sábado 3 de mayo de 2025
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La insoportable levedad de la política argentina

En Argentina se va calentando el clima electoral de cara a las elecciones que se celebrarán
en octubre para elegir legisladores nacionales, y también a algunos comicios para
elegir legisladores provinciales que tendrán lugar antes de octubre.
Por lo pronto, las elecciones locales de la ciudad de Buenos Aires concentran bastante
atención, más que nada por la expectativa de ver si La Libertad Avanza, el partido del presidente Javier Milei, le arrebata el bastión electoral al PRO, el partido del expresidente Mauricio Macri. Pero más allá del interés que despierta esa “carrera de caballos” (quién pica en punta, quién se adelanta en la curva y, finalmente, quién llega primero a la meta), lo que se ve en el debate público es de una pobreza franciscana.
La degradación de la conversación sobre el destino del país es bien amplia. Las elites empresarias se camuflan en los gobiernos de turno; las elites sindicales surfean más en los
pliegues de su propio mantenimiento dirigencial que en las penurias de los trabajadores;
las intelectuales (incluyo aquí a las periodísticas) se partidizan sin rubor, y las elites  políticas solo miran encuestas y evalúan tácticas para la próxima elección. Salvo algunas
pocas declaraciones aisladas, ninguna de estas elites tiene un pensamiento propio, un horizonte a alcanzar, un modelo de sociedad que perseguir. Su cortedad de miras es tan apabullante que no logran ver que la decadencia del país, la fractura de su sociedad, la falta de proyecto económico y la tolerancia a los abusos del poder se retroalimentan entre sí a pasos agigantados a causa, precisamente, de su indiferencia, su ignorancia, su tosquedad y su ambición particular.
No es que estos problemas sean exclusivos de la Argentina. Desde hace años se viene diagnosticando que uno de los problemas de las democracias actuales es la falta de resultados socialmente aceptables.
Y por esa razón surgieron en el mundo respuestas que buscaron atajos para maximizar la
eficiencia frente a las intrincadas instituciones de la democracia: la tecnocracia en los 80
y los 90, y los populismos en el siglo XXI.

Pero en el país de Bergoglio todo es más dramático: la pobreza se multiplicó prácticamente
por 10 en los últimos 40 años, por lo que en los 90 se confió demasiado en los tecnopolíticos, que no quisieron ver los estragos sociales de las fórmulas que recibían de los organismos técnicos internacionales, y en los últimos 20 años aparecieron sobredosis de populismo.
Primero de un progresismo mercado-internista de utilería, y ahora del populismo libertario, tan obtuso y peligroso para las prácticas democráticas como el anterior.
Estos bandazos han movido el clásico péndulo de la política argentina, pero no han sido
proyectos de sociedad, sino de poder. Por lo tanto, con sus interpretaciones de la realidad
lineales, binarias y moralizantes, han sido y son banales. Y las elites se vanaglorian comprando todos los combos, sin detenerse a medir las consecuencias para la sociedad o
para la democracia, ni poner siquiera en discusión algunas de sus premisas.
La miopía de estos discursos elementales es que pretenden imponerse en un mundo que
es mucho más complejo que antes. Ahora hay más heterogeneidad social, identidades
más cruzadas, más tecnología con efectos socialmente transformadores a grandes velocidades, más opciones para trazar un plan de vida (ya sea en el campo privado o en el laboral), más alternativas de poder por fuera del marco estatal. Sin embargo, estos “proyectos” que se disputan el poder en la Argentina de hoy solo magnifican una simplificación casi insultante.

En lugar de buscar hacer compatible la democracia con la sociedad compleja actual,
buscan aplanar la complejidad de la democracia para hacer entrar la realidad por la fuerza
en unos parámetros conceptuales paupérrimos. El Estado corrige todo, o bien el mercado
coordina todo. En este sentido, tiene razón el filósofo español Daniel Innerarity cuando sostiene que la simplicidad es el principal enemigo de la democracia.
Una vez más, hoy la política argentina está liderada por un voluntarismo básico. Nuevamente, un par de goles La insoportable levedad de la política argentina en el plano de la economía cotidiana se lleva consigo, a los empujones, cualquier otra consideración. Es cierto que en el último año y medio la inflación ha bajado notoriamente, pero sigue siendo
la tercera más alta del mundo.
Al lado de eso, se redujo la capacidad de compra del salario mínimo y de la jubilación
mínima, que solo alcanzan para cubrir el 27% y el 30%, respectivamente, de la canasta básica. Y también crecieron el desempleo y la informalidad. El superávit fiscal se sigue persiguiendo sin prioridades razonables, lo cual evidencia que en realidad no hay una perspectiva, un fin último, un proyecto de desarrollo ni una aspiración a algún tipo de convivencia. La discusión política y el debate público apenas giran en torno a quién o quiénes tienen la culpa de los fracasos pasados.
Los líderes, los candidatos, los funcionarios y los legisladores no logran ver más allá de su nariz. El desconcierto y el desorden son tan grandes y profundos que todo se circunscribe a declaraciones provocadoras, reproches y chicanas de poca monta en las redes sociales.
La discusión política genuina y cargada de sentido ha sido enterrada.
También es cierto que, en un país que ha tenido históricamente una economía caótica,
es esperable que su “normalización” sea un tema medular.
Pero las cíclicas rectificaciones de los desequilibrios macroeconómicos han sido
históricamente traumáticas, de corto plazo, desordenadas y políticamente oportunistas.
Desde este punto de vista, no hay mucho de nuevo en el programa de Milei. Tampoco ahora hay una hoja de ruta seria para una transición económica hacia una supuesta competitividad, ni una idea de los impactos sociales de esa supuesta transición, ni mucho
menos alguna expectativa de que el camino hacia una economía más competitiva deba
ser consultada con actores sociales y políticos estratégicos.
La política argentina ahora reza el rosario para que los dólares entren (además de, por
supuesto, por préstamos del FMI, del gobierno de Estados Unidos, del gobierno de China
o de algún otro) por enclaves de explotación energética y minera, a los que se otorgaron
beneficios impositivos más que considerables.

Si desde hace mucho tiempo la política argentina no tiene muchos visos de madurez,
ahora es más infantil y adolescente que nunca. Y no parece haber adultos responsables a
cargo.
El gobierno tiene muy pocos recursos (poder institucional en el legislativo, en los gobiernos provinciales, estructura partidaria, cuadros técnicos en segundas y terceras líneas, sofisticación ideológica o robustez intelectual) como para liderar un cambio que pise sobre suelo firme. Su impredecibilidad e intolerancia (gobierna sin presupuesto desde que asumió, y cada vez más sobrerreacciona autoritariamente a cualquier crítica) no ayudan a tomar todo el proceso muy en serio. Para colmo de males, el carácter intempestivo del presidente es una fuente de crisis de todo tipo (recordemos su turbio involucramiento en una estafa virtual millonaria que estalló en el verano con un tuit suyo, motivo por el cual el Congreso ha interpelado a un ministro, cosa que no hacía desde 1996). Solo tiene la confianza (o la resignación) de la opinión pública, la cual también está en descenso.
La vertiginosidad del presidente choca, por un lado, con los vericuetos institucionales, como la no adhesión de las provincias a leyes que se sancionan en el Congreso nacional (incluidas las que obligan a bajar el déficit fiscal en las provincias).
Y por otro lado, también choca con la necesidad de sumar aliados confiables para un programa de reformas como el que pregona.
En el campo de la oposición, tanto el peronismo (sobre todo en su versión kirchnerista)
como el no peronismo (que se había reunido en la ya extinta coalición Juntos por el
Cambio) siguen mordiéndose la cola en disputas intestinas.
No es mucho más que eso lo que se ve de cara a las elecciones legislativas de la ciudad
de Buenos Aires (el 18 de mayo) y de la provincia de Buenos Aires (aparentemente, el 7 de
setiembre).
Una de las evidencias más negativas de todo este desorden conceptual y político, y de
la falta de liderazgos individuales o colectivos que encaucen las expectativas sociales, es
el clásico problema de la fragmentación de la competencia política, es decir, que las coaliciones se desarman y los partidos se astillan. Pero el riesgo que enfrentamos ahora es
aún peor, pues se trata directamente de su potencial atomización (hasta los libertarios
partidarios de Milei están presentando tres listas en la ciudad de Buenos Aires). En estas
condiciones, es imposible que un sistema político funcione siquiera normalmente.
Todas las señales, en suma, tanto en la política como en los actores más influyentes
de la sociedad civil, apuntan a una configuración política en estado gaseoso, a una economía sin definir y a una sociedad que, nuevamente, no sabe adónde va.

Publicado en Búsqueda el 2 de mayo de 2025.

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