Desde hace varias décadas se ha incrementado en el universo político y académico el uso del término republicano, tanto en la Argentina como en otros lados. Entre nosotros ese empleo ha calado de manera profunda en estos últimos años -durante los gobiernos kirchneristas- contrastando con el pensamiento populista.
A partir del gobierno de Javier Milei la expresión se ha vuelto más notoria. La libertad republicana y la libertad liberal entran en controversia con la libertad libertaria, que no hace más que reivindicar el dinamismo ciego del mercado y la alienación de toda la sociedad en ese supuesto.
En este cruce, en un tema tan delicado y cargado de pasiones, el autodenominado anarco-libertario, ubica en el centro del debate público un concepto esencial para la vida colectiva e individual: el de libertad. En realidad, hay que referirse a la libertad política, y a las otras libertades, y a los derechos a que dan lugar en un juego político intenso. Necesitamos varios pilares para que funcione la democracia. Los conceptos son las formas como nos representamos la realidad. Cuando hablamos de libertad nos remitimos a regímenes políticos, a los conceptos de democracia, república, liberalismo.
En el extenso recorrido temporal entre dos tradiciones, la democrática y la republicana, se abrió paso a un controvertido diálogo en 2001 entre Norberto Bobbio y Maurizio Viroli, entre un realista político y un autor republicano. La opinión de Bobbio no deja lugar a dudas cuando afirma que en su trayectoria como estudioso de la política nunca se cruzó con el republicanismo ni con la república.
Ésta es una forma ideal de Estado que no existe en ninguna parte, basada en la virtud de los ciudadanos y el amor a la patria. Ningún estado real se rige por la virtud de los ciudadanos, sino por una Constitución, escrita o no.
¿Qué nos está diciendo Bobbio? Que la república como régimen político no existe en sí mismo, porque no hay sociedades virtuosas, ni ciudadanos virtuosos. Bobbio no cree que el principio de la democracia sea la virtud, es decir, un modelo moral. Le interesa el Estado como es, no como debería ser, con “buenas leyes y buenas costumbres”. En línea con esta interpretación, Raymond Aron, otro autor del realismo político, en su tentativa de definir la democracia declara que la esencia de la misma es el “espíritu de compromiso” y no tanto la virtud de Montesquieu.
Las buenas leyes, las buenas costumbres, el espíritu de compromiso podrían ser completados con el concepto de Alain Rouquié sobre la “cultura de la autolimitación” de la propia fuerza tras el propósito de la existencia colectiva. En verdad, se alude a una cultura política democrática que requiere una ética de los límites (13 paros nacionales a la transición de Alfonsín). Descubrimos, además, en nuestra historia político-institucional un marcado déficit de cultura legal, y permanentemente se sacrifica al Estado de derecho para conceder poderes excepcionales al Ejecutivo, en situaciones de emergencia y en situaciones normales, con el fin (supuestamente) de salvar a la de democracia. Desde la reforma de 1994 se ha instituido un régimen constitucional de excepción. En los hechos, en la práctica gubernamental, se favorece -más allá del espíritu de los Constituyentes- una arbitrariedad regulada.
Los tres autores mencionados, por encima de sus diferencias, quizás nos pueden ayudar a pensar por qué la democracia, que es un gobierno de electores sin capacidad de decisión política, es una especie en peligro de extinción. Precisamente, el principio de representación es un aspecto central que indica que el pueblo no puede ser soberano y súbdito, a la vez. La democracia no pudo resolver este problema (prácticamente irresoluble) ni siquiera en su mejor momento con la “democracia de partidos”. La advertencia es la desafección ciudadana (apatía, abstención, voto en blanco). Las recientes elecciones de Rosario (para Convencionales Constituyentes y para las Paso) son elocuentes. ¿Tiene la política todavía consistencia propia?
Además, el modelo representativo ha mutado y parece haber ingresado en una fase de agotamiento, por diferentes motivos, entre otros, por el surgimiento de redes sociales, financieras, tecnológicas, en un tiempo en que imperan las filosofías del antiliberalismo, con el resurgimiento de la extrema derecha.
El espacio público digital, el terreno fértil de Milei, ha dado lugar a la autorrepresentación ciudadana, la política entra a los hogares por internet. La redefinición del espacio público es una manera de pensar nuevamente la política de nuestro tiempo. Milei es la composición de la disrupción de la era digital con los cánones más facciosos de la casta política que dice repudiar, que pretende crear un partido nacional. No alcanza con la legitimidad electoral para evitar un proceso de degradación política e institucional que se acerca a una forma de dominación autocrática. La erosión de la política no une, separa, desorienta y divide a los votantes en bandos políticos diferentes.
Sería más apropiado reflexionar sobre Milei como producto del hartazgo social por el declive argentino de los últimos cuarenta años, lo que plantea una engorrosa tarea para una dirigencia política alternativa favorable a la supervivencia de una democracia renovada, con otro modo de gobernar.
Publicado en Clarín el 22 de abril de 2025.
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