Presentación de Pablo Gerchunoff al ser incorporado a la Academia Nacional de la Historia.
Las preguntas que quiero formularme aquí son las siguientes: ¿puede explicarse el 6 de septiembre de 1930 sin poner un foco sobre el desgaste y la descomposición del yrigoyenismo como ingrediente necesario si se quiere explicar la conspiración triunfante?; ¿no fue esta descomposición el resultado de una larga crisis de ese personalismo de raíz popular y democrática nacido en 1903 bajo el liderazgo de Yrigoyen? Y me hago estas dos preguntas porque la mayor parte de la historiografía –no toda- se ha concentrado casi exclusivamente en la otra cara de la moneda, en la génesis de la idea revolucionaria, en sus conflictos políticos e ideológicos y en su insólito triunfo final. Para llegar al 6 de septiembre “por el otro camino”, el del desgaste y el derrumbe del yrigoyenismo, voy a partir de su contracara: el impresionante triunfo del caudillo radical el primero de abril de 1928, un triunfo que representó la primera encarnación de la democracia de masas en Argentina, y digo democracia de masas por el gran salto en la movilización electoral masculina, con el aumento en los empadronados, pero mucho más importante en la participación electoral, que superó el 80%. Parecía una aurora y no un crepúsculo. Y esa movilización se entendía, entre otras cosas, por el recuerdo de la notable bonanza experimentada por las clases populares entre el final de la semana trágica y el final del gobierno de Yrigoyen, una bonanza que se mantuvo y hasta se consolidó en tiempos de Alvear, ensanchando, quizás a pesar del propio Alvear, la ruta de regreso del jefe al poder.
¿Qué ocurrió en 29 meses para que el aluvión cívico terminara evaporándose? Hubo una primera pista de esa vuelta de campana histórica en la reacción resentida de los derrotados de abril, ilustrada por Marcela Ferrari cuando nos cuenta del ausentismo opositor en los colegios electorales, y hubo otra pista en los periódicos y revistas que tan temprano como en febrero de 1928, cuando Yrigoyen ni siquiera era todavía candidato, informaban de una dudosa revolución preventiva encabezada por Agustín P. Justo para evitar una nueva presidencia de Yrigoyen. Pero son solo pistas. No alcanzan para explicar el sombrío final, aunque sí para pintarnos un paisaje, el del rechazo visceral del anti-yrigoyenismo estupefacto ante el regreso de ese caudillo que ya les había resultado bastante insoportable durante su primer mandato. Ese estado de ánimo fue un caldo de cultivo para lo que vino, pero lo que vino fue una revolución improvisada, con el comando dividido y casi sin soldados, con poco más que los cadetes del Colegio Militar sostenidos por el entusiasmo del pueblo de la Capital Federal, y con los partidos políticos opositores desorientados y desinformados respecto a los planes secretos de los uniformados. El 17 de septiembre de 1935 en la Cámara de Senadores, Lisandro de la Torre, probablemente el único verdadero amigo de Uriburu en el mapa político, transmitió una confesión del jefe revolucionario, ya por entonces fallecido: al constatar Uriburu al mediodía del 6 de septiembre en el Colegio Militar que no tenía apoyos del acantonamiento de Campo de Mayo, dijo: “Estaba perdido. Debía elegir entre ser fusilado allí o en la Plaza de Mayo, y opté por lo segundo”. Sucedió entonces que al elegir el segundo suicidio, Uriburu terminó sorprendido por la victoria.
Para explicar entonces el 6 de septiembre hay que combinar el levantamiento militar con otros dos factores: uno proviene de las sorpresas que da la historia, esto es, de lo contingente; el otro factor es la fractura de la red de lealtades internas del radicalismo. Veremos que ambos factores están conectados, pero comencemos por lo primero. Lo contingente fue la Gran Depresión, cuyas primeras señales para la Argentina coinciden con el octubre de 1928 en el que Yrigoyen volvió a la presidencia. La coincidencia temporal es central para nuestra explicación, porque significó un choque inesperado entre las aspiraciones colectivas activadas por la victoria, y una repentina realidad que le ponía límites a esas aspiraciones. Dos reportajes de la revista Caras y Caretas al ex presidente Alvear son significativos en ese sentido. El primero es del 13 de octubre de 1928, al día siguiente de dejar el despacho. El periodista le preguntó: “Pero entre lo realizado por usted, ¿qué le satisface más como gobernante?”. Alvear contestó: “Le diré, para no dejarlo sin respuesta, que en primer término me ha interesado la normalización de nuestras finanzas… la consolidación del crédito, la valorización de la moneda, el equilibrio de presupuesto y la parquedad de los gastos públicos”. Cerremos las comillas y agreguemos nosotros: el camino de espinas que transitaría Yrigoyen iban a ser el reverso de las virtudes que se atribuía Alvear.
Dije dos reportajes a Alvear. El 31 de mayo de 1930, con mucha agua corrida bajo el puente y el gobierno de Yrigoyen jaqueado por la tormenta económica, el deterioro político y el complot militar, Alvear contestó en el Hotel Ritz de Madrid el segundo reportaje. Se trató en este caso de un Alvear potente y agresivo como nunca lo había sido con Yrigoyen. Dijo Alvear: “No señor, no anda todo muy bien. Hay en la atmósfera argentina un descontento evidente. Es el inconveniente de las ilusiones excesivas”. El periodista repreguntó: “¿Qué dificultades cree que encuentra en su camino el gobierno personalista?”. Y entonces Alvear contestó: “…lo indudable es que se encuentra gastado. Y esto es un caso único, o cuanto menos bastante extraño en la historia gubernamental. Porque lo lógico es que un gobierno llegue al desgaste a través de sucesivas obras, de continuadas iniciativas y realizaciones… He ahí un desgaste lógico a todo gobierno de acción. Lo extraño y lo lamentable es el caso de este gobierno personalista, que a los dos años… se ha gastado por no hacer nada”.
Las palabras de Alvear, que ocultaban injusta y deliberadamente a la crisis mundial como una de las explicaciones del “gobierno gastado”, fueron dichas poco después de las elecciones intermedias del 2 de marzo de 1930, esas elecciones que en los días previos habían renovado la esperanza antipersonalista después del golpe brutal sufrido en abril de 1928. Los resultados, sin embargo, no fueron nítidos. La UCR obtuvo el 43,2% de los votos, que no era el plebiscito pero alcanzaba para mantenerla como primera minoría. Lo que sí resultó inquietante para el partido, abrió las grietas internas y las expuso a la vista de todos, fueron los votos perdidos, que se explicaban por los humores electorales de la Capital Federal, la Provincia de Buenos Aires y la Provincia de Santa Fe, compensados parcialmente en muchos distritos pequeños en los cuales el yrigoyenismo mantuvo intacta su fuerza electoral, o aún la incrementó. ¿Qué ocurrió entonces con las bancas? Yrigoyen recibió de regalo el beneficio inesperado de la lista incompleta que en 1912 había negociado con Indalecio Gómez. Eso fue exactamente lo que capitalizó el radicalismo en marzo de 1930: perdió votos pero ganó bancas en la Cámara de Diputados, donde pasó de 89 a 100 escaños.
¿Cuáles fueron los efectos políticos de estos resultados?; ¿había que concluir que Yrigoyen era imbatible electoralmente, cuando perdiendo votos de todas maneras ganaba representación?; ¿o había que concluir que el radicalismo, con su líder anciano, comenzaba a descender la ladera del poder? A favor de lo primero influía la opinión de los expertos económicos, que en el mundo y en la Argentina pronosticaban, equivocadamente, que la crisis sería breve y que para 1931 ya estaría superada. Con ese pronóstico, no quedaba para la oposición frustrada y angustiada otro camino que la revolución si es que quería liberarse de lo que, convencidamente, veía como una reedición de la tiranía rosista. A favor de lo segundo, de la idea del declive yrigoyenista, se puede citar el testimonio de Carlos Sánchez Viamonte, que entre marzo y abril escribió un apresurado e interesante libro, El último caudillo. Eso creía Sánchez Viamonte, que Yrigoyen iba a ser el último caudillo y que su llama se estaba apagando. Repasemos sus reflexiones: Yrigoyen había combinado la herencia psíquica del suburbio rosista con la presión modeladora de aquel otro suburbio que acogía al inmigrante, una rareza que por su intersección geográfico-social explicaba la magnitud del plebiscito de 1928. Pero ahora, ese fenómeno se desvanecía, aseguraba Sánchez Viamonte
Para ese marzo de 1930 José Félix Uriburu ya estaba conspirando, mientras los partidos opositores celebraban sus buenos desempeños. Esos partidos iban a ser protagonista de una nueva historia que se inauguraría después del 5 de abril de 1931, con Agustín P. Justo en el centro de la escena. Sin embargo, ya lo hemos dicho: la pregunta principal de este trabajo es qué estaba ocurriendo con el yrigoyenismo en medio de la crisis. Para responderla hay que partir de un dato del que mucho se ha escrito: la edad de Yrigoyen, pero examinado aquí ese dato de un modo distinto al habitual. Sabemos que el jefe radical comenzó su segundo mandato a los 76 años y que el 6 de septiembre lo encontró con 78 años cumplidos. Pongamos ese dato en perspectiva histórica nacional: ningún presidente argentino, desde la consolidación de la república unificada, había asumido el poder tan anciano; solo tres de catorce –Mitre, Luis Saenz Peña y José Evaristo Uriburu- estaban vivos a la edad en que Yrigoyen fue desalojado del poder. Su gabinete era largamente más joven que él. Se extendía la convicción de que Yrigoyen estaba en un proceso de acelerada declinación física y mental, una declinación que le impedía gobernar. Así se decía a viva voz entre opositores, militares, periodistas, ensayistas, embajadores, y se murmuraba entre oficialistas, que es lo que queremos subrayar.
Permítanme, a propósito de la edad, una visión alternativa a la declinación física y mental. Había, más allá de los rumores cotidianos sobre la salud presidencial, un problema político de fondo. La UCR no tenía resuelto el problema de la sucesión, el gigantesco problema de la sucesión. La palabra sucesión es clave. Porque la cuestión era: ¿qué ocurriría si Yrigoyen moría antes de octubre de 1934, esto es, antes de terminar su mandato? Hacerse esa pregunta significaba ingresar en una realidad vertiginosa, porque obligaba al círculo más poderoso del partido, a aquellos que estaban obligados a pensar el futuro, a anticiparse y colocar esa pregunta en el presente. Yrigoyen podía morir mañana, o quedar inválido mañana, aunque estuviera sano hoy, aunque pudiera gobernar hoy. ¿Por qué otra razón Elpidio González había impulsado en agosto de 1928, después de la muerte de Francisco Beiró, la candidatura vicepresidencial de su protegido político Enrique Martínez, el cordobés de apenas cuarenta años que había destronado a Julio Argentino Roca (hijo)?
La sucesión era el conflicto diario y oculto por heredar el poder de un muerto que todavía no había muerto. Era conflicto y era malestar, pero quiero enfatizar que pensar la sucesión, y aún pelear por ella, era también responsabilidad política. ¿Por qué digo esto? Resolver el problema de la sucesión y exhibir esa solución públicamente podía proveer un fruto inmenso: neutralizar a los revolucionarios, convertirse en una solución radical a la crisis del radicalismo y de la nación. Dije malestar. El malestar se hizo público en mayo de 1930, cuando Lauro Lagos, un miembro del cuadro de honor del partido en la Capital Federal, manifestó su “definitiva disidencia” con Yrigoyen y dijo estar dispuesto a dar batalla por un cambio político dentro del partido. En junio se atrevió también el platense Raúl Oyhanarte, negando su voto para rechazar el diploma del diputado conservador Daniel Videla Dorna. Anatema. Y hubo más. Entre julio y agosto, el bloque parlamentario oficialista eligió presidente a Andrés Ferreyra, el candidato de Yrigoyen, por apenas 41 votos contra 32 de Eduardo Giuffra, resultado más parecido a una derrota que a una victoria del jefe. Había una revolución que se desentumecía dificultosamente en los cuarteles y comenzaba a vibrar en las calles, y había una batalla sorda dentro del yrigoyenismo que se activaba con los movimientos sigilosos de los revolucionarios, con los tropiezos del gobierno y con cada manifestación de una salud quebrantada en el habitante de la calle Brasil.
¿Quién se iba a quedar con el trono?; ¿se podía pensar en un enemigo externo al propio radicalismo cuando esa, la pregunta por la sucesión, era la pregunta crucial? En 1932, repasando los hechos del día más dramático, Horacio Oyhanarte, que había sido ministro de Relaciones Exteriores de Yrigoyen, escribió en Montevideo un documento con una mención marginal pero catártica: King Lear. La alusión a la obra de Shakespeare recrea un clima: el de la locura en el palacio. Con el paso del tiempo, cuando otros protagonistas de la historia revisaron el pasado y dieron a conocer sus versiones de lo acontecido, a uno de ellos, quizás al que menos apetito había sentido por el poder, el escribano y ex ministro de Hacienda de la Provincia de Buenos Aires Francisco Ratto, le fue formulada una pregunta: “A su criterio, ¿cuál sería el motivo de la falta de acción de [Elpidio] González el día 6 de septiembre?… y Ratto contestó: “Se iban a tomar la herencia que dejaba Yrigoyen. Es el caso de los hijos de un viejo valetudinario que está en mal estado de salud y los hijos ofuscados por el interés”.
Sí, otra vez, King Lear. Pero había una semejanza y una diferencia entre Oyhanarte y Ratto. La semejanza es que los dos encontraban traidores que podían ser señalados sin ahondar demasiado en una trama más compleja sobre las causas de la crisis radical. Para ambos había un problema más moral que político. Las diferencias eran de personalidad y de actitud. A Ratto se lo ha sindicado como el hombre que acercó a Yrigoyen y a Alvear después del 5 de abril, un temperamento moderado y conciliador. Oyhanarte fue un hombre de pasiones desbordadas, y a la vez, rara avis de la política. En el texto de 1932, redactado con su particular estilo, se lee: “Yo no soy un profesional de la política, que me gusta más en los libros, en los arabescos de la inteligencia y de la intuición, que en el brutal ajetreo de los apetitos, de sus impudicias, de sus concupiscencias”. (Así escribía el amigo de Borges). Esa descripción fue probablemente sincera, pero a la vez autocomplaciente para alguien que, como él, también aspiraba a la sucesión. El texto le sirvió para colocar el mal en los “profesionales de la política” ¿Y quién era él? Se pintaba a sí mismo como Cordelia en King Lear, el hombre noble que a última hora de la tarde del 6 de septiembre arrancó a un Hipólito Yrigoyen afiebrado de su casa, le echó sobre los hombros su propio sobretodo y lo trasladó en su propio automóvil a la Ciudad de La Plata. Allí fue testigo del final patético, de la renuncia y la prisión del caudillo.
¿Quiénes eran los culpables del descalabro, para Oyhanarte? La respuesta era: “el triunvirato”, formado por Elpidio González –que reteniendo la cartera de Interior había sumado, ya veremos por qué, la de Guerra-, el ministro de Justicia e Instrucción Pública Juan de la Campa, y el secretario del Comité Nacional de la UCR, Silvio Bonardi. Durante la tarde del viernes 5 de septiembre, apenas 24 horas antes de que Uriburu arribara a la Casa Rosada, “el trío” se había puesto de acuerdo con el propio Oyhanarte para convencer a Yrigoyen de que firmara la declaración del estado de sitio. A los pocos minutos, según Oyhanarte, “el triunvirato había aumentado sus pretensiones”: ya no se trataba solo de que el presidente firmara el estado de sitio sino también de que, dado su estado de salud, delegara el mando en el vicepresidente. Y sabemos que lo lograron.
¿Se había resuelto, entonces, mal que le pesara a Oyhanarte, el problema de la sucesión a favor de tres “traidores”? El solo hecho de que veinticuatro horas después Yrigoyen ya no estaba en su dormitorio de la calle Brasil sino prisionero en el Regimiento 7 de La Plata mientras Uriburu se instalaba en la Casa Rosada, contesta la pregunta. El triunvirato había fracasado, pero digamos que no solo el triunvirato. En su propia versión de King Lear, Ratto sostuvo que la “herencia política se la disputaban todos los presuntos herederos, entre los cuales…había dos hombres por los cuales Yrigoyen sentía verdadera debilidad: González y Oyhanarte: dos hombres, dos tendencias en marcha hacia el apoderamiento de la apetecida sucesión. Pero en estos intentos el que más avanzó fue Elpidio González”. Las palabras de Ratto tienen espesura dramática: iba a convertirse en traidor, no importa quien fuera, aquel que tuviera éxito en imponerse en la pugna interna. En sus respuestas a la revista Ahora, al cumplirse el décimo aniversario de la revolución, el ex ministro de Guerra Luis Dellepiane y Atilio Larco coincidieron. Luis Dellepiane dijo que el plan de “la camarilla” que había cercado a Yrigoyen era repartirse los roles: Enrique Martínez a la presidencia hasta la finalización del mandato, González a la presidencia del Comité Nacional y a la candidatura presidencial de 1934, de la Campa probablemente a la cartera de Interior. En cuanto a Larco, construyó una historia poco menos que fantástica en la cual caben destacar dos ingredientes: el primero, el instinto político de González. El otro, un aporte a la conceptualización clásica de las pequeñas historias de palacio: el papel de los médicos y la influencia sobre Yrigoyen de la señorita Isabelita Menéndez, su secretaria privada. A Larco lo impresionaba la tropa que había reunido González: nombre por nombre, todos sumados, la estructura del Estado Yrigoyenista. A todo esto, Oyhanarte no era inocente: según Larco, aspiraba a instalar una dictadura radical con Yrigoyen como fachada. Quizás la especulación de Larco fuera excesiva para la arquitectura mental de Oyhanarte.
Se impuso entonces, inútilmente, el núcleo más consistente de la política radical. ¿Hablaron los protagonistas centrales en algún momento sobre los hechos, más allá del texto de Oyhanarte? Esa es una pregunta importante porque al alejar el foco de la coyuntura resultaba inverosímil calificar de traidor a una figura como Elpidio González ¿Cómo se podía dudar de su lealtad al jefe político? En verdad, González solo habló a través de un documento escueto y solo descriptivo de los hechos del día trágico. En ese escrito, no intentó defenderse de ninguna acusación ni acusar a nadie. No examinó las razones por las que, en ejercicio de la cartera de Guerra desde la renuncia de Dellepiane el 2 de septiembre, subestimó entre sus allegados los peligros de una sublevación, ni respondió a una de las obsesiones de Yrigoyen hasta su muerte: ¿por qué no se defendió el Arsenal de Guerra habiendo oficiales con fuerza suficiente como para hacerlo? Después, ya nunca más habló. De la Campa no habló hasta su suicidio, el 19 de septiembre de 1931.
Quien expuso sus argumentos en un extenso manifiesto publicado con su firma el 18 de marzo de 1932, fue Enrique Martínez, el efímero presidente de unas horas. Martínez era un hombre frágil que se había visto sometido a una metralla de críticas. Era el sirviente del traidor o el traidor mismo. Fue él, sin embargo, el único que instaló su reflexión más allá de la coyuntura, elevándose por encima de una historia de leales y traidores, quiero decir, apartándose, claro que por conveniencia, de la fábula moral. Para Martínez los problemas venían de lejos y el origen estaba en el propio Yrigoyen, quizás –aunque Martínez no lo dijo- en su propia decisión de postularse en abril de 1928 a la presidencia. Un absurdo, quiero decir. Mientras Yrigoyen conservara un hilo de vida no podía haber otro presidente sin que eso desembocara en una endemoniada crisis interna.
Pero Martínez puso las cartas sobre la mesa: “Acepto la responsabilidad que me corresponde en los hechos de que fui actor, pero es tiempo ya que diga en forma pública las disidencias que mantuve con actos del gobierno depuesto por la revolución, y que nunca exterioricé públicamente en homenaje al respeto y solidaridad que me inspiraba mi compañero de fórmula” Escribió Martínez en su manifiesto que él no podía aceptar la presidencia “como el fruto de una estrategia política”. ¿pero qué otra cosa que el fruto de una estrategia política había sido lo ocurrido en la tarde del 5 de septiembre, cuando “el trío” doblegó a Oyhanarte y persuadió a Yrigoyen de que firmara el estado de sitio y la delegación del mando? Ese desliz podía perdonarse, pero lo que no podía perdonarse tras la lectura del documento era la ingenuidad, y no solo de Martínez. La administración de las cosas del gobierno quizás podía ser delegada, pero el liderazgo magnético de Yrigoyen no podía ser delegado, ni en Elpidio González, ni en Horacio Oyhanarte, ni en Enrique Martínez, ni en Diego Molinari ni en nadie. Más allá de la premura y la improvisación con que Martínez esbozó su proyecto imposible, el problema irresoluble era que el partido personalista se quedaba sin persona.
Sin embargo, es interesante observar lo que Martínez intentó en sus quince horas como presidente, porque revela las razones del descontento profundo que Lauro Lagos y Raúl Oyhanarte ya habían expresado en mayo y junio de ese 1930. Martínez fue un Lagos, pero para muchos de sus correligionarios, menos honorable. Lo primero que pudo mostrar el vicepresidente en ejercicio fue el hecho mismo -del que no podía vanagloriarse en público- de desplazar a Yrigoyen momentáneamente, pero sin un plazo fijo. Lo segundo fue el establecimiento del estado de sitio por treinta días en la Capital Federal, preocupado como estaba por las noticias de que se avecinaba una manifestación que llegaría hasta la Casa Rosada para reclamar la renuncia de Yrigoyen. Tranquilidad con Yrigoyen fuera del poder; serenidad impuesta por el estado de sitio. Es imposible saber qué impacto tuvo la delegación del poder en la opinión pública, aunque sí sabemos que fue recibida por los dirigentes políticos opositores con una indignación nada disimulada: tal como se la presentaba, se trataba de una maniobra dilatoria, cuando lo que esos partidos pedían era la renuncia del presidente y la asunción del titular provisional del Senado, el antipersonalista entrerriano Luis Lorenzo Etchevehere. En cuanto al estado de sitio tuvo el impacto contrario al deseado por dos razones: la ineficacia de la policía de Graneros y el hecho de que gran parte de la sociedad porteña, sobre todo los jóvenes y especialmente los jóvenes universitarios, tomaron el decreto como un desafío y, naturalmente, respondieron desafiantes.
La tercera medida fue el intento de un cambio de gabinete. Martínez no aspiraba apenas a tranquilizar y a serenar los espíritus, sino sobre todo a mostrar que las políticas gubernamentales iban a ser distintas, que habría una disposición al diálogo, inédita para una fuerza cuya motivación de fondo era revolucionaria y por lo tanto intransigente. Con una anécdota quedó patente que el liderazgo y la autoridad política no se transfieren. En la noche del 5, los ministros se enteraron en la Casa Rosada, por boca del propio Martínez, de su proyecto de renovación. Solo dos presentaron sus renuncias. Martínez alcanzó a ofrecer carteras, pero solo Honorio Pueyrredón estuvo dispuesto a asumir. Fue entonces que Horacio Oyhanarte se opuso argumentando que previamente había que consultar a Yrigoyen. ¿Consultar a Yrigoyen? Se ha dicho que cuando Pueyrredón escuchó eso se dirigió a Martínez y le dijo: “Pero doctor, entonces usted no es presidente…”. Podemos llamar a este episodio, “la vendetta de Horacio”. Las tendencias profundas de décadas no podían cambiar en un instante. Aun así, Martínez firmó un decreto suspendiendo las elecciones previstas para el domingo 7 en Mendoza y San Juan, las provincias repetidamente intervenidas por el yrigoyenismo, un gesto hacia los Lencinas y hacia los Cantoni. Esa hubiera sido una iniciativa de la mayor importancia si la hubiera tomado Yrigoyen, tendiéndoles la mano a sus adversarios, pero la tomó Martínez, y los sucesos del 6 terminaron disolviéndola en la intrascendencia y en el olvido.
Recordemos que el documento de Martínez al que estamos haciendo referencia es de marzo de 1932, con los ecos del triunfo radical del 5 de abril de 1931 en la Provincia de Buenos Aires y en el contexto de la reorganización partidaria que incluía el regreso al partido de muchos anti-personalistas. Martínez podía escribir en ese momento cosas que no se hubiera atrevido ni siquiera a sugerir tangencialmente en septiembre de 1930. Por ejemplo, que la revolución no había sido una simple sublevación militar sino también un movimiento popular, al menos un movimiento popular porteño. Eso nos lleva a un punto nodal: Martínez se negó durante todo el día 6 a reprimir a los cadetes del Colegio Militar, y eso fue en línea con la actitud evitativa de movilización de tropas leales por parte de Elpidio González, ya a cargo del ministerio de Guerra. Pareció una comedia, más que una tragedia. Martínez decía a aquellos interlocutores que le reclamaban la defensa del gobierno, que le había dado instrucciones a González en ese sentido; González decía que no las había recibido. Así, hora tras hora, hasta que Martínez –escrito por él y corroborado por múltiples testigos- dijo la frase clásica argentina y también universal, la frase de quien está persuadido de la derrota en un sentido profundo, más allá del plano militar: “Quiero evitar el derramamiento de sangre”. Martínez tuvo en esas horas la convicción de que la marcha sobre la Casa Rosada podía ser neutralizada, pero no solamente al costo de la sangre de los cadetes sino también de la muchedumbre que los vitoreaba. ¿Tenía sentido, si lo que se buscaba era ese viraje conciliador que estaba en su imaginación y sobre todo en la de Elpidio González pero que nunca había estado en la imaginación de Yrigoyen?
Al mediodía del 6 de septiembre, mientras un escéptico Uriburu se atrevía a ponerse en marcha desde el Colegio Militar, llegó a la Casa Rosada el coronel Guillermo Valotta, director de la Escuela Superior de Guerra, y según él mismo le escribió a sus camaradas en abril de 1933, encontró al vicepresidente acompañado por figuras políticas y militares. El vicepresidente le preguntó, precisamente, por la situación militar, y Valotta, crítico pero a la vez leal, contestó con palabras que pretendían demostrar que no se estaba frente a una crisis coyuntural y que no se trataba solo de la presunta incapacidad de Yrigoyen: “…para conocer el estado espiritual del cuerpo de oficiales del Ejército y el sentimiento popular es necesario hacer historia retrospectiva…” e inmediatamente subrayó que había sido un error nombrar en el ministerio de Guerra a Dellepiane, el gran enemigo de Agustín P. Justo, y agregó que el gobierno no había respetado la Constitución y las leyes, que la única solución era la renuncia de Yrigoyen y el alejamiento de su “entourage”… y que todo eso se lo había dicho a Martínez hacía ya meses en su despacho del Senado de la Nación. Atención a este punto: Hace….Ya….Meses. Los problemas radicales venían de lejos.
Martínez, entonces, no tomaría una decisión que implicara derramamiento de sangre. González se mantendría en su ambigüedad porque era el inspirador de lo que voy a llamar arrojadamente una salida legal sin Yrigoyen, esto es, sin su jefe, al que admiraba y quería, pero al que era necesario apartar, porque lo que había que apartar era la intransigencia y lo que debía sacrificarse era el personalismo si es que se aspiraba a sostener la ley Saenz Peña y, a la vez, el predominio político radical. En este aspecto, González no es exactamente un personaje de King Lear sino más bien el Bruto de Julio César, la ejemplificación del conflicto entre el amor filial y el patriotismo. Así pues, veamos el panorama completo. La revolución de Uriburu carecía de la solidez y del apoyo militar suficiente para ser calificada como revolución, pero el gobierno no se iba a defender, y por lo tanto carecía de la solidez y la coherencia suficientes para ser calificado como gobierno. Entre esa “no revolución” y ese “no gobierno”, avanzaron los cadetes, algunos pocos soldados y un pueblo capitalino entusiasta.
De todas maneras, el documento de Martínez despertó la ira del ex ministro de Obras Públicas, José Benjamín Ábalos, y al mismo tiempo sugiere una pregunta. La ira de Ábalos se tradujo en una réplica casi inmediata. Esa réplica se concentró en la conducta del vicepresidente en ejercicio durante las horas aciagas: vacilaciones, inestabilidad emocional, acceso de llantos, desorientación, falsedades cronológicas, amenazas de suicidio, síntomas del palacio shakesperiano en lo peor de su crisis. El registro de Ábalos se puede ilustrar en un párrafo: “Usted, doctor Martínez, no dejó abandonada la Casa de Gobierno [antes de que llegara el general Uriburu], porque yo se lo impedí…. Usted lanzó una exclamación histeriforme, abrió los brazos en cruz y me dijo… ¡Máteme, máteme, me han traicionado!”. “Me han traicionado” es la frase con la que Martínez ingresó a la posteridad radical. ¿Quién lo había traicionado? No hay una respuesta a esa pregunta. Hay una acusación.
Pero la condena a Martínez saltea sus reflexiones interesantes, no aceptan el convite a meditar cuán profunda era la herida en el cuerpo yrigoyenista. ¿Podía ese cuerpo salvarse? Vimos que el documento del vicepresidente despertó la ira de Ábalos, pero que también sugirió otra pregunta que fue muy popular a la hora de revisar el sorpresivo éxito de la revolución. Nos referimos a “la pregunta militar” ¿Acaso una conducción competente y previsora, combinada con una oportuna purga de conspiradores uniformados y de políticos corruptos, habría salvado al gobierno? Muchos oficiales fieles a Yrigoyen lo creyeron así, y lo dijeron y lo repitieron con el lenguaje escueto y solemne de quienes habían estado dispuestos a dar batalla en los momentos decisivos. En cierto modo, esos oficiales fueron la contracara simétrica de Uriburu. Hubieran querido más soldados y menos políticos, pero soldados para una causa que reputaban noble. Era la milicia yrigoyenista desconfiando de los políticos y los burócratas.
En efecto, no fueron pocos los soldados yrigoyenistas dispuestos a pelear. Pero también fueron muchos los que esperaron en sus cuarteles, sin sumarse a Uriburu pero sin movilizarse para detenerlo. ¿Podría haber sido todo distinto si en la célebre reunión del 28 de agosto en Casa Rosada, Hipólito Yrigoyen se hubiera inclinado a favor de los ruegos mezclados con furia de Dellepiane, convencido el hasta entonces ministro de Guerra de que había que detener a los militares conspiradores, de los cuales decía tener los nombres? Fue la conversación entre un presidente anciano y comprensiblemente megalómano y un jefe militar no mucho menos megalómano que se sentía prestigiado eternamente por su rol en las jornadas de la semana trágica. En verdad, era muy difícil, si no imposible, que Yrigoyen se inclinara ante los argumentos de su interlocutor. En primer lugar, porque, con poca sutileza, Dellepiane quería convencer al caudillo de que estaba perdiendo popularidad, de que había una sociedad descontenta, de que quienes en ocasiones lo vivaban desde la orilla nordeste de la Casa Rosada eran empleados públicos obligados a concurrir. Demasiado para Yrigoyen. Pero, en segundo lugar, porque Dellepiane no solo pedía acción en el plano militar sino también en el plano político: el presidente tenía que desplazar a los miembros de “la camarilla” que lo rodeaba, algunos de los cuales escuchaban asombrados la conversación. Quizás Dellepiane no comprendía que cuando aludía a “la camarilla” estaba refiriéndose a la columna vertebral del partido. Si algunos de ellos estaban tramando desplazar a Yrigoyen no era por deslealtad, no era una traición, era porque lo consideraban una necesidad, aunque las necesidades políticas mal calculadas pueden parecerse mucho a la traición. “La camarilla” eran los restos ajados y amarillentos, pero todavía vigentes de la revolución radical. Yrigoyen, aún en su declive, podía comprender que necesitaba de esos hombres que lo querían desplazar. Al terminar la reunión, el presidente vacilante le dio permiso a Dellepiane para que procediera con las detenciones que demandaba, pero lo desautorizó a las pocas horas. Dellepiane renunció el 2 de septiembre. Elpidio González asumió el día 3 la cartera de Guerra y se lanzó a un hiperactivismo casi alocado por atraer a los uniformados a la salida legal. Quizás su proyecto nunca probado haya sido el intento de pacto de última hora con Agustín P. Justo que algunos han sugerido, pero que lo han sugerido con el ánimo de sindicarlo como traidor y no como un pequeño héroe trágico, no como el balbuceo anticipatorio y seguramente torpe del futuro Alvear conversando con Justo antes de que lo interrumpiera la muerte. En la noche del 6 de septiembre todo había terminado. Quizás no fueron pocos los radicales yrigoyenistas que, pasados los momentos más difíciles, se sintieron íntimamente aliviados. La profunda crisis económica gastaba, pero veintisiete años de personalismo gastaban todavía más. Acaso se esperanzaban en que habría un radicalismo eterno más allá de Yrigoyen. Acaso se preguntaban, en una equivocación histórica: ¿qué otra cosa que radicalismo habría en el futuro de la Argentina popular?