jueves 26 de diciembre de 2024
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Gardel y la suprema cordura de los vagos

I. A la historia puede que le falten o le sobren algunos detalles, pero estimo que en lo fundamental, en lo que importa , es verdadera, con esa singular consistencia de verdad que poseen aquellas historias que se confunden con la leyenda y el mito. Mi memoria la recupera porque el jueves pasado estuve en Buenos Aires, me alojé en un departamento de calle 25 de mayo, paralela a Leandro Alem, “el bajo” de Leandro Alem, el antiguo Paseo de Julio al que Fresedo le dedicó un tango y Borges un poema. Paseo de Julio que concluye casi sobre la Casa Rosada y en donde, cada vez que lo recorro, me cercioro de que casi llegando a la esquina persiste una vieja casona con una placa que nos recuerda que allí estuvo alojado José Hernández dedicado a escribir la primera parte del Martín Fierro. Notoriedad parecida tienen los bodegones de Leandro Alem, aunque al que me voy a referir fue demolido hace años por la piqueta y hoy en su lugar funciona uno de esos supermercaditos que en los últimos tiempos han invadido la ciudad desplazando al rincón de los trastos viejos al almacén, la despensa y el añejo fondín. El Paseo de Julio persiste por lo que aún sobrevive y por lo que ya no está, por lo que alguna vez fue por lo que hoy es apenas recuerdo, retazos de memoria que se deshilachan.

II. Donde ahora hay un inofensivo supermercado funcionó, tal vez durante décadas, un célebre bodegón al que asistían de madrugada los trasnochadores que frecuentaban los bravos piringundines de la noche porteña. Un amigo de mi abuelo contó alguna vez la historia cuyos rasguidos me llegaron décadas después a través de mi tío Cipriano que la repetía como una contraseña selecta para consumo exclusivo de gardelianos. Puede que la historia haya sucedido en 1931 o 1932. No mucho más. A lo sumo 1933, el último año que estuvo Gardel en Buenos Aires. Lo seguro es que fue en invierno, una madrugada fría de mayo o junio. El bar estaba repleto de hombres que despedían la noche o recibían la madrugada. Venían del cabaret, del burdel, del dancing, de alguna mesa de timba, del teatro, tal vez de algún entrevero con la policía o con otra banda. Los oficios eran diversos y no era prudente andar preguntando demasiado. Rufianes, marinos, vividores, periodistas, músicos, poetas, actores, malandras, carreros. No era un lugar lo que dice recomendable, pero le alcanzaba y le sobraba para ser un lugar de hombres jugados. Poco cuesta imaginar el bullicio, las voces, las risas, las mesas ocupadas por hombres dedicados a cultivar su condición de hombres: los mozos paseando con las bandejas, el rumor afónico de algún tango salido de alguna victrola invisible. En algún momento, se abrió la puerta batiente y entraron tres hombres. Todos de traje, corbata y sombrero. El que iba adelante llevaba colgado sobre los hombros un sobretodo. Iba adelante como sin proponérselo o, simplemente, porque sus dos amigos admitían sin demasiadas complicaciones y protocolos que ese hombre morocho, de ojos oscuros, rasgos afilados y dueño de esa distinción que solo se adquiere cuando se ha circulado demasiado por la vida y por la noche, merecía ir apenas un paso adelante. Fue un instante, el instante en el que los trasnochadores que no parecían preocuparse de otra cosa que consumir la penúltima copa y compartir el último chisme, advirtieron que ese señor serio y elegante que acababa de ingresar al bar acompañado de dos amigos silenciosos y anónimos, era Carlos Gardel. Usted no me va a creer, dicen que dijo el amigo de mi abuelo, pero si hubiera ingresado Dios al bar el silencio no hubiese sido tan repentino y absoluto. Yo estaba en la esquina de la barra y al silencio lo sentí en el cuerpo. Entonces me ganaba la vida sacando fotos para un diario que ya no existe, pero verlo a Gardel acercarse al mostrador me paralizó. Me olvidé del diario, me olvidé de la cámara y creo que me olvidé de mi mismo. Supongo que algo parecido les ocurrió a todos. No era necesario que Gardel te hablara o te saludara. Bastaba y sobraba con que pasara a tu lado. Era como una bendición o una Gracia. No voy a exagerar: no era Dios el que había entrado, tampoco venía de misa o de rezar el rosario, pero todos presentimos de una manera tal vez inconsciente que éramos partícipes de aquello que, según los creyentes, tiene que ver con lo sagrado. No exagero ni miento. Todos los que allí estábamos supimos que habíamos sido tocados por el ala del destino, que después la vida podría agasajarnos o maltratarnos, pero nunca podría borrar ese instante, el instante en que Gardel pasó por tu lado. No miento si digo que esa noche o esa madrugada, venía como iluminado. Por lo menos es lo que me pareció a mí y, me animaría a decir que fue lo que les pareció a todos los presentes, incluido los mozos y el pibe que limpiaba ceniceros y juntaba los vasos, el mismo que medio siglo después le contará conmovido a su nieto que lo vio pasar caminando a Gardel cuando él recién estaba dejando los pantalones cortos.

III. Lo vi acercarse a la barra serio y amable; distante pero cercano. No lo vi reír en ningún momento; tampoco escuché su voz. Nadie lo molestó pidiéndole un autógrafo o alguna tontería parecida. El único gesto que recuerdo de él son sus dedos acariciando el ala del funyi marrón a modo de saludo a toda la concurrencia. Y el gesto fue tan preciso, tan personal, que todos sin excepción se dieron por saludados; fue, para decirlo de una buena vez, como si se hubiera tomado el trabajo de saludar a cada uno mano a mano. Incluidas las dos putas insomnes que en una mesa esperaban la llegada de la madrugada para ir a dormir a la antigua pensión de la otra cuadra. El patrón del boliche estaba como encantado. Después no se acordará si sirvió ginebra, caña o vodka; o si cobró la cuenta, porque solo tenía presente que acodado en la barra estaba Gardel y por lo tanto, nada de lo que pudiera ocurrir a cien millas a la redonda tenía importancia. La escena, la visita del Morocho a ese antiguo bodegón de Paseo de Julio, no debe de haber durado más de diez minutos. Y tal vez exagere. Diez minutos que para los presentes se confundió con la eternidad. En algún momento, Carlos se acercó a una mesa contra la ventana donde cuatro hombres compartían copas. No era necesario ser ave nocturna para saber que eran pájaros de avería. Las miradas recelosas, los funyis requintados, los pañuelos en el cuello, los bigotes espesos, las empuñaduras de los puñales visibles entre los sacos oscuros y los chalecos ostentosos. Gardel solo se limitó a darle un apretón de mano al hombre mayor. No sé de dónde se conocían y creo que nadie sabrá nunca ese secreto. Gardel fue breve y preciso. Un apretón de manos y unas palabras en voz baja. Los hombres quedaron como derretidos. Uno, incluso, se tomó la licencia de insinuar una sonrisa que pareció lastimarle la cara. Los cuatro seguramente no olvidaron más ese instante. Gardel hablando con ellos como si los conociera de toda la vida. Esos hombres podían matar o morir sin culpas, pero yo presentí que por única vez en su vida sintieron en su cuerpo una vibración extraña, vibración que si hubieran sido capaces de explicitarla la habrían designado con la palabra “felicidad” Yo recordé años después aquellos versos que Celedonio Flores escribió en su homenaje: “Los guapos más bravos te querían tanto; las pibas más lindas soñaban con vos…”. Se retiró como llegó: silencioso, breve, discreto. Con su sobretodo color arena y su funyi marrón apenas inclinado sobre el ojo derecho. Salió a la recova con sus amigos y se perdieron en la neblina de la madrugada como si fueran los personajes de un sueño. Un carrero que lidiaba con un tungo viejo y flaco comentó luego que le pareció verlo a Gardel cruzar calle Corrientes, la mano izquierda en el bolsillo, el cigarrillo en la derecha. Iba solo. Como despidiéndose; caminando por la calle de una ciudad desierta. “Despreocupado amigo del alba; señor de los tristes”.

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