¡Qué poderosa fuerza simbólica la metáfora! Dice sin palabras un universo de significados. La Casa Rosada, el palacio del gobierno, está vacía. Sin movimiento a la vista. Testigo silencioso del cementerio, igualmente simbólico, que ocupa la Plaza.
Las piedras de los muertos por el Covid se apilan en torno a la estatua de Belgrano. Amparadas por un vidrio desde que la Justicia ordenó al Gobierno protegerla de los vándalos, y del mismo Gobierno que inicialmente las cargó en una carretilla e introdujo en la Casa de Gobierno.
Los familiares insistieron y construyeron un nuevo cenotafio, esos monumentos fúnebres, sin que allí estén enterrados aquellos a quienes se llora. Un ritual silencioso ante la falta de las ceremonias del Estado como sucedió en otros países. Fui testigo de la solemne ceremonia con la que en España se evocó a los muertos por el Covid.
Sin discursos políticos, ni rezos. En su lugar se leyó un poema de Octavio Paz, se recordó a un periodista, en la voz trémula de su hermano, una enfermera reclamó mayor cuidado con los que cuidan, sonó la música de Brahms, flores blancas fueron depositadas ante un pebetero con la llama encendida. No era mi país, pero me emocioné ante el ritual compartido. Contrastado con la banalización de nuestro sufrimiento y la ofensa al dolor ajeno.
Desde la fiesta en Olivos a la expresión, “son la derecha” para responder a la curiosidad de la ministra española que desde el balcón indagó sobre el montículo en la plaza. Otros extranjeros, los turistas, rodean la Pirámide de Mayo, atentos a la guía con su megáfono.
En las baldosas, convertidos en nueva atracción turística, los pañuelos blancos, pintados en el piso. La gesta de las madres que increparon al poder para preguntar por sus hijos desaparecidos.
Otra curiosidad turística, el balcón donde cantó Madonna. Para nosotros, burlados habitantes de esta tierra, el Palacio está vacío y los ciudadanos expulsados de la Plaza por los militantes de los bombos, las bombas de estruendo y las consignas.
Como de metáforas se trata, en las elecciones, el poder se vacía para que la ciudadanía con su voto soberano decida quién deberá llenar ese Palacio de Gobierno para que tomen decisiones en nuestro nombre. Siempre y cuando el poder no se identifique con los ocupantes del gobierno. No les pertenece.
Los ciudadanos son los que tienen las llaves para ingresar al Palacio, vacío antes de las elecciones. Los periodistas debiéramos indagar con coraje a los que buscan representarnos, evitar convertirnos en correveidiles o encuestadependientes para que la ciudadanía no sea reducida a ser una convidada de piedra a la que se ofrece el triste espectáculo de ver repetida la escena. Ya no desde la primera fila, sino como fisgones detrás del hueco de la cerradura.
En lugar de amenazarnos con el futuro que no llegó y advertir que la democracia está en peligro si no se respeta la pluralidad, se intenta callar la opinión, domesticar a la Justicia, como ha sucedido hasta ahora, debiéramos aprovechar este tiempo para sustraer del debate electoral la macroeconomía, y poner la mirada y las exigencias en el sistema democrático que da fundamento a las elecciones.
Hacer pedagogía, lo que postergó el adoctrinamiento kirchnerista, para que se entienda que el oficialismo como la oposición deben ser respetadas por la ley democrática. Ambos representan a una sociedad plural, diversa, que tiene derecho a expresarse públicamente. No una comunidad indivisa.
Un sistema que no se agota en las elecciones ni en la alternancia en el poder sino en el respeto a la divergencia y la pluralidad de miradas y opiniones. Saber que la filosofía de los derechos humanos es una concepción liberal, corazón jurídico de nuestra Constitución reformada. La libertad y la igualdad son derechos ciudadanos que van más allá de las reglamentaciones formales. Todos somos ciudadanos, sujetos de derechos.
Los argentinos recuperamos la rutina electoral, los cuarenta años sin golpes de Estado, un logro sobre nuestra historia que debemos conmemorar. Sin embargo, no rehabilitamos la política, asesinada por la dictadura, distorsionada por el autoritarismo que canceló la persuasión, razón de ser de la política.
El pragmatismo ramplón del “es lo que hay” vacía el debate público. Sobreabundan las descalificaciones personales, los insultos y los adjetivos. Los hechos no importan, nos entretienen las fábulas y los chismes.
El decir público, el que se escucha en los medios, circula por las redes, ya sea de los dirigentes o la gente, suena vulgar, altisonante, como si lo único que supiéramos hacer fuera insultar.
Ese desprecio hecho palabras mide nuestro atraso cultural político. La calidad del debate revela la calidad de la democracia. Con la política identificada con la mentira y la impostura, la hipocresía es la que explica la bronca, el enojo con aquellos que debieron garantizar los derechos ciudadanos, y en su lugar se convirtieron en dinastías familiares privilegiadas.
Pero la ira solo trae violencia, no termina con la injusticia. Esa es la responsabilidad que debemos poner sobre los hombros de todos aquellos que dentro de un mes decidirán sobre nuestras vidas.
Entonces, sabremos si la Plaza de Mayo se llenará de protestas o cantos de alegría porque aprendimos que la democracia no se decreta, es un proceso que demanda paciencia y ciudadanos responsables que no se asocian a la ira ni al odio.
Publicado en Clarín el 21 de septiembre de 2023.