martes 17 de junio de 2025
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La democracia y los totalitarismos

El mayor peligro para nuestra democracia no procede de ninguna amenaza exterior, se encuentra en el interior del país”. Hace menos de tres años el presidente del Consejo de Relaciones Exteriores norteamericano pronunció en público estas palabras.

Parecen proféticas, dados los incidentes en Los Ángeles y otras ciudades emblemáticas de los Estados Unidos y la apelación a la Guardia Nacional y los Marines por parte de Trump para la restauración del orden público. Gavin Newson, gobernador de California, cuyo nombre ha sido barajado como posible futuro candidato a la Casa Blanca, ya ha acusado al presidente de ser un enemigo de la democracia.

Por lo demás, la deriva hacia la extrema derecha en muchos países europeos, en algunos casos con tintes neonazis o neofascistas, despierta igualmente los temores de algunos agoreros sobre la próxima y no lejana defunción de la democracia liberal.

Fue el francés Bertrand de Jouvenel quien recién terminada la segunda Guerra Mundial alertó contra lo que llamaba la democracia totalitaria, describiendo así la deriva que todo poder político experimenta hacia la acumulación de funciones que no le competen y la eliminación de cuantas alternativas lo debiliten. Se atribuye al británico lord Acton el dicho según el cual el poder corrompe siempre y el poder absoluto corrompe absolutamente.

Pero también mucho antes Alexis de Tocqueville alertó sobre los peligros de la tiranía de la mayoría en la democracia americana. De modo que la perversiones que padecen las democracias teóricamente más asentadas, maduras y sólidas que conocemos, no son una novedad de nuestro siglo. Todos los poderosos del mundo adoran por lo demás denominarse a sí mismo democráticos. Las dictaduras comunistas se llamaban, se llaman todavía, democracias populares y la franquista era una democracia orgánica. Para no hablar de la democracia bolivariana del tirano venezolano Maduro, y las de otras muchas cuyos calificativos solo tratan de esconder la traición a la democracia misma.

La democracia liberal es heredera de la Carta Magna británica cuyo fundamento consistió en la defensa de los derechos del individuo frente al abuso del Estado. Su nacimiento en la modernidad se adjudica a la declaración de independencia de los Estados Unidos, de la que se cumplirán 250 años en 2025, y a la declaración de los derechos del hombre que inspiró la Revolución francesa. Tras la caída del muro de Berlín algunos politólogos, singularmente Francis Fukuyama , anunciaron el fin de la historia: la preponderancia primero, y la ulterior victoria después, del modelo demócrata occidental.

Pero lejos de estar al final de la historia, el mundo desarrollado se ve inmerso hoy en una deriva creciente hacia el autoritarismo mediante la desfiguración de la democracia misma. Esta es un régimen que reclama la modestia en el ejercicio del poder, la convivencia, el diálogo y el servicio al interés general.

Asistimos sin embargo al crecimiento desmesurado de la partidocracia, el desprecio y descuido de las libertades y los derechos individuales en nombre de una colectividad muchas veces abstracta e imaginaria. Padecemos el abandono de las políticas centristas, demócrata cristianas, liberales, radicales o socialdemócratas.

En definitiva estamos ante la victoria del populismo, del espectáculo y el empacho de ideología frente al diálogo, la razón, y el sentido común, aunque ya dijo Ortega y Gasset que es el menos común de los sentidos. Y sucede en momentos en que la nueva civilización digital, fruto de un invento inapreciable para el progreso y el futuro de la humanidad, está sin embargo propiciando un desorden considerable en los sistemas políticos tradicionales, como ya sucedió en su día con la imprenta. El viejo mundo se ha vuelto obsoleto e inservible, pero el nuevo todavía no acaba de nacer.

En ese escenario, el populismo se apodera del diálogo político, y el poder trata de evitar, hasta delictivamente , las limitaciones que el sistema impone a sus excesos. Es frecuente escuchar entre los que yo llamo fundamentalistas democráticos que la democracia es simplemente un sistema que garantiza el poder a las mayorías, cuyos representantes estarían validados por el pueblo soberano para llevar a cabo sin limitaciones el programa que les ha conducido al triunfo.

Sin embargo no hay democracia sin respeto a los derechos de las minorías y sin límites objetivos, como son las leyes y su interpretación por un poder judicial independiente o la libertad de pensamiento y de expresión de los ciudadanos. Esta última, estaba hasta hace poco representada casi en exclusiva por la prensa y los medios de comunicación, pero ahora es exuberante también, hasta extremos inimaginables, en las redes sociales.

No niego las dificultades y errores que se suceden en estas, con serios problemas para la limitación del crimen, los abusos que emanan de la posverdad, las noticias falsas, la intrusión de los poderes del Estado profundo de los países poderosos, y la dificultad de reclamar reparación y castigo por los delitos que se cometen en soportes digitales.

Pero eso no es justificación para anular o desfigurar las bases esenciales de la democracia, entre las que se encuentra la prohibición de cualquier tipo de censura previa. Jueces independientes y medios de comunicación libres son tan esenciales para el sistema como los partidos políticos. Me atrevería a decir que aún más.

Los deslices de Trump hacia el autoritarismo no son ni exclusivos ni únicos. Bukele en el Salvador, Orban en Hungría, Meloni en Italia, Petro en Colombia o Milei en Argentina (en este caso coloreado por su exótico anarquismo y el uso de la motosierra) pertenecen a la misma especie. También Sánchez, en contra de lo que sus votantes piensan. Es la especie de quienes creen que el fin justifica lo medios y enarbolan sus propósitos, que califican de beneficiosos para la colectividad, con desprecio a las libertades y derechos de todos.

A ese fenómeno lo bauticé ya hace más de veinte años como el fundamentalismo democrático. La democracia moderna es un régimen que permite y aún ensalza la disidencia, pero también exige diálogo y acuerdos. Cuando sus dirigentes y sus líderes de opinión abandonan el relativismo de sus convicciones para adentrarse en definiciones doctrinarias cada vez más rotundas, o en identidades que dicen defender, esa democracia convertida en ideología pierde sus características propias para arrimar formas de una nueva y sutil esclavitud.

Escribo estas reflexiones en el día en que el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, ha demostrado hasta qué punto asume y desarrolla él mismo las malas artes del trumpismo, y amenaza destruir la democracia española tanto o más que Trump puede hacer con la de los Estados Unidos. Ambos son capaces de decir una cosa y su contraria sin ningún tipo de arrepentimiento.

Son los reyes del relato frente al conocimiento de la realidad y fungen como auténticos ídolos para sus seguidores, al margen de cualquier juicio crítico o ponderativo. Su principal proyecto es su instalación y mantenimiento en el poder, sin reparar en métodos que ellos creen justificados por el fin que persiguen.

Tienen también una gran capacidad de resistencia y la despliegan sin respetar límite alguno. Les importa sobre todo el relato, antes que el propósito de sus programas, y tratan como enemigos a cuantos discrepan de ellos. Por si fuera poco en el caso del español, su esposa, su hermano, sus dos antiguos hombres fuertes en el partido, y su fiscal general están imputados judicialmente por graves delitos que van según los casos desde el tráfico de influencias a la corrupción en los negocios, sobornos y cohechos, y a la revelación de secretos y posible destrucción de pruebas en el caso de la fiscalía.

La Transición fue la reconciliación entre perdedores y ganadores de la guerra civil y alumbró la construcción del periodo democrático más duradero y efectivo de toda la historia de España. Pero al paso que vamos, si no se pone remedio la democracia puede desaparecer a manos de los Trump y los Sánchez de turno: de los nacionalismos lingüísticos, el egoísmo de la partidocracia, la victoria del relato frente a la realidad y el desprecio a las minorías y al interés general de los ciudadanos. Evitémoslo.

Publicado en Clarín el 14 de junio de 2025.

Link https://www.clarin.com/opinion/democracia-totalitarismos_0_We0fBYG9kL.html

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