Cuando habló de los docentes que militaban en las aulas, la ministra Soledad Acuña mostró la punta de un iceberg. Es llamativo que ninguna voz oficial lo haya mencionado antes, porque su dimensión está a la vista, al alcance de quien, por ejemplo, recorra las entradas de Wikipedia sobre la historia y la política argentinas. No se trata de mero adoctrinamiento, de un plan elaborado y ejecutado desde el Estado. Es mucho más grave que eso. Se trata de la naturalización de una manera de contar la Argentina -su pasado, su presente, su futuro- que se ha instalado en el sentido común social, ese lugar donde, como lo formuló Antonio Gramsci, se piensa sin saber que se está pensando.
Tampoco se trata simplemente del “relato” kirchnerista, que apenas tiene quince años de antigüedad. Se trata de una mirada de la Argentina, totalizante y agonal, que se viene articulando desde al menos los comienzos del siglo XX, cuando un nacionalismo cultural esencialista comenzó a desplazar al nacionalismo constitucional inicial, de matriz liberal. Paradójicamente -lo señaló Lilia Ana Bertoni- esa cultura esencial constitutiva -el dichoso “ser nacional”- tenía que ser reforzada, y si es necesario impuesta, desde un Estado impulsado por una enérgica militancia social. Una coyuntura clave en su crecimiento -explicó Loris Zanatta- fue su asociación, en los años de 1930, con la doctrina de la Iglesia militante, la de “Cristo Rey”, para conformar un nacional catolicismo compacto, que capturó el imaginario de las elites y del Ejército. Una de sus variantes fue el “revisionismo histórico”, que cuestionó lo que denominó la “historia oficial” y propuso un relato alternativo, en clave antiliberal, autoritaria e intolerante.
Este núcleo argumental creció absorbiendo diversos elementos antiliberales que emergían. El catolicismo aportó su épica de la cruzada y su concepción orgánica de la sociedad, que enriqueció la idea de la unidad de la nación. Sobre el fondo romántico del nacionalismo, la idea del héroe trasmutó en la del líder carismático. La dimensión popular ganó consistencia con el peronismo. Un pueblo, una doctrina, un líder compusieron el nacional populismo que se desarrolló con el peronismo.
Luego de 1955 la tradición nac&pop -una apelación familiar y sintética- dio un nuevo giro: se impregnó de antiimperialismo latinoamericano, bebió los vientos de la Revolución Cubana y del tercermundismo y los asoció con el mítico retorno de Perón, conformando una nueva gesta. Este setentismo genérico fue la segunda gran transformación del pathos nacionalista, cuyo alcance pudo medirse en la “plaza del 2 de abril” de 1982. El ciclo democrático subsiguiente revivió la otra gran corriente cultural argentina -entre liberal y progresista- pero fue una floración efímera. Desde los márgenes democráticos resurgió la variante setentista del nacionalismo popular, reconstruida con la memoria de sus mártires.
Por entonces, el nacionalismo populista ya tenía un lugar preponderante en el sentido común. La “historia oficial” se había extinguido. La moderna historiografía, que renovaba las anquilosadas problemáticas del revisionismo, obtenía logros académicos pero no competía con la versión nac&pop, con su eficaz apelación a los mitos, sentimientos y emociones, sus cuadros en blanco y negro y sus gestas heroicas sobre la nación y el pueblo en lucha contra su enemigo eterno: la oligarquía. Este relato ganó terreno incluso entre los adversarios del peronismo, sensibles a algunos de sus motivos y carentes de una referencia argumentativa global equivalente.
En ese contexto hay que colocar la recomposición del relato nac&pop que se produjo durante el gobierno de Néstor Kirchner, coincidente con una ampliación y reestructuración del peronismo. El relato siguió sustentándose en su base nacional y popular -ya construida y sedimentada en el sentido común- inclinándose a su nostálgica variante setentista, que expresaba la creciente insatisfacción social. Luego, con audacia, Kirchner capturó el universo de los derechos humanos, en el que Hebe de Bonafini convivía con el progresismo democrático. Fue un giro comparable con aquel maridaje del nacionalismo con el catolicismo. Luego sumó otras potentes minorías militantes.
Cada uno aportó lo suyo al relato, ampliándolo y redondeándolo. El patriarcalismo, el neoliberalismo, el etnocidio y la dictadura fueron facetas de una misma realidad. Todo fue sumándose a un sentido común raigal e inclusivo a la vez, que en ese momento singular manifestó una aptitud para el sincretismo. Un buen ejemplo es la figura de Juana Azurduy, mujer, guerrillera, mestiza, latinoamericana y muy probablemente antipatriarcal.
¿Dónde se expresa este renovado sentido común? Está en los narradores exitosos del pasado argentino -¿podrían serlo sin apelar a ese reconocimiento por el lector?-, en las escenografías de Javier Grosman, en los films financiados por el Incaa -¿se podría recibir un subsidio sin tributar a él?-, en Pakapaka y notoriamente en Wikipedia. Recorrer las entradas sobre historia argentina es una aventura alucinante, que revela una reescritura sostenida y empeñosa, guiada por un espíritu de cruzada, el mismo que se encuentra en la mayoría de los medios de comunicación. Porque a esta altura el relato del nacionalismo populista ya no hace gala de su marginalidad antiestablishment y se asemeja al de la Iglesia triunfante de los años treinta, la que imponía su voz única, acallaba a los disidentes y exterminaba a los infieles.
Con esa base, no es necesario suponer que exista un proyecto de adoctrinamiento escolar totalitario, como lo tuvo la Italia fascista o la Unión Soviética. Ciertamente, no faltó una fuerte acción estatal, en los contenidos curriculares, en los manuales escolares que empezaron a distribuirse gratuitamente o en el vasto programa de capacitación de los “postítulos”. Pero todo eso pudo no haber significado mucho. Por ahora, la sociedad argentina sigue siendo lo suficientemente compleja y tramada como para soportar un experimento estatal semejante y mantener vivas sus voces alternativas.
Por eso -bien lo dice Soledad Acuña- lo decisivo fue el numeroso grupo de docentes formados en la gesta, portadores del relato y del espíritu de cruzada que ahora contribuyen a formar. Pero sobre todo, trabajaron sobre un sentido común ya establecido, listo para recibir una propuesta simple, con una clara ética agonal y con una fuerte apelación a lo heroico, que satisface a bajo costo la carencia de gestas reales. El apoyo estatal ayuda, pero solo complementa una fusión entre portadores del mensaje y receptores que se hubiera producido del mismo modo, Así ocurre en las universidades, que son militantes por elección y no por imposición.
Ese es el enorme iceberg, más bien un abismo, que las palabras de Soledad Acuña trajeron al debate, un poco tarde quizá. Un iceberg que no habla de un gobierno totalitario que adoctrina -aunque no deja de hacerlo-, sino de una batalla cultural, librada a lo largo del siglo XX, que en este siglo tiene un ganador claro, y un perdedor que todavía no sabe dónde pararse para reaccionar, pero que conserva sus posiciones en la sociedad civil y en las instituciones estatales. Solo le falta encontrar el mensaje adecuado y la voluntad política de luchar por él.
Publicado en La Nación el 3 de diciembre de 2020.