sábado 8 de noviembre de 2025
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La escuela y la huella digital

En las escuelas porteñas se avecina una pequeña revolución tecnológica: la huella digital para controlar asistencia docente. Una medida que, como era de esperarse, despertó más pasiones que una tertulia intelectual de la izquierda discutiendo la teoría de la explotación. Algunos profesores ya han dicho que “la escuela no es una fábrica”. Tienen razón. Si lo fuera, hace tiempo habría quebrado: produce egresados con serias dificultades en lectura, escritura y pensamiento crítico, y eso en el mercado se llama producto defectuoso.

Pero no se trata de menospreciar a quienes enseñan; bastante tienen con los sueldos que cobran. Aunque, paradójicamente, cuanto más baja la remuneración, más alto parece elevarse el sentido de misión. Es curioso: hay profesores que ven la educación estatal casi como un sacerdocio y al mismo tiempo rechazan cualquier intento de control estatal como si fuera una profanación. Lo que para el Estado es un sistema de gestión, para ellos es una afrenta metafísica.

Quizás la confusión venga de ahí: de creer que la escuela “pública” es realmente de todos, cuando en verdad pertenece al Estado, que decide qué se enseña, cómo y cuándo, dejando a la comunidad educativa —docentes, alumnos y familias— en un rol pasivo, casi decorativo. Se habla de participación, pero todo está previamente diseñado desde un escritorio. Y tal vez por eso, cuando aparece una medida administrativa como la huella digital, muchos la viven como una invasión: olvidan que, en última instancia, defienden a la educación estatal que es la misma maquinaria incapaz de brindar educación de calidad, interesada mas en la gestión y el control que en la mejora real.

La resistencia, en ese sentido, no parece tanto una cuestión de principios como de costumbre: de haber confundido la autonomía profesional con la ausencia de controles. Pero fuera del aula, en el resto de los oficios, ¿acaso la mayoría de los empleados no debe marcar su horario de entrada y salida? ¿Por qué la escuela habría de ser una excepción al mundo del trabajo?

El problema, claro, no es la huella. Es quién la guarda. Porque si algo ha demostrado la burocracia argentina es su fascinante capacidad para perder expedientes, historiales médicos y actas de nacimiento, pero nunca un dato útil para vigilar. Y no quiero ni imaginar cuánto se habrá expandido la estructura estatal para implementar el sistema de huellas: nuevas oficinas, cargos, licitaciones, capacitaciones y formularios. Todo un aparato que, como suele ocurrir, le costará al contribuyente más de lo que vale la medida en sí. Dinero que bien podría destinarse a mejorar los sueldos docentes o reparar escuelas que hace años esperan una mano de pintura. En manos del Estado, la información sensible se vuelve algo así como un espejo de dos caras: por un lado, seguridad; por el otro, control.

La escuela no es una empresa, insisten. Pero tampoco una república. Los docentes no eligen a sus directivos, los alumnos no eligen a sus profesores, y los padres poco pueden hacer más allá de firmar comunicaciones. Si fuera una empresa, al menos habría alternativas, rendición de cuentas y mejoras por incentivos. En cambio, en el sistema actual, la única carrera ascendente es la de antigüedad.

Quizás la huella digital no sea el problema, sino el síntoma. Un intento de modernizar lo único que el Estado todavía puede medir: la presencia. Porque medir el aprendizaje requeriría algo mucho más complejo: autonomía escolar, evaluación de resultados, transparencia y libertad. Y eso sí que no tiene registro digital.

Al final, la huella no marcará sólo una asistencia. Marcará también una paradoja: la de un sistema que desconfía de sus docentes y docentes que desconfían de su sistema al que igual defienden, todos bajo la atenta mirada de un Estado que, aunque no sabe enseñar, se empeña en controlar.

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