sábado 21 de diciembre de 2024
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Gobernanza sin Gobierno

La posibilidad para muchos inquietante de que un sistema político e institucional funcione al margen de su capacidad para garantizar la existencia misma de un gobierno, entendido en el sentido preciso de un esquema de gobernanza basada en un equilibrio armónico de poderes, parece haberse instalado finalmente en la Argentina.

No cabe sorprenderse ya que es, acaso, uno de los rasgos centrales de los sistemas democráticos contemporáneos. En los sistemas parlamentarios, la posibilidad de un gobierno sin base en el equilibrio de las instituciones es un supuesto normal y de hecho frecuente. Sobre todo en países de sistemas partidarios no polarizados, en los que los resultados electorales no siempre hacen posible la constitución de mayorías gubernativas. De alguna manera, es uno de los supuestos básicos del sistema parlamentario y justifican su adopción casi universal.

El sistema se reajusta en función de las mayorías cambiantes, a través de los mecanismos de confianza y censura a las gestiones de los poderes ejecutivos. En los sistemas presidencialistas, una situación de desequilibrio redunda rápidamente en una crisis de poderes que, cada vez más, suele desembocar en procesos de erosión de la base política del gobierno.

En América Latina, se expresa a través de la crisis recurrente del poder presidencial. De hecho, ha sido una razón principal de la quiebra de las democracias.

Hasta hace algunos años por la vía de los golpes cívico-militares y, desde los años ‘80, por la vía del impeachment de residentes que, carentes de apoyo político, precipitaban el ascenso al poder de los vicepresidentes. A partir del comienzo del ciclo político actual, hacia los 2000, el sistema político comenzó a administrar mejor los vacíos de la institucionalidad vigente, por la vía de la consolidación de gobiernos altamente concentrados, que compensan la debilidad política extrema de los presidentes con el recurso a la centralización de facultades de emergencia.

Es el caso de casi todos los países de la región, con matices diferenciales mínimos. Se abren así incógnitas recurrentes. ¿Cómo traducir el mapa resultante de la competencia polarizada de las elecciones, con el mapa dinámico y cambiante de las expectativas de la sociedad, de las necesidades viejas y nuevas que el mismo cambio político retroalimenta? En nuestro país, las respuestas son cada vez más difíciles.

Los negociadores tanto por parte del Gobierno como de parte importante de la oposición parecen haberlo entendido así, luego de derrotas sucesivas en el intento del Ejecutivo de doblegar a las mayorías calificadas del Congreso. El problema es que, detrás del hiperpersonalismo del lenguaje de las campañas permanentes de uno u otro signo, no parece haber mucha sustancia.

La sociedad tiene la impresión de que detrás de la fachada de la política, no hay más sustancia que un vacío profundo de ideas, de compromisos y de proyectos. Desde hace mucho tiempo, la política y los políticos renunciaron a las ideas y conciben su trabajo en términos estrictos de supervivencia. El grado creciente de desapego y desconfianza social hacia la política tiene aquí su explicación más importante. La gente no confía en la política porque la política tampoco confía en la gente. Las razones para el pesimismo son claras. El Presidente Javier Milei es el más débil y vulnerable de la historia contemporánea. Si se sostiene es por la secreta convicción de parte importante de la sociedad de que detrás de ese expresionismo a veces brutal de su estilo político, hay alguien personalmente honesto, que trata de convertir su sinceridad expresiva en un argumento central para gobernar.

En este sentido, el consenso de que aún goza depende de su capacidad para mostrar hacia dónde va y a su voluntad de explicarlo. Más allá de que se coincida en sus propuestas, una minoría intensa está dispuesta a defenderlo y no dudará en hacer todos los esfuerzos que se le demanden para evitar que prevalezcan fuerzas en contrario a las que se les descuenta su escasa voluntad de cambio.

La experiencia comparada demuestra que todo gobierno logra conservar este consenso básico en la medida en que conserva esa posibilidad de mostrar un rumbo
y sacrificar lo que sea en aras a su consecución. Cualquier gesto o síntoma de duda en el sentido de la orientación producirá una reacción inmediata.

El nuevo Presidente ha perdido ya el período de gracia de todo gobierno -Milton Friedman en sus consejos a futuros gobiernos libertarios lo redujo a seis meses. A partir de este momento, no solo deberá gobernar casi sin apoyos, con un Congreso dividido, un sistema de justicia en el mejor de los casos desentendido de los temas centrales de la economía y la sociedad, unos medios de comunicación social alertas y vigilantes en una crítica sin concesiones, gobiernos provinciales volcados hacia una defensa excluyente de sus propios intereses y, sobre todo, una sociedad dispuesta a competir en aquello en que debería cooperar y a ‘cooperar’ precisamente en lo que debería competir.

Las chances del Presidente de salir airoso del compromiso, dependen de aquí en más de su capacidad para operar como un gran facilitador, atento y sensible a las demandas y a las capacidades de una sociedad civil notablemente más fuerte que la sociedad política. Capaz, por tanto, de asegurar la agenda de una presidencia de transición. La campaña ha terminado. Una perspectiva como la expuesta está muy lejos de constituir una pesadilla: es más bien la concreción del sistema de pesos y contrapesos previsto en la Constitución, basado en el modelo de la república federal y la lógica parlamentaria hoy por hoy vigente en todas las democracias avanzadas.

La fuerza de un gobierno depende así casi exclusivamente de sus capacidades y posibilidades de generar una base de gobernanza. Es decir, de equilibrio de poderes, sustentable más allá de la emergencia.

Publicado en El Cronista el 18 de septiembre de 2024.

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