¿Nueva era? ¿O simplemente cambio de gobierno?¿Un presidente elegido legítimamente por una mayoría?¿ O una salvador que nos saque del pozo en el que caímos? Para no cometer la imprudencia de los juicios anticipados, ni contrariar la esperanza de los que esperan un tiempo nuevo, mis preguntas intentan colaborar con una mirada más allá de las simplificaciones de las frases hechas.
Al final, todas las categorías de análisis volaron por los aires y nos desafían a pensar de nuevo, sin las muletas de los lugares comunes ni la extorsión de los dogmas ideológicos. Los resultados electorales que consagraron al presidente Javier Milei, efectivamente, inauguran la novedad de un gobierno de signo político contrario al que gobernó en los últimos veinte años, interrumpidos apenas por los cuatro años de Mauricio Macri. Un triunfo de la democracia.
La alternancia en el poder es su sustento filosófico. La permanencia de gobernantes de un solo color partidario es antidemocrático hasta para la misma idea democrática, definida por su pluralidad. Sin embargo, el que se identifique el cambio de gobierno con una ruptura o un advenimiento, palabras de resonancias connotadas como “nueva era”, o la llegada de un Mesías, no tienen nada de nuevo ya que remiten a la cultura política más ascendrada en Argentina, la que convierte al Presidente en un Soberano, cultiva el personalismo y con cada nuevo gobierno refunda el país como si fuera un régimen.
En lugar de lo que es, un sistema democrático con sus reglas constitucionales que son las que garantizan la estabilidad política porque asignan a los gobernantes funciones específicas como servidores públicos, iguales ante la ley, obligados a cumplirlas para resolver las penurias y los problemas comunes y evitar, también, el castigo electoral.
En esa confusión entre régimen de poder y el gobierno de las instituciones, radica, tal vez, la explicación para tanto fracaso. Al final, las Constituciones son el chaleco de fuerza que se ponen encima los países en tiempos de lucidez para evitar descarriarse en tiempos de locura, como dice sabiamente un anónimo jurídico.
En relación a la crisis económica , infelizmente, no hay nada nuevo. Guardo la historia democrática en archivos que llenan baúles, de donde tomo una nota escrita en junio de 1985 que bien podría pasar por actual: “En Argentina ya no había opción gradualista posible. Si ni el Fondo Monetario está convencido de su propia receta, nosotros tuvimos que golpear, no teníamos otra alternativa. Tenemos que parar la inercia de la inflación”, me explicó el entonces padre de las reformas económicas, el ingeniero Adolfo Canitrot.
Al igual que hoy, se criticaba el corsé impuesto a la economía, se prometía la “liberalización del mercado para iniciar un plan de expansión y crecimiento”. No se hablaba de ajuste sino de “economía de guerra”, se cambió la moneda, se suspendieron las obras públicas, se eliminaron los intermediarios privados en las compras del Estado, se licenció el 30% de los soldados, antes de que se eliminara el servicio militar obligatorio.
Han pasado 38 años. Nuevas generaciones se fueron agregando a la experiencia inflacionaria, las frustraciones y el descrédito de la política. Rostros juveniles aparecen como novedad política, a los que se les escuchan viejas concepciones de poder autocrático, personalista, bajo la ilusoria idea de la democratización de las redes, donde se equiparan las manifestaciones de los ciudadanos de a pie, con la de gobernantes.
No tan iguales, ya que ellos cuentan con poderosísimos aparatos de propaganda y comunicación con los que caen en la tentación de la comunicación directa para sacar a los medios del medio. El país cambia, pero no innova.
Argentina es hoy un país mucho más complejo que las simplificaciones ideológicas de las décadas pasadas. La versión kirchnerista del peronismo explicó todos los males de Argentina con ideas únicas para poner las culpas por los sufrimientos sociales en los otros, los “agrogarcas”, los ricos, la prensa, los oligarcas. Sin reconocer ni asumir la responsabilidad que tuvieron en el descalabro.
Utilizó a los muertos para hacer política y sobre la tragedia del pasado construyó una superioridad moral, sin lugar para nadie que no fuera “compañero”. Instauró un régimen personalista, autocrático que eludió reglas de enorme simbolismo como sustituir los juramentos constitucionales por expresiones de lealtades personales o ideológicas como se repitió en la asunción de los nuevos legisladores.
Una cultura de poder que confunde al gobierno con el Estado y malversó la participación ciudadana al reducirla a la ocupación de las calles. Una herencia cultural que fue anulando silenciosamente los principios democráticos y a las instituciones republicanas.
Sin embargo, las urnas expresaron la obstinación democrática de la ciudadana que sabe que el voto es su mayor poder. Es de recordar que el corazón de la democracia no es económico. Sí lo son los principios liberales que ofrecen ideales de igualdad y libertad, los derechos humanos reconocidos universalmente.
En la vida con los otros, la libertad necesita de una compañera fundamental, la responsabilidad. Es de desear que esa palabra ausente hasta ahora en el decir público se incorpore al idioma compartido para evitar poner las culpas afuera y aceptar la responsabilidad que nos cabe a todos.
Una nueva oportunidad para retomar el camino de la legalidad constitucional de la que nos extraviamos cuando seguimos la senda de la autocracia y el populismo. Eso sí sería una innovación, cumplir con la Constitución. Además de hacer carne cultural que los derechos no son privilegios pero tampoco delitos. Al menos, el país recrea su tan defraudada confianza. Un triunfo sobre la experiencia.
Publicado en Clarìn el 31 de diciembre de 2023.
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