domingo 24 de noviembre de 2024
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La enfermedad, motor de grandes cambios

Como ocurre ahora con el coronavirus, las grandes pestes de la historia han desafiado a la humanidad, que en la lucha contra el mal introduce transformaciones que modifican los hábitos y la cultura para siempre.

Bajo el látigo de un nuevo virus, la humanidad atraviesa un desierto de incógnitas que ya franqueó en muchas oportunidades a lo largo de la historia. Fueron períodos que propiciaron cambios y concibieron “nuevas normalidades” que, con el tiempo, terminaron naturalizándose.

Antes y ahora, el temor actuó como combustible que obliga a adaptarse para que no solo “sobrevivan los más aptos”.

Rastrear en el pasado estas transformaciones culturales, económicas, sociales y religiosas originadas por enfermedades puede resultar fascinante y darnos algunas certezas en medio de un panorama tan imprevisible como el actual.

Hacia fines del siglo XIX, la mayoría de las personas poseía hábitos poco higiénicos que, combinados con el hacinamiento propio del aumento demográfico en las ciudades, colaboraron en la propagación de diversas enfermedades, entre ellas la tuberculosis. Durante miles de años, la “tisis”, como fue bautizada por el médico griego Hipócrates, se consideró un mal hereditario, pero aun así inspiró medidas profilácticas con repercusiones legales.

La primera legislación al respecto surgió en el siglo XVIII en España y obligó a quienes tuviesen tuberculosis a declararlo; además, ordenó la desinfección de objetos y viviendas, y la prohibición de vender pertenencias de alguien tísico.

Campañas masivas

En 1862, el médico francés Jean-Antoine Villemin demostró la naturaleza infectocontagiosa de esta enfermedad. Veinte años más tarde, Robert Koch hizo público el descubrimiento del bacilo, logro que lo llevó a recibir el Premio Nobel de Medicina en 1905. Con esta información surgieron primitivas campañas de salud para combatirla. “Con la guía de Knopf, en la década de 1890 el Departamento de Salud de la Ciudad de Nueva York lanzó una campaña masiva para educar al público y reducir la transmisión”, cuenta Katherine A. Foss, profesora de historia en Middle State State University, en un artículo reciente de la revista del Instituto Smithsoniano. “La ‘guerra contra la tuberculosis’ desalentó el uso compartido de tazas y llevó a los estados a prohibir escupir dentro de edificios públicos y en las aceras y otros espacios al aire libre; en su lugar se alentó el uso de escupideras especiales, que se limpiaban cuidadosamente con regularidad. En poco tiempo, escupir en los espacios públicos se consideró grosero, y el consumo de botellas compartidas también estaba mal visto. Estos cambios en el comportamiento público ayudaron a reducir con éxito la prevalencia de la tuberculosis”.

La misma prohibición se tomó en gran parte de Occidente y terminó incorporándose dentro del repertorio de los buenos modales. Llamativamente, hace algunas semanas el gobierno de Mendoza tomó una resolución similar para evitar el avance del Covid-19. Y a escala mundial resulta un problema a resolver con la vuelta del fútbol profesional, dada la tendencia a escupir durante el partido de muchos jugadores.

En el arte

La tuberculosis aparece en numerosas obras, tanto en pintura, literatura y música. Entre ellas, La Traviata , La dama de las camelias y Los miserables . Durante el siglo XIX la apariencia tísica estuvo de moda, dice Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas . “Se hizo grosero comer a gusto -explica-. Era encantador tener aspecto de enfermo. Chopin era tuberculoso en un momento en que la salud no era chic. Estar pálido y desangrado era la moda”. La escritora señala que la idea tuberculoide del cuerpo era un modelo nuevo para la moda aristocrática, en un momento en que la aristocracia se volvía un asunto de imagen: “La romantización de la tuberculosis constituye el primer ejemplo ampliamente difundido de esa actividad particularmente moderna que es la promoción del propio yo como imagen”.

Esto no quiere decir que la gente deseara contagiarse o aceptara a los enfermos. Era, más bien, algo estético. Como sucedió con otras epidemias, la tisis fue relacionada con la “falta de moralidad” y considerada un “castigo divino”.

En la Argentina, la bandera contra esta enfermedad fue llevada por los médicos higienistas, un grupo de especialistas que entre las décadas centrales del siglo XIX y el siguiente se interesaron por mejorar las condiciones de salubridad de la población y fundaron la Liga Argentina contra la Tuberculosis hacia 1901. Entre sus primeros miembros estaban Emilio Coni y Enrique Tornú, que padeció el mal y terminó suicidándose pocos meses después del surgimiento de la Liga. Tenía solo treinta y cinco años.

Durante estos años se realizaron las primeras campañas para prevenir esta enfermedad en Buenos Aires. La revista Caras y Caretas lo reflejó de un modo irónico. Son llamativas las coincidencias con el presente: “No conocemos aún el plan que las autoridades sanitarias se proponen adoptar para combatir la tuberculosis; pero como es de suponer que tenga por base el aislamiento de los invadidos [?], tememos que se resuelva declarar sospechosos sin excepción a todos los enjutos de carnes, y que no podamos salir de casa sin exponernos a que cualquier delegado de Malbrán [Carlos Malbrán eran por entonces presidente del Consejo de Higiene] nos agarre en mitad de la vereda para auscultarnos o someternos a un examen laringoscopio [?]. Los de la protectora de animales están furiosos contra la persecución de los bacilos de la tisis, a quienes consideran con el mismo derecho a la vida que los demás seres de la creación. Y aunque en absoluto no coincidamos con sus teorías, forzoso es concederles alguna razón cuando dicen que en un país donde se goza de libertades debe permitirse que cada cual sea tísico o lo que se le dé la gana”. Esto se publicó en el ejemplar del 17 de noviembre de 1900.

Esta enfermedad no fue la única en auge para aquellas generaciones. Los cambios iniciados por la Revolución Industrial volvieron a las ciudades lugares aún más inhabitables de lo que ya eran, con miles de personas pululando por caminos saturados de desperdicios y conviviendo amuchados en viviendas insalubres.

Calles limpias

En Nueva York, por ejemplo, los caballos plantearon un dilema adicional. Estudiosos como David Rosner, codirector del programa de Historia de la Salud Pública y Medicina de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de Columbia, han hecho hincapié en que el enorme peso de los caballos hacía dificultoso remover sus cadáveres, por lo que solían descomponerse en la vía pública. Se llegó al extremo de que los niños jugaran con estos restos, tirándoselos unos a otros. Por entonces la ciudad carecía de alcantarillas e inodoros. Por las mañanas la costumbre era arrojar el contenido de los recipientes utilizados como “baño” hacia la calle desde la ventana. Esta práctica condujo a todo tipo de problemas. En los libros “de etiqueta” se recomendaba a las jóvenes que usaran sombrillas durante el día no solo para protegerse del sol o la lluvia, sino también para protegerlas en caso de que algo cayera del cielo.

Algo similar sucedió en Buenos Aires y otras ciudades que habían estado bajo el dominio español. En estas zonas se impuso culturalmente una advertencia antes de tirar el líquido viciado, vociferando hacia los transeúntes: “¡Agua va!”. En las ciudades argentinas las jaurías de perros rabiosos constituían un gran problema. Dada su peligrosidad, a lo largo del siglo XIX era muy común que el Estado los envenenase. Las autoridades jamás recogían sus cuerpos, que se descomponían junto a los basurales y creaban grandes focos de infección.

La llegada de la polio

A medida que los gobernadores comenzaron a entender que los frecuentes brotes endémicos que azotaban sus ciudades se vinculaban principalmente a la falta de higiene, comenzaron a organizarlas para que fueran más limpias. El Estado comenzó entonces a hacerse cargo de la limpieza y de mejorar la infraestructura. Garantizó, entre otras cosas, agua potable a las poblaciones. Todo quedó bajo la lupa higienista, incluso los ritos funerarios: se establecieron medidas como sellar cada ataúd o evitar el tránsito de los animales por los cementerios.

Con la llegada de la década de 1950 los sistemas de salud alrededor del mundo debieron adaptarse a una furiosa enfermedad: la poliomielitis. Para combatirla se crearon numerosos espacios de salud para la infancia y fueron asignados médicos, enfermeras y fisioterapeutas donde los necesitaban. Entonces no escaseaban los respiradores, sino las cunas. Con los años, toda esa infraestructura fue reciclada y aprovechada de diversos modos por la siguiente generación.

Las emergencias de salud pública también han generado innovaciones en la educación. Por ejemplo, los primeros cortometrajes preventivos contra la tuberculosis datan de 1910 y los hábitos de higiene empezaron a formar parte del esquema curricular en nivel inicial.

Ante la irrupción del coronavirus, nuestro sistema educativo tuvo que adaptarse a los ponchazos para sobrellevar la situación. Sin duda, algunos de estos cambios llegaron para quedarse: ya son parte del mundo actual, base de las nuevas competencias, al tiempo que acercan a la vieja escuela el lenguaje de sus actuales alumnos.

Publicado en La Nación el 13 de junio de 2020.

Link https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-enfermedad-motor-de-grandes-cambios-sociedad-y-salud-nid2377752

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