Con prescindencia de todo recaudo atado al plano de la moralidad, cabe ser reconocida la fuerte dosis de astucia entrañada en la maniobra. La estrategia político-ideológica oficialista consiste en producir un barrido exhaustivo del arco de opciones, a fin de amalgamar en un mismo colectivo incluso las posiciones de cuño irreconciliable. El acierto electoral de la actual formación K derivó de su aptitud para integrar lo excluyente y, así, sumar desde los extremos. La moción de amplio espectro explica la convivencia de antítesis. Desde el populismo de rancio abolengo pobrista y de neta impronta vaticana hasta elaboraciones camaleónicas de coloratura hiperliberal: en la mesa del Frente de Todos (FDT), todos los comensales hallan un sitial confortable. La tónica de amplitud estirada casi (siempre “casi”) hasta el desgarramiento obedece a la necesidad de contener actores de apariencia incompatible en un armado disfuncional aunque operativo. Pero el contraste campea únicamente en el reino de las fachadas. La sustancia que otorga entidad al elenco de heterogeneidades peronistas no varía, sino que obedece a un mismo propósito: el leitmotiv continúa siendo la búsqueda y el mantenimiento del poder a toda costa.
La última novedad en la siempre cambiante puesta en escena del FDT depara una paradoja erigida por izquierda y derecha. No podía ser de otro modo en un espacio donde las contradicciones marcan la clave del quehacer. A un mismo tiempo el oficialismo esgrime agendas de signo radicalizado enarbolando banderas izadas en antípodas ideológicas. Por un lado, la sociedad argentina asiste a la presentación efectuada por Grabois, los gremios y los curas villeros, de un temerario programa de creación de 4 millones de empleos a costa de la módica suma de 10 mil millones de dólares anuales. Dólares a precio oficial, valga la aclaración. La gestación de semejante caja de inspiración papal ―la evocación del franciscano plan Tierra, Techo y Trabajo resulta palmaria― contaría con el guiño del actual dúo presidencial. Y, va de suyo, se recostaría en la beatífica legitimidad ofrecida desde la Santa Sede.
“Acá lo fundamental es que tiene que haber un plan”, subrayó Grabois en su rol de adalid de los desposeídos. Acaso sin malicia, o quizás con toda la tirria, el dirigente social optó por poner el dedo en una llaga que no deja de sangrar. La falta de un curso de acción manifiesto aqueja al Gobierno nacional desde su arribo a la Casa Rosada. El “vamos viendo” rector de la cuarentena devino signo de los tiempos, e imprimió con su lógica de permanente inmediatez un estilo de praxis política tipificable como improvisado. Baste recordar que el intento de estatización de Vicentín perdió todo ímpetu cuando el primer mandatario tomó conciencia de que la gente no iba “a salir a festejar” la apropiación. La renuncia albertista a su forzado berrinche bolivariano alcanza para tomarle el pulso a la forma K de encarar la gestión de los magnos asuntos nacionales.
El siempre expansivo mundo de la pobreza argentina, nicho de santidad visto desde la óptica papal y, sin solución de continuidad, caldo de cultivo del voto oficialista más consolidado, engendró sus propias representaciones. Sujetos como Grabois le dan voz y andadura a un nuevo abordaje de la problemática social: “Si hubiera tenido que juntar cartones, hubiera salido a chorear de caño”. Bajo consignas tan esperanzadoras medra un proyecto de entronización y eternización del entramado de los más necesitados. Por supuesto, lo innovador del programa atrasa al menos cien años: reforma agraria, colectivización, puesta en entredicho de la propiedad privada y apología del delito. El nuevo capítulo de la saga nos conduce a la milagrosa creación de los 4 millones de empleos fondeados Dios vaya a saber cómo. El interrogante presupuestario tal vez consiga resolución por parte del vicario del Señor en la tierra, visto y considerando que su representación institucional local aplaude a rabiar la moción.
En el polo opuesto del pensamiento económico-político, pero siempre al interior del mismo Kambalache, emerge el agente inorgánico Roberto Lavagna entonando un himno de netas reminiscencias neoliberales: flexibilización laboral y rebaja de impuestos. ¿A qué fin? El mismo de Grabois: creación de empleo. En el infinito los opuestos se reúnen en mística comunión. Los espíritus bellos podrían ceder a la tentación de considerar a Lavagna como parte de una fuerza distinta del oficialismo. De incurrir en tamaña inocencia, los de cándido corazón habrán pasado por alto el rol de colectora K que jugó su espacio durante las elecciones de 2019. Trascartón de la victoria, la incorporación de rutilantes miembros de Consenso Federal en el cuarto gobierno K retrata con nitidez la consustanciación que emparentó desde sus orígenes al lavagnismo con la esfera kirchnerista.
Para muestra basten tres botones: 1) Marco ―curiosamente también de apellido Lavagna― asumió al frente del nuevo INDEK (sic); 2) Matías Tombolini, ex candidato lavagnista al cargo de alcalde capitalino, participa de la administración nacional desde la vicepresidencia del Banco de la Nación Argentina, y 3) Graciela Camaño prestó un apoyo determinante a la reciente intentona oficialista de revisar en el Consejo de la Magistratura los traslados de jueces con actuación inconveniente en causas que la afligen a “Ella”. La terna de ejemplos despoja de cualquier ropaje simulatorio el verdadero papel jugado por Consenso Federal en su calidad de fuerza política actuante al interior del Gobierno nacional.
Lavagna ahora alienta un plan para “impulsar inversiones privadas” merced a una reducción del “costo impositivo de la inversión”, apuntalado por “reglas simples y estables, capacidad de compra en aumento y un tipo de cambio real que empuje las exportaciones”. La interpretación de semejante cuerpo de aserciones variará al compás del sentir ideológico de los múltiples Kompañeros de ruta. ¿Qué pensarán Grabois, los gremios y los curas villeros al respecto? ¿En qué punto del camino quedaron los 10 mil millones de dólares anuales para sostener el portento de los anhelados 4 millones de puestos de trabajo? ¿O el clásico voluntarismo oficialista arribó a cotas tan elevadas que juzga posible una entelequia donde los emprendimientos apadrinados por Grabois y Lavagna convivan y prosperen en armonía? La furibunda respuesta corporativa no tardó en hacerse escuchar. Pero no por boca de los exponentes públicos de la izquierda revolucionaria que emana desde los movimientos sociales, ni de las entrañas del aparato eclesiástico. La invectiva provino de la ultraderecha recalcitrante del sindicalismo nacional, que jamás será popular.
Los representantes de los trabajadores apoltronados en su eterna autocracia gremial tronaron contra los “Pilares de un Programa de Crecimiento con Inclusión” (tal la denominación del circunstante ideario lavagnista). Desde las usinas de pensamiento progresista de la CGT, la defensa del trabajo consiste en bregar por el mantenimiento numantino de la “doble indemnización”. La pérdida de aproximadamente 300 mil puestos de trabajo en lo que va de la pandemia debería llamar a la reflexión a los encargados de velar por los intereses del sector obrero. Pero evidentemente la mirada sindical sobrevuela el largo plazo, lapso casi tan extenso como sus mandatos en las centrales que dirigen, logrando columbrar una reactivación futura gracias al estrangulamiento definitivo de las iniciativas privadas. La columna vertebral del movimiento peronista no ceja en su empeño de combatir al capital. Eso sí, salvaguardando de todo escrutinio impositivo y legal sus cuantiosos e inexplicables patrimonios. Mientras tanto, la catástrofe económica producida por la cuarentena interminable arroja guarismos espeluznantes: al día de hoy la pobreza alcanza casi a la mitad de la población del país.
Con sus clásicas acciones refractarias a cualquier medida de aroma promercado, los linajes que monopolizan los cargos en la patota sindical terminan por incrementar la densidad de las bases de los actores que más amenazan a los gremios en el plano de la representatividad social y su consecuente competitividad electoral: los movimientos sociales. Desde el Instituto Patria sonríen. El desconsuelo sindical con las ideas neoliberales de Lavagna termina por nutrir la órbita que la vicepresidente (con “e”) amadrina con éxito proverbial. Ahora bien, el sainete no debe inducir a equívocos. La aparente competencia entre actores de un mismo campo político acude a actualizar la estrategia del amplio espectro. Grabois y Lavagna se involucran en una danza de desencuentros interpretada al ritmo de una melodía compuesta por Ella. Una vez más, la maniobra resulta tan simple como fructífera.
El FDT alumbró un engendro de incompatibilidades aglomerado por el peso del capital político patrimonializado por su verdadera líder. La fórmula “con Cristina sola no alcanza y sin Cristina no se puede” obtuvo una curiosa resolución dialéctica en el empoderamiento de un presidente subordinado. Como consecuencia, en un espacio donde la autoridad formal no habita en el mismo sitio que el poder real, las tensiones entre la agenda lumpenproletaria de Grabois y el plan neomenemista de Lavagna (con el debido respeto al Kompañero Carlos Saúl, quien siempre prestigia al FDT con su infalible apoyo legislativo), deben ser decodificadas como una teatralización destinada a satisfacer el sentir de un heteróclito universo de votantes. Pero a no temer desbordes o rupturas. Los proyectos alternativos expresan simples parlamentos fingidos. Nunca gérmenes autónomos de programas practicables. La nota de crudo escepticismo se justifica por una simple razón comprobada hasta el hartazgo por el presidente de la Nación en lo que va de su mandato. La efectiva deriva económico-política que el Gobierno buscará imprimirle a la Argentina anida exclusivamente en la siempre veleidosa imaginación de la jefa del movimiento.