El país vivía días de infierno. Corría junio de 1975. La muerte de Perón, menos de un año atrás, generaba una atmósfera de orfandad, no sólo en las huestes peronistas: era un sentimiento mucho más amplio, que se extendía al manejo del proceso político en curso y a la administración de las cuestiones de Estado. La economía en llamas, la guerrilla suelta y las bandas de terroristas del Estado lanzadas a una cacería diaria, hicieron de aquella Argentina, un país sometido a la barbarie, con una sociedad perpleja y aterrada.
Acostumbrada a los liderazgos carismáticos y enérgicos como estaba, el vacío de conducción ya no era una cuestión de extraviada nostalgia por los tiempos “del general”. Esa ausencia permeaba sobre la gente del común transformada en incertidumbre y desasosiego. Una combinación maligna en el ánimo colectivo.
La presidenta María Estela Martínez, quebrada emocionalmente y sin aptitudes naturales para la política, buscó respaldo en la práctica del ocultismo y los rituales esotéricos. Se sentía parte de un oscuro entramado espiritista en el que el “Hermano Daniel”, en verdad su ministro José López Rega, era el verdadero jefe. La Argentina se había vuelto un camposanto a cielo abierto, con secuestros extorsivos y hordas salvajes que se masacraban a la luz del día.
En el libro “El ciclo de la ilusión y el desencanto/Políticas económicas argentinas de 1880 a nuestros días”, los autores (Pablo Gerchunoff y Lucas Llach), luego de describir el curso de la economía tras la muerte de Perón, y una vez eclipsado el Plan Gelbard, construido sobre la base del llamado “Pacto Social” entre las empresas, y los trabajadores, con el refrendo del Estado, afirman: “Una estrategia más drástica se aplicó una vez que Rodrigo, apoyado por López Rega, accedió al Ministerio de Economía. Se anunció un paquete de medidas que incluía una devaluación del 100%, incrementos de las tarifas públicas igual o mayor y liberalización de todos los precios de casi todos los productos. Era el Rodrigazo, que ganaba un lugar en la memoria colectiva al lado de otras conmociones recordadas con aumentativos. Para los sindicatos que por ese entonces acababan de negociar en las convenciones colectivas correcciones salariales del 38%, el nuevo plan equivalía a una declaración de guerra. Cuando la presidenta ratificó las limitaciones a las demandas de las organizaciones obreras, el país se paralizó”.
Caía la primera detonación que impactaba de lleno en la esencia de la clase media, base de la Argentina productiva, de movilidad social ascendente, con mano de obra calificada para el acceso al mercado laboral y niveles culturales y educativos de los más altos de la región. Ese rico tejido social, que diferenciaba a la Argentina del resto de Latinoamérica, empezaría a agrietarse progresivamente, y se reflejaba en ingresos, consumo, salud, empleo, inflación y pobreza. Crujía el Estado de Bienestar, construcción política y amalgama social que se gestó en el período 1916-1945 y se consolidó fuerte en el ciclo 1945-1975 daría sus primeras señales de agotamiento.
Los autores lo explican así: “A esta altura (mediados de 1975) la economía ya estaba pasando de la expansión a la recesión. La situación de pagos se tornó desesperante y el nuevo equipo económico debió recurrir a un acuerdo con el FMI, el primero de un gobierno peronista, y mantener un alto precio del dólar. Se consideraba que, en el contexto de semianarquía imperante, detener la inflación era imposible, siendo más razonable una política de indexación para los salarios, el tipo de cambio y la deuda pública, de manera de, al menos, evitar reajustes violentos y desgastantes”.
Celestino Rodrigo, un burócrata del Estado, que viajaba en subte todos los días al Centro, miembro del staff lopezrreguista en Bienestar Social, pero sin vínculos con el malevaje criminal del ministro, sería apenas el brazo ejecutor de ese plan de ajuste salvaje, aunque su apellido quedaría asociado para siempre al mazazo a los bolsillos. Puso la cara por un programa ideado por otros, los verdaderos padres de ese modelo de sociedad, con menos tutelas estatales, propias del peronismo tradicional, que había reivindicado Perón en su segundo y definitivo regreso al país, a horas de haber pisado suelo argentino: “Somos lo que las 20 Verdades Peronistas dicen. No hay nuevos rótulos que definan a nuestra doctrina”: en su momento un mensaje por elevación a las organizaciones armadas que meneaban aquello de que el peronismo había pasado a ser un socialismo nacional.
El periodista, investigador y profesor de Historia Marcelo Larraquy, en su obra “López Rega, el peronismo y la Triple A” ensaya una hipótesis interesante al sostener que, después del “ajuste ideológico”, había llegado la hora del “ajuste económico”. En otras palabras, depurado el peronismo de sus sectores de la izquierda armada, corridos ya fuera de las estructuras partidarias, el tiempo de “los infiltrados” estaba agotado: había que meter mano en la orientación de la economía. Lo cual significaba desarticular todo vestigio del gelbardismo en la sociedad. A la distancia, podría decirse que aquello fue el embrión del “peronismo liberal” que consagraría Carlos Menem 15 años después,
“El principal estratega del plan de Rodrigo –explica Larraquy en su investigación- fue Ricardo Mansueto Zinn… la dupla Rodrigo-Zinn fue el alimento ideológico del que se sirvió López Rega para desafiar al sindicalismo”. Efectivamente, el curso de acción del ministro “brujo” apuntaba hacia las estructuras sindicales: la “Patria metalúrgica” había enfrentado con éxito a la “¨Patria socialista” de las tropas montoneras de Firmenich. Y ahora se aprestaba para un combate final contra López Rega y sus tribus rapaces, para recuperar el control del Movimiento y del partido.
Los sindicatos, bendecidos por Perón dos meses antes de su muerte, en su homérica pelea con Montoneros en la Plaza, eran una organización entonces muy poderosa, sobre todo el armado metalúrgico que respondía a Lorenzo Miguel y a la conducción de la CGT, en manos de Casildo Herreras, con la bendición del Loro (como le decían a Miguel) en una simplificación de su nombre. Los clamores sindicales se volvieron himnos de guerra ante el violento ajuste: Ricardo Mansueto Zinn había sugerido en papers sucesivos las medidas a las que Celestino Rodrigo debería poner “el gancho” de la firma. Era imprescindible aplicar una política de shock destinada a detener la inflación.
Con la intención de reducir el déficit fiscal, que volaba, y contener la emisión monetaria descontrolada, Isabel daría vía libre a lo que López Rega (“Lopecito”, en la jerga de Perón cuando quería desacreditarlo ante algunos invitados) ya había acordado con algunas empresas y economistas liberales. Así fue como el rodrigazo caería sobre las espaldas de los trabajadores: devaluación monetaria del 100%, fuertes incrementos, superiores al 20% en todos los casos, de los productos de la canasta familiar: pan, leche, leche en polvo, harinas, manteca, aceites y otros de consumo diario en las familias. El transporte de pasajeros, como el subte (que tomaba a diario el propio Rodrigo), el colectivo y el ferrocarril aumentaría entre 75% y 150%, los combustibles hasta 180%, la suba de las tarifas de los servicios públicos (entonces todos en manos del Estado) tocarían en algunos casos el 200%. Los taxis serían un 140% más caros. La inflación se dispararía a niveles estratosféricos y alcanzaría picos distorsivos con relación a los salarios. Al final del diluvio homérico y tras barrer los residuos de la tormenta, quedaban los números crudos: en julio de 1974, la inflación anual era del 25,1%, y a fines de 1975 había subido a 182%.
El impacto social fue devastador. La gente, desesperaba, se volcaba sobre las góndolas, ya semivacías por la especulación y el desabastecimiento de las incipientes grandes cadenas, fenómeno que se repetía en los estantes de los “almacenes de barrio”, todavía importantes bocas de expendio, que aún resistían el embate de la concentración económica.
Los contratos de todo tipo, alquileres, deudas o compras ya pactadas de autos o propiedades, en horas quedaban reducidos a papeles inservibles. Familias y empresas fueron a la quiebra sin remedio. El país había cambiado de la noche a la mañana. La periodista María Seoane, en su libro “Argentina/El siglo del progreso y la oscuridad (1900-2003) escribiría: “Junio de 1975 fue el último mes del gobierno efectivo del peronismo, Y tal vez la última oportunidad de una Argentina que pulseaba por encontrar un desarrollo capitalista autónomo del capital extranjero. La cuenta regresiva para el golpe militar de 1976 se inició durante este convulsionado mes”.
Hubo inmediata resistencia asalariada. El 24 de junio, en una manifestación planificada, pero desbordada por la espontaneidad de manifestantes sueltos, con su enojo en carne viva, fue contada por Larraquy de modo tal que hoy mismo, 50 años después, hiela la sangre. Concentrada en Plaza de Mayo la multitud le tendía un puente de plata a la Presidenta: “¡Isabel coraje, al Brujo dale el raje!”, repetían con la bronca a flor de piel: dispensaban a la Presidenta de su complicidad con López Rega, el siniestro matón de guante blanco que había transformado el país en un humeante campo de batalla.
Ante el coro popular que animaba a echar al todo poderoso ministro, Larraquy contaría la siguiente escena: “López Rega le pidió a la presidencia que saliera al balcón y frenara el aumento salarial. Ella no quiso. Se puso cerca, el rostro pálido, los ojos virados, hasta que el ministro, quizá para que saliera de ese estado, quizá para que reaccionara, entendiera o lo que fuere, le pegó una cachetada a la jefa de Estado, delante de todos, en la Casa Rosada. Enseguida, el ministro sintió el frío caño de una pistola apoyándose en su cabeza. Isabel volvió a la normalidad. Por favor, déjelo –dijo-, Daniel lo hace para devolverme a la realidad. Es para ayudarme. Yo a veces me confundo…”
Según Larraquy, tres personas pudieron haber sido quienes apoyaron sus pistolas en la sien del Brujo: el edecán naval Pedro Fernández Sanjurjo, el comisario (RE) Héctor García Rey, entonces subsecretario de Seguridad Interior y el coronel Vicente Damasco, ministro del Interior. Finalmente, Isabel saldría al balcón, evitaría una respuesta sobre las paritarias. Su intención habría sido, simplemente, la de actuar como escudo protector de López Rega.
100 mil personas en la Plaza
El 27 de junio sería la jornada quizá más determinante para acelerar el derrumbe de López Rega, el hombre que había pasado de mucamo intrascendente a ser el último que, al final de cada día, un año atrás, le daba sus “buena noches, general” a un Perón con la muerte cercana, en el epílogo de su vida. Una forma de poder no convencional, pero de un irresistible efecto sanador: asistir en su decadencia irreversible a una persona ilustre en sus necesidades más íntimas.
Quizás por eso, Isabel no tendría fuerzas ni coraje para despedir a López Rega. Seguramente también le faltaba voluntad. Sin embargo, en esa jornada memorable, 100 mil personas en Plaza de Mayo, la mayoría sin encuadramiento sindical, protagonizarían lo que pocos creían posible: la épica colectiva de echar a patadas al Brujo de la Casa Rosada y transformarlo en un cadáver político. La militancia metalúrgica marcaba las consignas del momento, que seguían preservando a la Presidente e insistían con aquello de “¡Isabel coraje, al Brujo dale el raje!” El coro volcánico del resto de la muchedumbre tapaba esa consigna benevolente por otra menos amable, más procaz y potente, al ritmo de pegadizas tonadas de moda: “¡Lopez Re … López Re,,, López Reeeega…la puta que te parió!” Isabel convocaría al gabinete a Olivos al final de la movilización y por medio de elipsis herméticas ratificaría las políticas de López Rega, quien como recordaría Carlos Ruckaud (ministro de Trabajo de Isabel al finalizar la crisis) sonreía con ironía al creerse triunfador. No lo era.
Las fábricas ardían, las comisiones sindicales eran desobedecidas por sus bases. y se aceleraba la planificación de una huelga general de 48 horas para los días 7 y 8 de julio, que empalmaban con la celebración del 9, jornada de la Independencia. Al día siguiente, Isabel anunciaría por cadena nacional dos decretos: uno para derogar las paritarias, ya hundidas por el estallido inflacionario de la mega devaluación, Y otro para fijar un aumento del 50% del salario básico. Había caído el escudo con el que protegía a López Rega, quien el 11 de julio presentaría su dimisión y en pocos días más se iría del país con un salvoconducto diplomático daba por Isabel como “embajador plenipotenciario”.
Sobre la planificación del “rodrigazo”, en su libro “Historia de la Clase Media argentina/Apogeo y decadencia de una ilusión”, el historiador Ezequiel Adamovsky tiene una mirada similar a la de Larraquy y otros investigadores de aquel momento. Conjetura que “el plan de ajuste –que pasó a la historia como ‘el rodrigazo’, aunque su cerebro planificador fue el viceministro, el banquero Ricardo Zinn- estuvo diseñado para licuar las deudas de los empresarios y reducir el poder adquisitivo de los salarios…En los hechos, el plan significaba una fenomenal transferencia de ingresos hacia los sectores más ricos y un empobrecimiento relativo para la enorme mayoría de la población.”
Sin López Rega a su lado, y con la consecuencia de percibir las ruinas generadas por el draconiano ajuste de la economía, la presidente colapsó. Con su salud quebrada, tomaría un descanso en la quietud cordobesa de Ascochinga: el presidente del Senado, Italo Luder, asumiría su reemplazo temporal, como lo indicaba la Constitución. Detrás de la escena, las FF.AA., otra vez árbitros de la institucionalidad, debatían con el peronismo no verticalista y los sindicatos de peso cómo se podría desplazar de la Casa Rosada a la Presidenta. Luder se negaría una y otra vez: “No voy a ser el traidor de la viuda de Perón”. El “rodrigazo” ya había cumplido con la misión de pavimentar el regreso de los militares al poder. Dejaban la mesa servida para la venganza de aquel “se van, se van, se van y nunca volverán” del 25 de mayo de 1973.
Publicado en Clarín el 4 de junio de 2025.
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