Autor: Rogelio Alaniz
La historia me llega de segunda mano, como se suele decir en estos casos. La observación despertaría las prevenciones de un historiador, pero a un relato de ficciones esta observación le resulta indiferente. Los personajes importan y algunos de ellos son decisivos para otorgarle significado al relato. Por el momento, y por razones de método, me limitaré a presentarlos de la manera más discreta posible. A la mujer le voy a asignar el nombre de Ella; su marido será Él, y el amigo del matrimonio responderá al nombre de Tú. Después hay una niña de alrededor de nueve o diez años, y una maestra que estará presente pero de manera simbólica. Ella y Él viven en uno de los barrios más distinguidos de Buenos Aires. Imaginemos la Recoleta, por ejemplo. Y en un piso antiguo, suntuoso, señorial cuyos ventanales dan a Plaza Francia. La historia se inicia cuando un matrimonio amigo de Ella y Él deciden viajar a Europa, paseo que se extenderá por seis meses. Tienen una hija que asiste a una escuela primaria -da lo mismo que sea pública o privada, aunque por la posición social que disfrutan lo más probable es que sea privada- y como no quieren que la hija pierda el año le proponen a Ella y a Él que la reciban en su casa, proposición que ellos aceptan porque la casa es grande, porque viven solos o porque, sencillamente, son muy amigos de los padres de la chica. Lo cierto es que la niña se instala en la residencia de Ella y Él.
Imaginemos que durante dos o tres semanas la rutina se desenvuelve normalmente. La niña va a la escuela turno tarde; un transporte escolar se encarga de llevarla y traerla de la escuela de lunes a viernes. Y a los efectos de la historia, poca importancia tiene saber qué hace los fines de semana: si se levanta temprano, o si se va a dormir después de cenar, o si se queda mirando televisión. La casa es grande, hay personal de servicio e incluso han contratado a una nursery para que la niña juegue en la plaza a la mañana y los sábados y domingos. Todo transcurre con relativa tranquilidad: Ella y Él están con la niña a la hora del almuerzo y a veces a la hora de la cena, porque de lo demás se encarga la servidumbre.
Y acá llegamos al momento clave del relato, el momento cuando el relato adquiere significado porque rompe con la monotonía previsible de lo cotidiano. Todo se inicia con un detalle casual, como suele ocurrir con las buenas historias. Ella esa nochecita no ha salido a tomar el té con sus amigas en algunos de los discretos y distinguidos bares de la zona; supongamos que está escribiendo en su escritorio o leyendo un libro acomodada en uno de los sillones del salón desde cuyos ventanales se permite apreciar el cielo de Buenos Aires, cuando se acerca la niña y le muestra una composición que la maestra le ha pedido que redacte como “tarea para el hogar”. Ella deja de escribir o de leer y se resigna a leer el manuscrito. Es una composición de dos hojas de cuaderno, está corregida y supongamos que la caligrafía de la niña es buena. Ella lee el texto y si bien considera que merecería algunas leves correcciones, aprecia algunos detalles de la redacción: el empleo de una metáfora oportuna, una discreta adjetivación, un empleo adecuado de los signos de puntuación y un ritmo de fraseo que le parece muy aceptable. Para una niña de diez años, con padres indiferentes a la literatura, el texto es sorprendentemente bueno, y así se lo dice. Es más, para satisfacerla le asegura que cuando llegue Él le dará a leer el escrito, por lo que en lugar de una opinión tendrá dos opiniones, que en este caso importan porque - ya ha llegado el momento de decirlo- Ella y Él son escritores. A la noche y después de la cena, Él lee la composición de la nena y también le da su aprobación. Digamos que la niña se va a la cama contenta porque su composición ha sido aprobada por sus ocasionales tutores.
Al otro día, supongamos que a la caída de la tarde, la niña regresa, no vamos a decir que llorando porque sería algo exagerado, pero si molesta, dolida, porque la maestra ha considerado que la composición es un verdadero disparate, “un mamarracho que no tiene ni pie ni cabeza”, esas son las palabras que, según parece, ha empleado. A riesgo de cometer el pecado de la cursilería, podemos tomarnos la licencia de incluir una breve lágrima en el rostro de la niña mientras, desconsolada, cuenta lo sucedido. Esa noche Tú ha venido a cenar, como lo hace habitualmente. Es un hombre mayor, con un andar vacilante, con un tono de voz bajo que incluye un discreto tartamudeo que no se sabe bien si proviene de su timidez o se trata de un rasgo de clase, de distinción. Concluida la cena, la niña se ha levantado de la mesa. Imaginemos que se ha ido a dormir o está jugando en su cuarto, porque, como ya es sabido, los niños suelen olvidar rápidamente algunas ofensas. Ella mientras tanto comenta, como al pasar, el episodio de la composición. No sabemos por qué lo hace, pero lo hace. Digamos que le ha fastidiado que un relato que Ella y su marido han aprobado sea rechazado con términos ofensivos por una maestra que no conocen, pero que están aprendiendo a detestar. Mientras en la sala del living toman un café, o un coñac, o un whisky, (no es lo que importa en este caso) Ella lee la composición a Tú, quien escucha con rigurosa atención, inclinando un tanto la cabeza. Concluye la lectura. Tú mueve los labios sin decir palabras, como si estuviera hablando consigo mismo y luego le dice a Ella y a Él que se trata no de un buen relato, sino de un excelente relato. Él entonces lo pone al tanto de lo ocurrido, es decir, que la maestra lo ha rechazado y lo ha hecho en términos ofensivos. Tú sonríe levemente y dice la única frase que nos permitimos citar textualmente en esta historia: “Caramba con las maestras de hoy en día, tan alejadas, tan distantes del linaje que nos legara Sarmiento…vamos a darle una lección a esta buena señora”. Acto seguido Él escribe debajo de la composiciòn: “Los tres firmantes consideramos que se trata de una composición muy buena, por no decir excelente, motivo por el cual respetuosamente le solicitamos que reconsidere su calificación, a la que consideramos un error producto, tal vez, de una disculpable distracción o del cansancio que seguramente provoca la noble tarea de enseñar”. El último acto de la historia es la firma de Ella, Él y Tú del mensaje que le acaban de enviar a la maestra. Por las dudas, abajo de la firma aclaran con letra de imprenta sus nombres: Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Dejamos librado a la imaginación de los lectoras las posibles reacciones de la señorita maestra cuando al otro día, o a la otra tarde, una niña con sonrisa traviesa le entrega la composición, firmada y avalada con términos elogiosos, por los tres escritores más importantes de la Argentina.