lunes 30 de diciembre de 2024
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La memoria insepulta

El calendario siempre ofrece motivos y pretextos para ritualizar las conmemoraciones que impone el almanaque. El 24 de marzo siempre será lo que fue, el día más negro de nuestra historia contemporánea. Volvimos a atravesarlo este 24 de marzo, en un contexto histórico diferente.

Fue el día que mató la ley, e instauró la figura del desaparecido. Personas secuestradas, asesinadas con sus cadáveres escondidos para negar el crimen. Para ritualizar democráticamente una fecha que nos pertenece a todos, vale repetir una y otra vez: No se puede equiparar el terror del Estado con el de los grupos armados.

En cambio, sí se puede equiparar el dolor, el sufrimiento de los que somos parte de ese tiempo de terror. Los testimonios que fueron acallados por la interpretación ideológica que hizo el kirchnerismo.

Por eso, ahora resulta inoportuno que desde el Gobierno, al intentar restituir esa parte silenciada, induce a pensar que justifica y no condena los crímenes que ya nadie puede negar. Tampoco se puede negar la violencia de los ‘70, las circunstancias que explican el golpe pero no justifican los secuestros, las torturas, los campos de detención clandestinos.

Los hechos pertenecen a la historia y la memoria, en una sociedad democrática, debe ser plural nos pertenece a todos, la construyen las víctimas. No la política. Al final, como escribió Borges, “somos la justificación de nuestros muertos”. Porque tengo dos hermanos presos desaparecidos, Néstor y Cristina, es inevitable el trasfondo personal de mis reflexiones. Estas son parte de mi último libro, en proceso de edición.

En la ESMA estuvieron alojados mis dos hermanos, arrojados al agua en los vuelos de la muerte, los traslados de los días miércoles. Según los relatos de las supervivientes tan vulnerables como teñidos por el paso del tiempo. Los testimonios se modifican. El tiempo habilita lo que permanece escondido. Descorre los velos con los que nos protegemos. Pero no todos quieren escuchar. ¿Qué historias contamos y nos contamos? ¿Qué trasmitimos a las generaciones que nos suceden? ¿Qué se oculta, qué se exalta? ¿Qué se mitifica en beneficio del poder de turno?

Interrogantes que atraviesan el abismo del pasado trágico, al que me asomé para extraer todas las enseñanzas posibles que me ayuden a entender también el estancamiento moral de una sociedad que ha hecho de la memoria un objeto de disputa política, ideológica.

Reconozco las miradas compasivas de los que sin decírmelo ven en mi recurrencia sobre esos temas una incapacidad para desprenderme del pasado, cuando, en realidad, no se trata del pasado, ni de la muerte, sino de la vida misma que me ofrece el regalo de la narración para mirar ese tiempo que me tuvo de testigo y protagonista, sencillamente para comprender los fatídicos años setenta que miramos bajo la luz de la ideología, la política, la historia.

Sin que nos hagamos una pregunta sustancial, ¿qué haremos con nuestros muertos, a los que no se termina de enterrar, deshumanizados, sin tumbas, ni rezos. Sin la liturgia del final para volver a empezar. Una carencia y la sospecha de que, en realidad, no se trata de los muertos sino de la ausencia de humanidad para respetar y honrar la vida que compartimos con los otros.

La historia de Argentina está tapizada de muertes. La violencia política nos atraviesa, pero no es un destino inevitable, ni un ADN adherido a nuestra piel. Todos los países que padecieron la insensatez de las guerras fratricidas debieron ser razonables para evitar su repetición. Las nuestras más cercanas, reconocibles, nos sobrevuelan como fantasmas. Negadas , permanecen aisladas de la vida. Espectros. Sin registros, perpetúan el ocultamiento y propician el oportunismo de los que utilizan a los muertos para acrecentar el poder personal, partidario, invocados en falsos juramentos y discursos impostados.

Todo en nombre de la política , cuando, en realidad, la niegan porque al profanar lo que hay de sagrado en toda vida que termina cancelan la política que siempre se realiza con los otros, es la vida misma..Ausencias sin nombres, simplificadas en un número, reducidas a una ideología o al dinero de la reparación económica. Sin que la muerte les haya restituido lo que es igual a todos, la humanidad.

¿Qué hacemos con los muertos, nuestros muertos, asesinados por la sinrazón de la violencia política? La pregunta incómoda que elude una respuesta y se actualiza con cada nueva conmemoración. Todos nuestros muertos insepultos privados de ese mantra universal que en castellano se traduce con las cuatro siglas del QEPD y acompaña los epitafios. Una fórmula antigua, sencilla que sobrevive en todos los idiomas, en todas las culturas: “Que en paz descansen”.

¿Tienen paz nuestros muertos, reducidos en Argentina a un número, a una ideología, despojados de nombre y por eso de humanidad? Los chantajes ideológicos, emocionales, cancelan la razón, nos impiden pensar ya no tan solo para entender sino para hacernos cargo de esa cultura de muerte e indiferencia que nos atraviesa, sin que podamos finalmente aceptar con alegría y confianza la vida compartida en las diferencias.

“Donde hay dolor hay un territorio sagrado”, escribió Oscar Wilde, Marguerite Yourcenar le hace decir a Antígona, “Si nos abandonamos al dolor, ese dolor se convierte en serenidad”. ¿No será por esa imposibilidad de reconocernos en ese dolor, en lugar de serenidad, sobreviven los odios, los gritos, las descalificaciones y las consignas que simplifican la realidad.

Profanada la memoria, le cerramos las puertas al único antídoto reconocido para los totalitarismos y las dictaduras, la democracia, cuyo sustento filosófico son los derechos humanos que conjugan con la vida, siempre cambiante, compleja, bella, sorprendente. Amenazada, también, por aquellos que se arrogan nuestra potestad, y en nombre de la grandilocuencia de Dios, Patria, Pueblo, se sienten autorizados a matar.

Publicado en Clarín el 31 de marzo de 2024.

Link https://www.clarin.com/opinion/memoria-insepulta_0_wPLTWEYgm2.html

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