sábado 21 de diciembre de 2024
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La debilidad institucional Argentina en la base del caso de Alberto Fernández

Como afirmaba Marx, los grandes acontecimientos y personajes de la historia mundial se presentan dos veces, la primera vez como tragedia, la segunda vez como farsa. El reciente episodio del expresidente Alberto Fernández puede ser pensado a través de esa clave. Las primeras informaciones conocidas podrían asociarse con lo dramático, para luego adquirir ribetes de comicidad, aunque en esa representación teatral nos encontramos todos los argentinos.

Gran parte de los análisis periodísticos han analizado el caso poniendo el foco de atención en las características personales del expresidente, en sus carencias como líder político, en su incapacidad como gobernante y en su cinismo personal. Ciertamente, todas ellas son atendibles, en especial en formatos políticos presidencialistas en donde el gobierno queda asociado con la figura de aquel que conduce los destinos de un país.

Sin embargo, el problema de esta perspectiva radica en que limita el problema a sola característica, aquella vinculada con la acción de un agente político, y eso invisibiliza otro aspecto clave para entender este tipo situaciones. Concretamente, y a manera de hipótesis, la débil cultura institucional de nuestro país es la que favorece y alienta la emergencia de este tipo de comportamientos políticos.

Confusión entre gobierno y Estado

En el cuento “Nuestro pobre individualismo” (Otras Inquisiciones, 1952) Borges daba cuenta de una raíz cultural de nuestro país al afirmar que “[E]l argentino sólo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar dineros públicos no es un crimen…”.

En la misma dirección, unos de los máximos politólogos nacionales como Guillermo O´Donnell, en un artículo de 1998 (Accountability horizontal) analizaba parte las tradiciones políticas argentinas; allí, con gran preocupación, observaba que en nuestra región existe una confusión entre los aspectos públicos y los privados. En efecto, en el ejercicio del poder nuestros gobernantes no logran separar dos aspectos claves en toda república bien constituida. Por un lado, los asuntos del Estado, entendido como aquella estructura impersonal y permanente del poder cuya finalidad es atender el bien de todos; y, por otro lado, el gobierno, como conjunto de personas que llevaban adelante una misión pública delegada por la población durante un tiempo determinado.

Esta confusión conceptual es la que facilita que un gobernante sienta que una vez electo pueda hacer lo que quiera; de esta manera, las instituciones del Estado se convierten en un mero apéndice de los deseos de los decisores políticos y no en una estructura que debe estar al servicio de toda la población.

Esta base cultural es la razón por la cual las instituciones públicas sean vistas por los gobernantes como espacios que pueden ser ocupados por militantes políticos, familiares, amigos y cualquier otro tipo de diletantes políticos.

En el caso de Alberto Fernández ese procedimiento se llevó a un extremo de la indecencia en el cumplimiento de un servicio hacia la comunidad, ya que varias de las personas nombradas para ocupar funciones públicas solo debían cumplir con el requisito de mostrar una cercanía –afectiva y amorosa- con el mandatario.

De esta manera, el particularismo, la cercanía y la arbitrariedad se transforman en los requisitos excluyentes para la ocupación de los cargos. La meritocracia y la ética en el servicio de la función pública son ajenas en esta concepción.

 

La designación digitada del expresidente

El segundo elemento que debería incorporarse para comprender lo sucedido, se vincula con la baja institucionalidad presente en el origen de la designación del propio Fernández. Efectivamente, su nombramiento como candidato a presidente fue el resultado de una nominación personalísima, directa, no mediada por internas, ni por consultas entre miembros políticos de una fuerza nacional contenidas dentro de estructuras institucionales, las que serían necesarias para sustentar una postulación, más allá de la decisión de un líder. Este comportamiento ya había sido practicado -y fracasado- en ocasión de designar a Amado Boudou como vicepresidente, lo cual, lejos de hablar de una decisión espontánea y circunstancial, se convierte en un método político habitual para la toma de decisiones con repercusiones públicas.

El inconveniente en este tipo de procedimiento, de baja institucionalidad, radica en que el designado siente que su fidelidad es hacia su elector directo y no hacia un cuerpo institucional mayor. En el mejor de los casos –Boudou- se siente responsable solo a una persona, en el peor –Alberto- a su propia incapacidad.

Ciertamente, no hay garantías absolutas que un procedimiento mediado por un marco burocrático-institucional genere siempre resultados positivos, el factor humano, y las capacidades de los agentes sociales siempre estará abierta a que las cosas tomen diferentes rumbos, pero, como lo reconocía el propio Max Weber, las instituciones brindan estabilidad, previsibilidad y angostan los excesos de aquellos que quieren usar los cargos públicos de acuerdo a su caprichosa voluntad.

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