sábado 17 de mayo de 2025
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Insultos políticos: la desinformación emocional

Una de las cuestiones que más parece sorprender en el actual discurso político es el recurso creciente a los insultos por parte de ciertos líderes. Aunque el insulto tiene un componente subjetivo que puede plantear dudas (alguien, por ejemplo, se considera insultado por un calificativo que otra persona solo considera una descripción de la realidad), es evidente que los insultos reconocibles por todos, es decir, los insultos-palabra, salpican con relativa frecuencia todos los ámbitos del discurso político. No obstante, lo cierto es que el fenómeno no es novedoso en sí mismo, e incluso la tradición parlamentaria, más formal que otros contextos, ofrece ejemplos claros de recurso al insulto ya en el s. XIX, aunque el léxico pueda resultarnos ahora lejano, florido o anticuado.

¿Qué resulta, pues, tan sorprendente? Posiblemente, uno de los rasgos más sobresalientes sea la expresividad negativa que implica la pertenencia de estas injurias al marco más amplio del discurso del odio, un todo compacto que desborda el insulto ocasional de otros tiempos. En este sentido, el discurso del odio emerge como la dimensión afectiva de la desinformación, frente a la dimensión racional que suponen las mentiras y bulos. En él, la animosidad airada fagocita la razón argumentada de la política. Y dada la predilección de las retóricas populistas por esquemas narrativos —fragmentando el nosotros político en yo (el líder salvador) y vosotros (el pueblo víctima)—, insultar a un líder de otro partido permite activar los empaquetados textuales conspirativos para centrar el discurso en un claro culpable, convertido casi en recurso-comodín ante todos los males posibles. Esta tendencia corresponde también a una época en que los políticos hablan más de sí mismos que del bien común.

En esa dimensión expresiva negativa, el acto del insulto refleja, por un lado, la carencia de argumentos, una ruptura del diálogo deliberativo por incompetencia discursiva; diríamos que el insulto en la esfera pública esconde siempre una incapacidad. Por otro lado, esa dimensión expresiva supone algo diferente a la libertad de expresión en la que se escudan sus emisores, porque añade al acto de hablar una acción agresiva, de ataque; insultar nunca es solo expresarse. Sin otra cosa que decir, el insultante rompe la baraja y convierte el discurso en una palanca de activación de los afectos, ya sean estos de naturaleza moral (el ethos que pretende entronizar al emisor) o sentimental (el pathos que intenta conmover al receptor); simultáneamente, quien insulta trata el contenido racional como un simple accesorio, o bien lo elimina por completo con insultos vacíos cercanos a la interjección, al grito (capullogilipollas). Entre los tipos que identifica el análisis del discurso, los insultos identitarios (feminaziecolojetafachazurderío), los de proyección (un partido que bloquea la renovación del poder judicial llama a otro anticonstitucional), y los deslegitimadores (llamar okupa al presidente elegido democráticamente) son los más frecuentes en nuestro entorno reciente; es decir, son los que parecen más rentables en lo que Gérald Bronner llama el mercado cognitivo de la esfera política.

En segundo lugar, los insultos políticos se caracterizan por su asimetría ideológica, lo que nos obliga a usar con cautela el término polarización, ya que en la introducción de emocionalidad negativa uno de los polos tensa la cuerda con muchísima más frecuencia e intensidad que el otroSon los discursos de derechas los que acaparan este tipo de actividad verbal, y se trata de un ámbito en el que los conservadores clásicos rivalizan —enfáticamente— con las derechas extremas, hasta el punto de que un partido teóricamente asentado en el centroderecha puede convertir algunos insultos contra un presidente elegido democráticamente en algo parecido a una imagen de marca (me gusta la frutaque te vote Txapote). Estos insultos no solo sustituyen otro tipo de discurso verdaderamente político, sino que al hacerlo también impiden su desarrollo.

En esta misma línea enmascaradora, el tercer elemento importante es la difusión periodística que consigue el discurso insultante. Estos líderes saben perfectamente que cuanto más estridente sea su insulto más eco obtendrá en la prensa y en las televisiones, un eco que a menudo funciona como mero altavoz porque solo consiste en la (presunta) noticia de que cierta persona dijo cierta cosa, sin más comentario. Luego, el salto desde los medios a las redes y a la mensajería instantánea ilustra la facilidad de viralización de los contenidos negativos. De este modo, la visibilidad pública de los líderes que insultan y atacan aumenta enormemente por cuestiones ajenas a su ideología y, sobre todo, a sus propuestas y sus decisiones políticas, de las que no se habla en la misma medida. Sin duda, la cobertura periodística de los populismos reaccionarios supone un enorme desafío para las democracias, especialmente en un momento en que declaran con absoluta desinhibición su pretensión de apoderarse de las instituciones y derribar por todos los medios gobiernos elegidos democráticamente; pero como el ecosistema comunicativo actual responde más al sobresalto (el clash de Christian Salmon) que a la racionalidad, el circuito de la atención sigue premiando los insultos y exabruptos. Los recursos hiperbólicos y efectistas mediante los cuales la prensa busca visitas web —dada su inferioridad de condiciones ante los panfletos digitales gratuitos— explican en parte que esta cobertura no siempre sea responsable.

Por último, un cuarto factor definitorio del insulto político actual se refiere a su relación con la ciudadanía. En dos sentidos. Por un lado, aunque tendemos a pensar en líderes que insultan a otros líderes, es también importante el hecho de que, en ocasiones, algunos líderes insultan a (parte de) la ciudadanía, por ejemplo, ante una manifestación por ciertas leyes o ante un resultado electoral. En estos casos, el insulto y la descalificación evitan a los políticos plantearse por qué las preferencias políticas de esa población a la que insultan son las que son. En su versión más radical estos insultos conducen a la deshumanización de poblaciones enteras, ya sean los habitantes de Gaza, los inmigrantes que han llegado o intentan llegar a Europa y Estados Unidos, o los menores extranjeros no acompañados. Y aunque en estas reflexiones nos referimos al insulto léxico, transmitido por ciertas palabras, cabe decir que el discurso político puede insultar a la ciudadanía con otro tipo de mensajes e incluso con los silencios derivados de elocuentes incomparecencias o ruedas de prensa sin preguntas. En otro sentido, también resulta destacable que, mientras hay sectores del electorado que rechazan el discurso insultante, otros no solo están dispuestos a aceptar que sus representantes injurien y agiten las bajas pasiones, sino que los aplauden y secundan, incluso dedicando tiempo y energía a repetir imprecaciones contra un líder como si fueran una consigna ideológica. La asimetría en la emisión de insultos se corresponde con una asimetría en su recepción y tolerancia.

En definitiva, el insulto político revela sobre todo la incompetencia para el argumento racional sobre el bien común. Además, su dimensión afectiva facilita la instauración de una negatividad anímica que fomenta tanto la desconfianza ciudadana como la respuesta mimética de parte del electorado, mientras su dimensión transgresora proporciona a los insultantes una enorme visibilidad mediática por razones ajenas a lo político. Por estos motivos, el insulto constituye, simultáneamente, una herramienta electoral y una negación de la política.

Publicado en Agenda Pública el 14 de mayo de 2025.

Link https://agendapublica.es/noticia/19842/insultos-politicos-desinformacion-extrema-derecha-congreso?utm_source=Agenda+P%C3%BAblica&utm_campaign=49da8dcec0-EMAIL_CAMPAIGN_2020_10_08_05_49_COPY_01&utm_medium=email&utm_term=0_452c1be54e-49da8dcec0-116894577

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