Entre 1972 y 1981 el PSOE sufrió una transformación que lo llevó a ser un partido de exiliados españoles a una maquinaria política invencible que transformó y modernizó España. Desde la “sala de máquinas” del partido, Ignacio Varela fue testigo y protagonista privilegiado. Una experiencia que se propuso contar al detalle en el libro Por el cambio, publicado en 2022 por Deusto.
Primero permitime felicitarte y saludar la publicación de Por el cambio, dado que es una obra fundamental para entender la transición española pero que a la vez puede leerse como un ensaño del funcionamiento interno de un partido político moderno en el contexto de los regímenes parlamentarios europeos.
La primera pregunta que nos gustaría hacer es qué te llevó a contar esta historia política a casi medio siglo de su inicio.
Fue una decisión totalmente imprevista. Una buena amiga de la Editorial Deusto me tendió una especie de trampa emocional: me recordó que estaba próximo el 40 aniversario de las elecciones de 1982 y, conociendo mi vinculación biográfica con ese período, me invitó -casi me desafió- a que lo narrara en un libro. Hablé con Felipe González, deseando secretamente que me proporcionara cualquier pretexto para rehusar, pero me animó a hacerlo. Cuando quise arrepentirme, ya era tarde.
Pronto comprobé que es peligroso confiar en la memoria. Crees recordarlo todo, pero lo que queda en la cabeza pasado tanto tiempo es una gran mancha impresionista, algunos episodios concretos y unas cuantas conclusiones, casi siempre elaboradas a posteriori. Reconstruir con detalle aquellos diez años resultó ser mucho más trabajoso de lo que esperaba, aunque me ayudó a comprender cosas que, en su momento, no había percibido con tanta claridad. Es sabido que quienes peor evalúan el significado y el alcance de los grandes cambios históricos son sus contemporáneos.
Hace algún tiempo escuché a Alfonso Guerra fijar el inicio del proceso de la transición en España en el momento que se da a conocer que Franco está enfermo ya sin posibilidades de retomar el poder real. ¿Coincidís en este punto? ¿En tal caso, cuando culminaría?
Tuve ocasión de comentarlo con él. El debate sobre cuándo empezó y cuando concluyó la transición española es un clásico para historiadores y politólogos pero, con el tiempo, ha adquirido algo de bizantino. Ciertamente, el día que murió Franco todos los españoles tuvimos la sensación de que se abría una nueva etapa, pero nadie sabía por dónde discurriría. En aquel momento todo era incierto. El sentido de la transición como tránsito pacífico de la dictadura a la democracia no adquirió una imagen más o menos clara hasta más adelante.
Alfonso Guerra coincide con quienes defienden la tesis de la transición larga, que comenzaría con la muerte de Franco y culminaría con la llegada de los socialistas al poder, en 1982. Yo propongo una visión más restrictiva. Para mí, los dos rasgos definitorios de la Transición propiamente dicha fueron un objetivo y un método: por una parte, el objetivo compartido de producir un cambio de régimen mediante un proceso constituyente. Por otro, el aparcamiento temporal de la confrontación partidaria para culminar la operación constituyente mediante el consenso.
Si lo tomamos así, el compromiso constituyente sólo estuvo claro para todos a partir del nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno y su reconocimiento solemne de la soberanía del pueblo como única fuente de legitimidad política del poder político; y el consenso como método de gobierno concluyó con la aprobación de la Constitución de 1978. A partir de ese momento, la competición partidaria se restableció con toda intensidad, aunque con precaución dada la fragilidad del nuevo orden político. Así pues, para mí la transición en sentido estricto se concentró en los dos años que transcurrieron entre el nombramiento de Suárez y la entrada en vigor de la Constitución. Pero como te dije, a estas alturas el debate resulta bizantino y, en gran medida, irrelevante. Es cómo discutir cuándo empezó la modernidad. Supongo que todos tenemos una parte de razón.
Convivencia sobre victoria y libertad sobre revancha, es según lo que señalas, la clave del proceso de transición. ¿Podrían haberse dado estos mismos elementos en presencia de protagonistas distintos que no fuesen hombres como Felipe González, Alfonso Guerra, Adolfo Suárez o el mismo Carrillo?
En efecto, el tránsito a la democracia se hizo posible cuando los hijos de los vencedores de la guerra civil comprendieron que la convivencia valía más que su victoria y los hijos de los perdedores aceptaron que la libertad era más valiosa que la revancha. Añado que la transición fue un éxito resultante de un doble fracaso: el de los franquistas en el intento de prolongar la vida del régimen más allá de la del dictador y el de los antifranquistas en derribar a la dictadura. Sólo cuando ambos bandos metabolizaron lo inviable de su pretensión inicial se abrió el camino de la solución.
Pero quien marcó realmente ese camino no fueron los dirigentes políticos, sino la sociedad española. Tras 150 años de guerra civil expresa o larvada (como señala Salvador de Madariaga), la inmensa mayoría de los españoles deseaba un marco de libertad, pero estaba aterrorizada por la posible repetición de una confrontación civil. Ello conllevaba un veto social terminante tanto a la perpetuación de la dictadura como a cualquier transito traumático a la democracia.
La combinación de esos dos factores hizo posible el cambio pero, a la vez, señaló sus condiciones y sus límites. Creo firmemente en el peso decisivo del factor humano en la política y, ciertamente, tuvimos la fortuna de que coincidiera en el momento justo un puñado de dirigentes de la categoría de los que mencionaste. Pero lo que ellos hicieron fue tomar el pulso a la sociedad y comprender que quien intentara caminar en una dirección opuesta recibiría una sanción social fulminante. En cierto modo, actuaron en defensa propia. Si eso mismo hubiera sido posible con otras personas al frente del país, nunca lo sabremos.
A lo largo de casi todo el proceso se aprecia que la estrategia del PSOE y de sus principales dirigentes se combina tácticamente con la paciencia. Incluso mencionás cierta tranquilidad cuando no triunfan en la elección de 1979. Pero luego del intento de golpe el partido envía señales claras de querer ingresar a un gobierno de coalición con la UCD, a lo que en numerosas oportunidades Calvo Sotelo se niega (en una decisión muy racional de cuidar la alternancia posible). ¿Por qué se da este cambio táctico que a primera vista parece impaciencia o es preocupación por un quiebre en el proceso de instalación definitiva de la democracia?
En la elección de 1979 -la primera con la Constitución en vigor- existía en la cúpula del PSOE un doble sentimiento: por un lado, se veía la posibilidad real de ganar y gobernar. Por otro, los más lúcidos -empezando por Felipe González- sentían que ni el país ni el partido estaban aún maduros para dar ese paso. Por eso el resultado se recibió con una mezcla de decepción y alivio.
En los meses posteriores se produjeron la implosión de la UCD, la caída de Suárez a manos de su propio partido y el peligro cierto de un golpe militar que se concretó el 23 de febrero de 1981 (estimulado también por la ofensiva terrorista de ETA). La democracia estuvo en verdadero peligro de morir cuando acababa de nacer. En esa situación crítica, el PSOE se ofreció a participar en un Gobierno de gran coalición de los dos partidos mayoritarios. Calvo Sotelo lo rechazó pensando, como dices, que el partido del Gobierno no tenía remedio y que, al menos, había que preservar la alternativa. Seguramente, también pensó que, estando su partido y su liderazgo en un estado de máxima debilidad, la convivencia en el Gobierno con un partido emergente y con un líder tan potente como Felipe González sería demasiado desigual. Tanto el ofrecimiento de González como el rechazo de Calvo Sotelo fueron muy arriesgados, pero contribuyeron a pavimentar el camino hacia la gran victoria de 1982.
Respecto al intento de golpe de Tejero es muy interesante como en pocas páginas logras completar el rompecabezas que queda de la lectura de otras obras sobre el tema (me refiero por ejemplo a Anatomía de un instante, de Cercas, que en Argentina tuvo mucha difusión). Me llamó la atención justamente esa economía de recursos. ¿En algún momento de esas jornadas, como joven militante del PSOE sentiste que el mismo podía provocar el quiebre? ¿Había en los momentos previos un análisis o una hoja de ruta sobre qué hacer si se producía un hecho de las características de lo que sucedió?
La economía de recursos se debe únicamente a que no intenté escribir una historia competa de la transición española, sino centrar mi relato en el recorrido del Partido Socialista desde su práctica invisibilidad en 1972 hasta su victoria abrumadora diez años más tarde. De ningún modo habría podido igualar la maestría y la precisión de relatos como el de Javier Cercas. En él se ve lo cerca que estuvimos de que se consumara la tragedia.
Sí, en esas horas todos sentimos que nos estábamos jugando la libertad y el peligro de regresar a las tinieblas. En cuanto a los planes preventivos, no nos engañemos: el ruido de sables se escuchaba desde muchos meses antes, pero el Gobierno estaba desarbolado, la sociedad atemorizada y los partidos políticos poco podían hacer salvo comportarse responsablemente y evitar locuras. Quien salvó la democracia en ese momento fue el Rey, que era el único que podía hacerlo.
Algunos analistas argentinos suelen mencionar que uno de los motivos de los quiebres constitucionales en el país se produjeron por la imposibilidad de los conservadores de transformar partidos políticos de notables en partidos de masas. En tu relato se ve claramente como se construye ese partido de masa en el sector de izquierda del arco ideológico y se presenta como la mejor opción. ¿Por qué le costó tanto a Adolfo Suárez con todos los resortes y recursos del gobierno dar nacimiento a un partido similar?
La derecha española nunca tuvo un partido de verdad porque no lo necesitó históricamente. Estaba acostumbrada a depositar la defensa de sus intereses políticos en el aparato del Estado, incluidas las Fuerzas Armadas. Eso no se solucionó hasta la llegada de José María Aznar a la dirección del Partido Popular. Fue él quien dotó a la derecha de una organización sólida, capaz de actuar eficientemente en la competición democrática.
UCD no fue un verdadero partido. Se construyó apresuradamente desde el Gobierno como una pista de aterrizaje para que Suárez pudiera participar en las primeras elecciones democráticas, las de 1977. Su programa, como el del propio Suárez, sólo tenía un punto: culminar la transición a la democracia. Conseguido eso, tanto UCD como el propio Suárez se quedaron sin un proyecto para España y comenzó la descomposición interna. Por eso digo en el libro que la elección de 1982 no fue propiamente una elección entre opciones distintas de Gobierno, sino un plebiscito sobre la única fuerza política y el único líder que estaba en condiciones de hacerse cargo del país. Fue una campaña muy intensa en lo emocional, pero, en realidad, muy sencilla de conducir: el PSOE corría por la pista solo y sin rivales.
Por último, al final del libro señalás que una de las cosas con sentido que habías hecho en tú vida. En el momento que ingresaron al gobierno en 1982, ¿tenían claro que eso iba a ser así?
Personalmente, tenía claro que había participado en la cosa más importante de mi vida hasta ese momento. Pero lo que legitimó históricamente aquel instante no fue el resultado de la elección, sino lo que vino después. El Gobierno de Felipe González podría haber sido efímero, o haber fracasado en sus objetivos; en tal caso, se habría sumado a una larga lista de frustraciones históricas. Pero sucedió lo contrario, y se abrió el período reformista más intenso y fructífero de la historia moderna de España. También tuve la ocasión de participar en eso durante once años. Hoy puedo medir la dimensión de todo aquello, con sus luces y sus sombras; pero mientras lo estás haciendo no tienes tiempo de pensar en la historia, sino en el afán de cada día.