El 21 de noviembre de 1973, el senador radical Hipólito Solari Yrigoyen fue víctima de un atentado terrorista. Según las crónicas, una bomba estalló en el momento en que intentaba darle arranque al auto. Salvó su vida milagrosamente, pero sufrió lesiones por lo que estuvo a punto de perder las piernas. Los argentinos habíamos contemplado un episodio parecido en la pantalla del cine. Se trataba de la película de Coppola “El padrino”. La mafia ajustaba cuentas de ese modo. Y yo recordaba que Bertolt Brecht había escrito una obra de teatro que, justamente, comparaba a la mafia con el fascismo. Algo parecido había hecho Dashiell Hammett en su novela Cosecha roja.
El atentado contra Solari Yrigoyen merece recordarse por varios motivos. En primer lugar se trataba del primer operativo terrorista perpetrado por las Tres A, la banda fascista organizada desde el Ministerio de Bienestar Social con el apoyo de Perón. Pero no concluyen allí las curiosidades. Solari Yrigoyen era castigado por dos faltas que los fascistas no perdonan: defender las libertades públicas y, -vaya casualidad- ser uno de los legisladores que estaba trabajando con más dedicación para reformar de la ley de Asociaciones Profesionales, tarea que le valió ser calificado por el líder de la UOM, Lorenzo Miguel, como “enemigo número uno del movimiento obrero organizado”. Hay condenas que honran. Digamos que Solari Yrigoyen reunía todas las condiciones, todas las virtudes, para ser detestado por el fascismo y los amigos de todo régimen totalitario.
Las lecciones de la historia son claras: el fascismo se distingue por su afición a la muerte, pero por sobre todas las cosas por su manera de matar. Esas lecciones Solari Yrigoyen las tenía incorporad en la conciencia. Los hechos en la historia suelen ser más aleccionadores que las teorías más exquisitas. En 1973, defender la libertad sindical significaba arriesgar la vida; en la actualidad puede que se arriesguen intereses, pero nadie supone que está poniendo en juego la vida. Alguien dirá que en una democracia también hay muertos, pero la diferencia reside en que en las dictaduras la muerte es propiciada y amparada por el Estado, mientras que en la democracia los crímenes se investigan y los responsables suelen terminar en la cárcel como lo estuvieron Videla y Massera, o lo están Guglieminetti y Astiz, más la recua de sicarios y torturadores que en los años del Proceso actuaron como señores de la guerra torturando a disidentes, violando a mujeres indefensas, asesinando y recurriendo a los métodos más atroces. Remember. En mayo de 1969 fue asesinado por un comando “premontonero” el líder metalúrgico Augusto Timoteo Vandor. El mítico “Lobo” se había distinguido por organizar -en alianza con los militares- los largos planes de lucha contra el gobierno de Illia, y el 28 de junio de 1966 se había hecho presente con saco y corbata en el acto de asunción de Onganía. La dictadura militar le obsequiaría luego a la burocracia sindical el control de las obras sociales, un regalo multimillonario que le permitirá a esa burocracia sindical peronista disponer hasta el día de la fecha de recursos con los que financian su actividad gremial y, sobre todo, sus lujos privados. Ninguno de esos beneficios le impidió a Vandor, como luego a Alonso y más adelante a Kloosterman, Coria y Rucci, entre otros, morir asesinados en un clima de delirante violencia en el que la vida no valía nada. Panfletos peronistas de extrema derecha lo acusaban a Solari Yrigoyen de Comando Civil del 55 dedicados a perseguir a los obreros. Canallas y miserables. Los únicos comandos civiles dedicados a asesinar dirigentes peronistas y disidentes fueron los Montoneros y las Tres A. Troxler pudo salvar la vida en los basurales de León Súarez, pero la experiencia no lo ayudó para eludir la emboscada tendida por las Tres A. Crueles ironías de la historia. Uno de los hombres que más luchó por el retorno de Perón es asesinado por peronistas. Algo parecido le ocurrió al padre Mujica. No sé si fueron los Montoneros o las Tres A los que lo cocinaron a balazos en las puertas de una iglesia. Lo seguro es que fueron peronistas.
Digamos lo obvio: el peligro de morir acribillado a balazos los dirigentes sindicales peronistas no los hubieran corrido en los años de Illia. Tarde, tal vez un segundo antes de la muerte, es probable que alguno de ellos haya pensado que, efectivamente, no era lo mismo vivir en las aburridas democracias que en las heroicas dictaduras.
La democracia recuperada en 1983 nos encuentra a los argentinos sumergidos en viejos y nuevos problemas. De todos todos, con sus límites y vicios, la democracia como concepto es una realidad con asignaturas pendientes, pero es una realidad que existe, y, por favor, a no olvidarlo, marca un antes y un después respecto de las dictaduras. Siempre conviene tenerlo presente: el más polémico y controvertido de los presidentes de la democracia vale más que el más popular de los dictadores. La democracia tiene límites, pero dispone de una virtud esencial, es perfectible, siempre se está realizando. Sus defectos son los defectos de la condición humana. La democracia es exasperante para muchos, porque nos hace responsables por acción u omisión. Somos responsables de los dirigentes que elegimos y de los que no elegimos y eso, para más de uno, es una carga demasiado pesada. Por el contrario, las dictaduras tienen la “virtud” de liberarnos de esas responsabilidades. El autócrata, el déspota, el tirano, deciden por nosotros. Son ellos quienes nos protegen, nos cuidan y, si se les ocurre, nos quitan la vida.
El fascismo es la muerte y la democracia es la vida. Fue precisamente un fascista, Millán de Astray, el que ingresó a la Universidad de Salamanca al grito de “Viva la muerte, abajo la inteligencia”. En esa consigna, que humilló y escandalizó a Unamuno se sintetiza la filosofía del fascismo y la de todos los enemigos de las sociedades abiertas. Yo tuve la oportunidad de escucharla en labios de un rector de la Universidad peronista en 1975. Se trataba de García Martínez, un fascista que en el Paraninfo se pronunció a favor de la muerte. A esa hora exactamente, los escuadrones peronistas de las Tres A recorrían la ciudad sembrando el terror y la muerte. Hoy los santafesinos vamos al Paraninfo a escuchar conferencias y a disfrutar de conciertos. Cuando no, asistir a los debates de una asamblea convocada para reformar la Constitución Nacional. También en este punto hay una diferencia tajante entre democracia y fascismo. Valgan estas consideraciones algo dispersas para recordar que Solari Yrigoyen fue y es uno de los testigos vivos de ese tránsito político, histórico y existencial de las dictaduras a la democracia. Testigo, como sinónimo de protagonista, de alguien que defendió sus ideas comprometiendo la vida y jugándose el cuero. Los argentinos de bien lo sabemos: todo perseguido en tiempos de dictaduras sabía que contaba con la protección y la defensa jurídica de Solari Yrigoyen. Ongaro, Atilio López, Agustín Tosco, por ejemplo, sabían dónde había que ir para contar con defensa judicial y algo más. También sabían que Solari Yrigoyen no les iba a preguntar si eran de izquierda, cristianos o liberales. Le alcanzaba y sobraba con saber que eran perseguidos por una dictadura. En el exilio, todo argentino sabía que allí había un hombre siempre dispuesto a dar la mano a los perseguidos. Solari Yrigoyen hoy cumple 91 años. Los vecinos lo ven a veces tomar el colectivo para trasladarse al centro. Austero y digno. He aquí un testimonio viviente de alguien que ejerció su condición de político con honor, lucidez y decencia.