En los últimos meses, la Argentina está entrando en una nueva fase emocional. Javier Milei ganó las elecciones más por el enojo del electorado que por sus propuestas de antiestatismo extremo.
Desde el triunfalismo exultante del ballotage agita una nueva grieta. Y luego de la derrota del proyecto de “Ley ómnibus” en la Cámara de Diputados, señaló con furia a los “extorsionadores”, “delincuentes”, y “rapiñadores” que no estuvieron de acuerdo con algunos incisos de los más de trescientos artículos que tenía finalmente el proyecto.
¿Estamos ante un verdadero cambio profundo y cualitativo de la Argentina, o sólo bajo los efectos de una tormenta emocional? En otras palabras, el triunfo de Milei ¿es una consecuencia o es una causa de la (eventual) derechización de una parte de la sociedad argentina?
La pregunta no es trivial, porque puede ocurrir que muchos ciudadanos se identifiquen con un partido o con un candidato no por sus posiciones políticas sino, por ejemplo, porque están enojados, para recién luego aceptar las opiniones de ese partido o ese candidato.
Si este fuera el caso, no estaríamos ante una panderecha ideológica del 56% del país, sino ante un fenómeno basado en otras razones, y probablemente mucho más volátil.
Siempre vale la pena recordar que la política argentina no ha estado organizada sobre la base de posicionamientos ideológicos (derecha e izquierda) sino de identidades (básicamente, peronistas y no peronistas) cuyas diferencias ideológicas reales (por ejemplo, respecto del rol del Estado, la redistribución o la asistencia social) no han sido demasiado grandes.
Por lo tanto, es probable que lo más distintivo del apoyo a Milei sea más la búsqueda de un liderazgo nuevo, de una gestión diferente, o de una alternativa frente al hartazgo, que un completo realineamiento con los ideales libertarios.
Ya en 2015 varios intelectuales se apresuraron a diagnosticar un “giro a la derecha”. Con el triunfo de Milei ese dictamen está siendo recalculado, pero quizás también ahora haya que examinar todavía con más detenimiento lo que está ocurriendo.
Así como el kirchnerismo no fue tanto un giro a la izquierda como un giro a unas emociones con perfume mercadointernista, quizás ahora hay un nuevo giro de la misma tuerca de las emociones, pero con notas de libre mercado para todos y todas.
Lo más novedoso, entonces, es la emocionalidad que inunda a una parte importante de la dirigencia no kirchnerista. El propio Milei es una víctima permanente de sus propias emociones, y esa inestabilidad está contagiando a muchos.
El PRO, por caso, nunca había sido de una derecha extrema. Aunque superficial en su visión del mundo, jamás había tenido posiciones públicas de reivindicación de la dictadura ni había condenado la justicia social.
Al contrario, en su momento utilizó ampliamente al Estado para la redistribución y la asistencia. Pero este partido, que se jactaba de su sentido común, estaría decidiendo un acuerdo con Milei, al menos para fusionar sus bancadas legislativas.
¿Se está sacando la careta ideológica o se está subiendo a la ola de las emociones? La disyuntiva en la que se encuentra trae nuevamente la pregunta de qué cosa es el PRO. Si es solo antikirchnerismo (más empresarial con Macri, más emocional con Bullrich), quizás ahora crea que Milei es hoy el núcleo de la fuerza de gravedad antikirchnerista, y con eso le basta para zambullirse de lleno y sin atenuantes en ese limitado horizonte.
Habiendo fracasado en la gestión, que era su mascarón de proa, el PRO se recostaría ahora en las emociones como base y disparador de apoyo político. Así, la idea de “el cambio” se repite como un mantra, es todo o es nada, no hay matices ni explicaciones.
Las consecuencias de la pirueta político-pasional que implicaría este acuerdo no son positivas para la construcción de una democracia madura. JxC, que era una coalición racional, moderada y centrista, ahora se divide al mejor estilo binario entre los “argentinos de bien que quieren un cambio” y la “casta corrupta que sostiene el statu quo”.
De hecho, ya se alzan algunas voces, hasta hace poco impensadas, que argumentan que los buenos fines que vendrían con “el cambio” justificarían la omisión de los medios democráticos y legales.
El PRO, que nació y creció como la antítesis del populismo, busca la simbiosis con un gobierno que es tan polarizador (y por lo tanto, tan populista) como los gobiernos kirchneristas.
¿Dónde están las convicciones de moderación y republicanismo de Macri y Bullrich? ¿Las tuvieron alguna vez? Además de haber hundido a la coalición, que era el instrumento político, ahora fogonean la división de sus bases, del electorado republicano de centro que se oponía al kirchnerismo pero no emocionalmente ni, por lo tanto, a cualquier precio. Cuando los moderados abdican, y sus intelectuales los justifican, aumentan sin remedio la pérdida de confianza en la democracia y la erosión de sus instituciones.
En cambio, la discusión racional, el fortalecimiento de la democracia y la posibilidad de lograr alguna política de Estado son posibles sobre la base de intereses y preferencias de políticas públicas, pero no de emociones y confrontaciones viscerales.
Todavía es difícil saber qué nos está pasando, y mucho más es avizorar qué nos pasará. La verdadera luz al final del túnel de la democracia es que todavía quede alguna dirigencia política capaz de levantar, aunque sea un poquito, la mirada.
Publicado en Clarín el 27 de febrero de 2024.
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