Por Carmen Rengel.
“El hombre inventó la bomba atómica, pero ningún ratón en el mundo construiría una trampa para ratones”. La famosa frase de Albert Einstein da la medida del disparate: el hombre inventando cómo matar hombres masivamente. Por ejemplo, con una bomba atómica.
Este 6 de agosto se cumplen 80 años del uso de la munición más salvaje del mundo por parte de Estados Unidos en la ciudad japonesa de Hiroshima. Tres días más tarde vino Nagasaki. Una acción inédita que llevó a la rendición de Japón, firmada sobre un horror desconocido: en Hiroshima murieron entre 70.000 y 146.000 civiles, mientras que en Nagasaki la cifra osciló entre 28.000 y 49.000 personas. Los efectos de la radiación continuaron causando víctimas durante meses y años, elevando el número total de muertes a más de 210.000 en ambas ciudades para finales de 1945.
Hoy el mundo conmemora esa fecha infame, la del empleo de un armamento que nunca más ha sido usado -de tan letal, de tan impensable-, y lo hace en un contexto en el que se multiplican las amenazas atómicas, las verbales (¿bravuconadas o reales?) y las físicas (de los movimientos de armas de Rusia y EEUU al supuesto programa nuclear iraní). El consenso nuclear se debilita, los acuerdos internacionales pierden apoyos y a la memoria le cuesta recordar las consecuencias de aquel agosto.
El frente oriental de la Segunda Guerra Mundial
En 1945, EEUU y Japón llevaban cuatro años enfrentados en la Guerra del Pacífico, uno de los mayores escenarios de la Segunda Guerra Mundial. Ya en mayo se había logrado la rendición nazi en Europa, pero la contienda no había acabado en el este. El 26 de julio de ese año el presidente norteamericano de entonces, Harry Truman, lanzó un ultimátum contra el Gobierno de Tokio. Le exigía una “rendición incondicional” o, de lo contrario, le esperaba “una destrucción rápida y absoluta”.
El mensaje de Truman no mencionó el uso de bombas nucleares, en las que Washington llevaba años trabajando. Era público que estos artefactos eran parte del arsenal que EEUU tenía listo como parte de su estrategia para zanjar el conflicto. Lo que no se imaginaba el mundo es que lo fueran a usar. Una cosa es el poder de disuasión -el que tienen las potencias atómicas desde entonces- y, otra, pulsar el botón.
El 16 de julio, a las 5:29 horas de la mañana, EEUU ya había ensayado con éxito la bomba Trinity, la primera arma nuclear que se detonaba en el mundo. Tuvo lugar en Alamogordo (Nuevo México). Se trataba de una bomba de plutonio, desarrollada por Robert Oppenheimer y su equipo y que, al igual que las posteriores, causó daños irreversibles al medio ambiente y a las comunidades circundantes, sin que la Administración diera demasiada información. Los vecinos no recibieron advertencias previas de la explosión y fueron las primeras en experimentar los devastadores efectos humanitarios de las armas nucleares. Un capítulo aún no cerrado en la historia del país.
En cuanto se supo que la bomba funcionaba, el Ejército de EEUU tuvo claro que no tendría reparos éticos en usarla. Para eso había estado trabajando en el proyecto. La duda era cómo, cuándo, contra quién. Al fin, la Casa Blanca decidió emplearla para doblegar a Japón. Las razones que llevaron a EEUU a lanzar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki aún son objeto de debate, pero las consecuencias son evidentes hasta hoy.
El blanco, el ataque: Hiroshima
El primer blanco elegido fue Hiroshima, que tenía entre 350.000 y 400.000 habitantes en el momento del ataque. La ciudad no había sido bombardeada antes, así que era un buen lugar para notar los efectos de la bomba sin capas previas de destrucción. Además, era la sede de una base militar, lo que servía para el argumentario norteamericano.
El Enola Gay, un bombardero B-29 pilotado por el coronel Paul Tibbets, sobrevolaba Hiroshima a unos 9,5 kilómetros de altura cuando liberó la bomba llamada Little Boy, que explotó en el aire, a unos 600 metros del suelo. Bun Hashizume, de 94 años, una hibakusha (persona bombardeada, en japonés), describe en los muros del Museo de la Paz de Hiroshima cómo se vivió el momento. “Una luz como mil arcoíris explotó ante mis ojos. El sol cayó y la historia se rompió. El cielo se desplomó y el metal se fundió. La ciudad se convirtió en un bosque en llamas. Yo, niña, era una sombra caminando entre sombras, entre cuerpos calcinados que aún decían mi nombre. No lloré. Tampoco podía pronunciar palabra. Tenía ceniza en la garganta”. A las 8:14 era un día soleado, a las 8:15 era un infierno.
El mecanismo interno de Little Boy funcionaba como una pistola: disparaba una pieza de Uranio 235 contra otra del mismo material. Al chocar, los núcleos de los átomos que las componían se fraccionaron en un proceso llamado fisión. Esa fisión de los núcleos ocurre de manera consecutiva, generando una reacción en cadena en la que se libera energía y finalmente desata la explosión.
Little Boy llevaba una carga de 64 kilos de Uranio 235, de los que se calcula que solo se fisionó cerca del 1,4%. Aun así, la explosión tuvo la fuerza equivalente a 15.000 toneladas de TNT. Como referencia, tan solo un kilo de TNT puede ser suficiente para destruir un coche. La explosión generó una ola de calor de más de 4.000 grados celsius en un radio de aproximadamente 4,5 kilómetros.
“Procesiones de figuras fantasmales se arrastraban. Personas grotescamente heridas, sangraban, quemadas, ennegrecidas e hinchadas. Les faltaban partes del cuerpo. Carne y piel colgaban de sus huesos. Algunos con los ojos colgando en las manos. Otros con el vientre reventado, con los intestinos colgando. El hedor nauseabundo a carne humana quemada llenaba el aire”, explica Setsuko Thurlow, superviviente de Hiroshima, que estaba a 1,8 kilómetros del hipocentro del ataque. Sus palabras han sido recopiladas en un especial de Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN, por sus siglas en inglés).
“De repente, sentí un intenso ardor en la cara y los brazos, e intenté sumergirme en un tanque de agua, pero el agua lo empeoró. Escuché la voz de mi madre a lo lejos: “¡Fujio! ¡Fujio!”. Me aferré a ella con desesperación mientras me cogía en brazos. “¡Quema, mamá! ¡Quema!”, explica Fujio Torikoshi, que vivía a dos kilómetros de donde cayó la bomba.
Se cree que entre 70.000 y 146.000 murieron el día de la explosión. La ciudad quedó devastada en un área de 10 kilómetros cuadrados. La explosión se sintió a más de 60 kilómetros de distancia. Dos tercios de los edificios de la ciudad, unos 60.000, quedaron reducidos a escombros. El intenso calor produjo incendios que durante tres días devoraron un área de siete kilómetros alrededor de la zona cero.
Japón no se rindió, pese al shock nacional. Tres días después, EEUU lanzó una segunda bomba nuclear, imprimiendo la presión definitiva, a la postre.
El blanco, el ataque: Nagasaki
En 1945, Nagasaki tenía una población de aproximadamente 401.515 habitantes y no estaba en la lista de objetivos prioritarios de EEUU. Su topografía accidentada y la cercanía de un campo de prisioneros de guerra aliados (norteamericanos) la convertían en un blanco secundario. En realidad, Washington tenía sus ojos puestos en Kokura, de 130.000 habitantes entonces, una ciudad con zonas industriales y urbanas en terrenos relativamente planos.
Sin embargo, el día previsto para el ataque, esta otra ciudad que no recuerdan los libros de historia estaba “cubierta de bruma y humo”, según el reporte de los pilotos. La tripulación tenía órdenes de elegir visualmente un objetivo alternativo que maximizara el alcance explosivo de la bomba. Fue así que se desviaron a Nagasaki.
En este caso, el bombardero Bockscar, un B-29 pilotado por el mayor Charles Sweeney, dejó caer la bomba Fat Man, que explotó a 500 metros sobre el suelo. La bomba estaba hecha de Plutonio 239, un material más fácil de conseguir y más eficiente, pero que requería un mecanismo más complejo para utilizarlo. El Plutonio 239 no era puro y esto podría causar una reacción en cadena prematura, con lo cual se perdería gran parte del potencial de la bomba, así que se usó un mecanismo de implosión, para activar la bomba antes de que ocurriera esa fisión espontánea.
Fat Man tenía una carga de seis kilos de plutonio, pero se calcula que apenas logró fisionarse un kilo. Fue más que suficiente para liberar una energía equivalente a 21.000 toneladas de TNT.
La explosión fue más fuerte incluso que la de Hiroshima, pero el terreno montañoso de Nagasaki, situada entre dos valles, limitó el área de destrucción, quedó contenida por la naturaleza. Aún así, se calcula que murieron entre 28.000 y 49.000 personas directamente el día de la explosión. La bomba, en este caso, destruyó un área de 7,7 kilómetros cuadrados, con lo que cerca del 40% de la ciudad quedó en ruinas.
“Tenía tres años cuando ocurrió el bombardeo. No recuerdo mucho, pero sí que todo a mi alrededor se volvió de un blanco cegador, como si un millón de flashes de cámara se dispararan a la vez. Luego, oscuridad total. Me dijeron que quedé enterrado vivo bajo la casa”, rememora para la ICAN Yasujiro Tanaka, que vivía a 3,4 kilómetros. Todo a su alrededor era negro, edificios derrumbados, un páramo en llamas.
No existen cifras definitivas de cuántas personas murieron a causa de los bombardeos, ya sea por la explosión inmediata o en los meses siguientes debido a las heridas y los efectos de la radiación.
Tras las bombas de Hiroshima y Nagasaki, Japón presentó su rendición. Ahora sí. Era demasiado. “Hemos decidido allanar el camino para una gran paz para todas las generaciones venideras, soportando lo insoportable y sufriendo lo insufrible”, dijo el emperador japonés Hirohito, dirigiéndose a sus ciudadanos.
La rendición formal se firmó el 2 de septiembre, a bordo del USS Missouri de la Armada de EEUU, en la Bahía de Tokio. Se ponía fin así a la Segunda Guerra Mundial.
El mecanismo de la muerte
Ocho décadas han pasado y aún es casi inconcebible lo ocurrido. Su magnitud difícilmente puede entenderse, más allá de la masacre, el sufrimiento de las víctimas supervivientes y la destrucción de sus ciudades. En cada aniversario, las campanas solemnes y el silencio intentan recrear el momento en el que todo se deshizo. Fue eso, un segundo inexplicable.
Menos: en una fracción de segundo tras la explosión de una bomba atómica se liberan rayos gamma, neutrones y rayos X que salen disparados a una distancia de tres kilómetros. Estas partículas invisibles bombardean todo lo que encuentran a su paso, incluyendo los cuerpos humanos, y destruyen sus células. En la bomba de Hiroshima, por ejemplo, resultaron letales para el 92% de las personas que estaban en un radio de 600 metros del punto cero.
Los sobrevivientes de las explosiones, los hibakusha, sufrieron las devastadoras consecuencias del intenso calor y de la radiación. De manera inmediata, las quemaduras que les arrancaron la piel y los tejidos. Tan formidable era la ola ardiente que hay personas que quedaron consumidas como por combustión interna.
“Sentí un dolor punzante que se extendió por todo mi cuerpo. Fue como si un balde de agua hirviendo cayera sobre mí y me restregara la piel”, señala Shinji Mikamo, un sobreviviente de Hiroshima. La exposición al material radiactivo les causó náuseas, vómitos, sangrado y la caída del pelo. “Era tanto el dolor que sentía cuando me curaban, cuando extraían las gasas una por una, que muchas veces quedaba al borde de la inconsciencia”, ahonda Senji Yamaguchi, de Nagasaki.
Con el tiempo, algunas personas desarrollaron cataratas y tumores malignos. En los cinco años posteriores a los ataques, entre los habitantes de Hiroshima y Nagasaki aumentaron drásticamente los casos de leucemia. Diez años después de los bombardeos, muchos sobrevivientes desarrollaron cáncer de tiroides, de seno y de pulmón a una tasa superior a la normal.
Además, la salud mental de los hibakusha también se vio afectada por haber presenciado un acto tan atroz, haber perdido a seres queridos y por el miedo a desarrollar enfermedades por causa de la radiación. Algunos de ellos vivieron condenados a estar confinados en un hospital. Muchos sufrieron discriminación por su aspecto físico y por la creencia de que acarreaban enfermedades. Como si ser víctima trajera mala suerte.
Otros vivieron con un sentimiento de culpa por no haber podido salvar a sus seres queridos. “Un incidente que nunca olvidaré fue la cremación de mi padre. Mis hermanos y yo depositamos con cuidado su cuerpo ennegrecido e hinchado sobre una viga quemada frente a la fábrica donde lo encontramos muerto y le prendimos fuego. Sus tobillos sobresalían torpemente mientras el resto de su cuerpo estaba envuelto en llamas. Siento culpa por sobrevivir yo, no él”, dice Yoshiro Yamawaki, a 2,2 kilómetros del hipocentro.
¿Era necesario?
El debate moral de aquel ataque doble persiste hoy. ¿De verdad era necesario recurrir a dos bombas atómicas? Nadie puede decir que desconocía sus efectos. Se lanzaron a sabiendas de lo que iban a provocar. ¿No había otra manera de vencer a Japón? “La usamos para acortar la agonía de la guerra, para salvar las vidas de miles y miles de jóvenes estadounidenses”, se justificó el presidente Truman tres días después del ataque inicial, el día del lanzamiento de una segunda bomba sobre la ciudad de Nagasaki, en un mensaje radiofónico a la nación.
Para aquel agosto de 1945, los bombardeos de la fuerza aérea estadounidense ya habían causado más muertos que los que eventualmente provocarían los dos artefactos nucleares. Y Japón no se rendía todavía. La alternativa -una invasión acompañada por un bloqueo naval– muy probablemente hubiera tenido un coste todavía mucho mayor en vidas humanas, para ambos bandos.
A eso se aferraba Washington en caliente. Con los años, se reconocieron las grietas en la decisión. “Los japoneses estaban listos para rendirse y no hacía falta golpearlos con esa cosa horrible”, diría por ejemplo, años después, Dwigth Eisenhower, en aquel entonces máximo comandante de las fuerzas aliadas en Europa y sucesor de Truman en la Casa Blanca. Se creó una corriente de académicos, historiadores y científicos en EEUU que lamentaron profundamente la decisión y pusieron en tela de juicio su utilidad bélica.
El profesor de la Universidad de Cornell y editor de The Asia-Pacific Journal, Mark Selden, es posiblemente el autor que más ha argumentando que aquella masacre fue una extensión de tácticas de bombardeo ya utilizadas en otras ciudades japonesas y que no fue decisiva para poner fin a la guerra. También ha señalado señala que el bombardeo de Hiroshima marcó el comienzo de una forma estadounidense de hacer la guerra, centrada en el bombardeo de civiles, para luego apenas lamentar los mal llamados daños colaterales. “Los japoneses ya habían sufrido la destrucción de ciudad, tras ciudad, tras ciudad, con la pérdida de aproximadamente medio millón de vidas, por causa de los bombardeos estadounidenses. Y no habían parpadeado”, escribe Selden en The Atomic Bomb: Voices from Hiroshima and Nagasaki, un clásico.
“Estaban queriendo obtener una pequeña concesión de EEUU, que exigía una rendición incondicional: la protección del emperador”, sostiene en su obra, en la que detalla incluso que estaba buscando la intermediación de la Unión Soviética (URSS), con la que había suscrito un tratado de neutralidad años antes, para abrir el camino a una rendición lo menos ominosa posible. Moscú no lo tenía claro, entraba en liza la idea, entonces, de que también los rusos pidieran más beneficios por ese papel, y eso precipitó también el paso de Truman.
Tsuyoshi Hasegawa, profesor del departamento de historia de la Universidad de California en Santa Bárbara, explicó en 2016 a la BBC británica que “la entrada de la URSS habría acelerado el fin de la guerra. Pero EEUU ya había empezado a entrar en conflicto con los soviéticos en Europa del este, por lo que había preocupaciones”. “En otras palabras, la principal razón para usar la bomba fue forzar a los líderes japoneses a que se rindieran antes de que los soviéticos entraran a la guerra. Las dos cosas están muy conectadas”, indicó.
A eso se sumaba el sentimiento antijaponés que predominaba en EEUU tras el ataque a la base naval de Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. Del impulso de esa ola se valió Truman, también. “Los japoneses empezaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora les hemos devuelto ese golpe multiplicado”, fue, de hecho una de las primeras cosas, que dijo Truman en el mensaje en el que informó de lo ocurrido en Hiroshima. “La usamos contra aquellos que nos atacaron sin advertencia en Pearl Harbor, en contra de aquellos que han matado de hambre, golpeado y ejecutado prisioneros de guerra estadounidenses, en contra de aquellos que han abandonado cualquier pretensión de obedecer las leyes internacionales de la guerra”, insistiría en su mensaje del día del ataque nuclear contra Nagasaki.
Hoy esa lectura es la que aún pesa en la mayoría de la opinión pública norteamericana, pero por poco y perdiendo enteros. Según una encuesta del Pew Center, dada a conocer el 28 de julio pasado, el 35 % de los estadounidenses afirma que el uso de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945 estuvo justificado, mientras que el 31 % afirma que no lo estuvo. Un tercio no está seguro. En 1945, inmediatamente después de los bombardeos, otro sondeo de Gallup reveló que la gran mayoría de los estadounidenses (85%) aprobaba las acciones de Estados Unidos. Décadas después, en 1990, una encuesta telefónica de Gallup reveló que el 53% de los estadounidenses aprobaba el uso de la bomba atómica contra las dos ciudades japonesas. La aprobación se mantuvo entre el 53% y el 59% en cuatro encuestas telefónicas adicionales de Gallup realizadas entre 1991 y 2005. La bajada es clara.
Un mundo más blindado
Sólo con el paso de los años y la información, cuando se tomó conciencia de lo perpetrado y sus efectos, se comenzó a concienciar el mundo del verdadero poder de las armas nucleares. Tardó un poco, porque en décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la tecnología nuclear se expandió rápidamente. A principios de la década de 1960, Estados Unidos y la Unión Soviética se apuntaron mutuamente miles de ojivas nucleares, con la crisis de los misiles de 1962 de Cuba como máximo exponente.
Esos casos límite que trajo la Guerra Fría llevaron a repensar la apuesta y a intentar poner límites a la amenaza, hasta llegar con un arduo consenso al Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares de 1968. Entró en vigor en 1970 y, con 191 países miembros, se encuentra hoy entre los acuerdos más universales del mundo. Sin embargo, desde el principio, sus disposiciones enfrentaron limitaciones. India, Israel y Pakistán, países con armas nucleares, siempre lo han rechazado, y Corea del Norte se retiró posteriormente para desarrollar sus propias armas nucleares.
En 2017, la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares (ICAN) fue galardonada con el Nobel de la Paz y el 2024, se hizo lo propio con Nihon Hidankyo, el movimiento de supervivientes de Hiroshima y Nagasaki. El mundo reconoce que la pelea contra las bombas atómicas es necesaria y justa. La idea es garantizar que los horrores de Hiroshima y Nagasaki no se repitan jamás.
Sin embargo, hay acontecimientos actuales que arrojan sombras sobre esa pelea. Por ejemplo, sólo este año se han producido ataques de EEUU contra instalaciones nucleares en Irán por primera vez (aunque Teherán insiste en que sus investigaciones tienen fines pacíficos), pero es que a la vez India y Pakistán se han peleado entre sí en la crisis más seria en años, mientras que el norcoreano ha anunciado avances en su programa nuclear, con apoyo ruso. Japón, víctima del ataque de hace 80 años, ha entrado también en una espiral belicista que ha llevado a multiplicar su presupuesto en Defensa a niveles desconocidos y hasta han surgido partidos ultraderechistas (al alza en las elecciones del Senado del 20 de julio) que se plantean tener armas nucleares. Ellos, los atacados, los que han visto en su carne el efecto de esas bombas.
Hoy hay nueve países con armas nucleares en el mundo y casi todos ellos iniciaron programas intensivos de modernización nuclear en 2024, según el Anuario 2025 del Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz (SIPRI), la evaluación anual del estado del armamento, el desarme y la seguridad internacional de referencia. A mediados de la década de 1980, el número de cabezas nucleares, bombas y proyectiles en todo el mundo rondaba las 64.000 unidades.
En la actualidad, se calcula que la cifra asciende a 12.241, pero todo indica que esta tendencia a la baja se revertirá. “Lo más preocupante que vemos en los arsenales nucleares en este momento son los primeros signos de inversión de las cifras, que hasta ahora tendían a la reducción a largo plazo”, dijo Dan Smith, director del SIPRI, al presentar dichos datos, en junio pasado. Entonces también alertó de que se están abandonando los pactos de control de armas, tan valiosos en aquella Guerra Fría.
Los investigadores aseguran que Estados Unidos y Rusia, que poseen alrededor del 90% de todas las armas nucleares 5.177 los primeros y 5.459 los segundos), mantuvieron el año pasado relativamente estables los tamaños de sus respectivas ojivas activas. En cambio, China ha acelerado el ritmo, aumentado su arsenal nuclear en alrededor de 100 nuevas ojivas por año, llegando en estos momentos a almacenar alrededor de 600.
El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), ante el aniversario de este miércoles, ha emitido un comunicado en el que dice que “debemos preguntarnos si estamos haciendo lo suficiente para garantizar que lo ocurrido no caiga en el olvido”. La presidenta del CICR, Mirjana Spoljaric, y su homólogo de la Cruz Roja Japonesa, Atsushi Seike, enfatizan en el texto que el riesgo de un uso intencional o accidental de armas nucleares sigue siendo “terriblemente real”, y agravado por la existencia de bombas hasta 3.000 veces más potentes que las lanzadas sobre las ciudades niponas. Cualquier uso de armas nucleares en la actualidad “sería un fracaso catastrófico para la humanidad” y ninguna respuesta humanitaria sería suficiente para abordar el sufrimiento causado.
Japón hoy
Hoy, Hiroshima y Nagasaki son importantes ciudades industriales y comerciales. La primera roza los 1,2 millones de habitantes y la segunda supera levemente los 400.000. En los dos emplazamientos hay plazas y museos donde se rinde homenaje a las víctimas, desbordados en estos días por el 80º aniversario, unos días en los que los hibakushas que sobreviven son los principales protagonistas.
Algunos se convirtieron en activistas en contra de la proliferación de armas nucleares y compartieron sus historias como una manera de recordar los horrores de la guerra. Otros se escondieron, en un ostracismo del que la sociedad japonesa aún arrastra la carga. Contra eso no hay reconstrucción que valga.
Mientras se atesora la memoria y se recuerda a los asesinados, también prosigue una batalla importante por localizar a los desaparecidos, que los hubo. Por ejemplo, miles de muertos y moribundos fueron trasladados a la pequeña isla rural de Ninoshima, justo al sur de Hiroshima, en barcos militares con tripulaciones entrenadas para misiones de ataques suicidas. A muchas de las víctimas les quemaron la ropa y les colgaban la carne de la cara y las extremidades. Gemían de dolor. “Debido a la mala atención médica y médica, solo unos pocos cientos de personas sobrevivieron cuando el hospital de campaña cerró el 25 de agosto, según los registros históricos. Fueron enterrados en diversos lugares en operaciones caóticas y apresuradas”, explica la agencia AP.
Décadas después, la gente de la zona sigue buscando los restos de los desaparecidos, impulsada por el deseo de dar cuenta y honrar a las víctimas y brindar alivio a los sobrevivientes que aún están atormentados por los recuerdos de sus seres queridos desaparecidos. “Hasta que eso suceda, la guerra no habrá terminado para esta gente”, como dice Rebun Kayo, uno de los investigadores de la Universidad de Hiroshima que visita periódicamente la zona para buscar restos.
La herida, ocho décadas después, no se ha cerrado.
Publicado en Huffpost el 5 de agosto de 2025.
Link https://www.huffingtonpost.es/global/80nos-ataque-nuclear-hiroshima-nagasaki-guia-desmemoriados.html?sma=huffington_2025.08.06&utm_medium=email&utm_source=newsletter&utm_campaign=huffington_2025.08.06