que puede reportar beneficios sustanciales al engañador. Si logramos convencernos de una afirmación dudosa, no mostramos señales como la vacilación o la ansiedad visible que delatan una mentira. El vendedor que se convence a sí mismo de que su producto es bueno (aunque sea mediocre) es más persuasivo. El político que cree que su política es justa suena más auténtico. Es importante destacar que ambos parecen seguros, y las personas seguras son más creídas que las que se perciben como inseguras. Como dijo Mark Twain: “Cuando una persona no puede engañarse a sí misma, es muy probable que no pueda engañar a los demás.”
El autoengaño también alimenta el optimismo, otro rasgo adaptativo y valioso. Quienes se convencen de que pueden superar desafíos abrumadores contra todo pronóstico hacen que esos desafíos parezcan manejables a los demás, inspirándolos así. Los optimistas persisten más y tienden a tener un mejor desempeño, lo que aumenta sus posibilidades de éxito en la vida. Ronald Reagan y Barack Obama quizá tuvieran poco en común, pero ambos tenían la capacidad de infundir optimismo. Y la gente se sentía atraída por ellos. (Los lectores quizá recuerden las multitudes coreando “¡Sí se puede!” en 2008).
El autoengaño también es cognitivamente eficiente. El filósofo Daniel Statman señaló que el engaño consciente es un “trabajo agotador”. Mantener conscientemente una mentira sabiendo la verdad requiere un constante malabarismo mental; de ahí el elaborado entrenamiento y manejo que requieren los espías. Pero quienes realmente creen al menos una parte de su propia historia pueden relajarse, liberando sus mentes de tener que lidiar con la verdad y la ficción. También somos más convincentes cuando, como los actores, nos metemos de lleno en el personaje e internalizamos, al menos parcialmente, los valores que defendemos. Esta es probablemente una de las razones por las que Donald Trump se comporta con tanta naturalidad y sin ninguna tensión visible. Ha desarrollado la capacidad de convencerse a sí mismo de lo que dice en cualquier momento. Por lo tanto, da la impresión de ser auténtico.
Otros psicólogos ven el autoengaño menos como una herramienta de manipulación que como un escudo psicológico: nuestra defensa contra el miedo, el dolor y la pérdida. La persona que se niega a ver evidencia de un cónyuge infiel. El adicto que insiste en que puede “dejarlo en cualquier momento”. El paciente terminal que cree que se recuperará. Todos ilustran cuán presente y a veces necesaria puede ser la negación en nuestra vida cotidiana. Sin algo de autoengaño, la vida sería insoportable.
Sea cual sea su origen, el autoengaño moldea profundamente cómo procesamos la información. Por ejemplo, exigimos diferentes niveles de evidencia según si una información es bienvenida o no. Exigimos pruebas contundentes para las malas noticias o para las afirmaciones que amenazan nuestra identidad o visión del mundo, mientras que aceptamos la evidencia más endeble para las buenas noticias. Si alguien elogia a nuestra nación o grupo por ser creativo y trabajador, asentimos; si alguien lo llama perezoso y deshonesto, protestamos por ello como estereotipo. Ambos son ejemplos de estereotipos, pero no rechazamos los positivos, solo los negativos.
Lo mismo ocurre en política. Los conservadores exigen pruebas rigurosas de que existe un problema con la libertad de expresión hoy en día, ahora que su bando está en el poder, mientras que los progresistas establecen estándares de evidencia mucho más bajos. De igual manera, los progresistas requieren muchas menos pruebas para creer que una persona blanca es racista que para convencerse de que una persona negra lo es.
Una vez asistí a un debate sobre el colonialismo británico. Charlé con una académica progresista blanca y mencioné que se estima que los gobernantes de Nigeria han saqueado unos 600 mil millones de dólares desde la independencia. “Sospecho que eso es más de lo que los británicos lograron extraer de Nigeria durante el período que la colonizaron”, dije, medio en broma.
“Estoy segura de que no es así”, respondió rápidamente.
Esperé preguntas sobre la credibilidad de la cifra de 600 mil millones de dólares que cité o que citara las pruebas que tenía de cuánto había extraído Gran Bretaña de la Nigeria colonial. Pero enseguida desvió la discusión hacia otro tema. La mera idea de que los gobernantes africanos pudieran estar explotando a su pueblo de forma más drástica que los colonialistas europeos era una posibilidad demasiado anatema para su visión del mundo como para ser considerada seriamente. Estaba segura de que era imposible. Así es como funciona el autoengaño; no se trata tanto de mentirnos conscientemente como de no mirar con atención. Por lo tanto, podemos preservar tanto nuestra autoimagen como nuestra identidad política sin dejar de sentirnos “racionales”.
Es por eso que muchos conservadores hoy en día, en Estados Unidos y en otros lugares, simplemente se niegan a analizar con atención los esfuerzos de la administración Trump para frenar la libertad de expresión. Las objeciones progresistas se descartan como histeria o mera incomodidad con lo que Donald Trump Jr. ahora describe como “cultura de las consecuencias”. Pero así es exactamente como los progresistas solían racionalizar la censura. Las acusaciones de cultura de la cancelación fueron desestimadas como reacciones histéricas de hombres blancos privilegiados amenazados por las demandas de justicia. Como lo expresó Alexandria Ocasio-Cortez en 2020: “El término ‘cultura de la cancelación’ proviene de la sensación de tener derecho… Lo más probable es que no te cancelen, solo te cuestionen, te hagan rendir cuentas o te desaprecien”.
Reconocer todo esto debería hacernos no cínicos, sino humildes. Y quizás esperanzadores. Pocas personas traicionan conscientemente sus ideales, y los verdaderos hipócritas son bastante raros. Con mayor frecuencia, las personas reinterpretan sus ideales para adaptarlos a las circunstancias cambiantes. Las contradicciones en torno a la libertad de expresión no son, por lo tanto, simplemente una cuestión de hipocresía o juegos de poder, sino de una necesidad humana más profunda de vernos como morales, incluso mientras defendemos nuestra tribu y nuestros intereses personales.
Y es precisamente por eso que la libertad de expresión importa. No es solo un derecho político, sino una salvaguardia: un espejo que puede revelar nuestras propias distorsiones. El debate abierto obliga a las sociedades a contrastar sus historias con la realidad y a las personas a confrontar sus propios puntos ciegos. Pero un espejo solo funciona si nos atrevemos a mirarnos en él.
La mayor amenaza para la libertad de expresión hoy en día no es solo la censura. Es nuestro menguante apetito por el autoexamen. Defender la libertad de expresión significa defender la incomodidad que conlleva: la posibilidad de que nuestros oponentes tengan razón y de que nosotros estemos equivocados. Y eso no sería el fin del mundo. Si aprendemos a cuestionar no solo los motivos de nuestros adversarios, sino también los nuestros, podremos preservar la honestidad y la libertad que la mayoría de nosotros aún parecemos anhelar.
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