martes 11 de noviembre de 2025
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Es el Internet, estúpido

Durante los últimos quince años, los populistas autoritarios han estado ganando poder en muchas democracias del mundo: Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Viktor Orbán en Hungría, Narendra Modi en India, y muchos otros. En 2024, incluso países considerados ejemplos de estabilidad democrática, como Argentina, han elegido líderes populistas.

¿Por qué está ocurriendo esto? Hay un amplio consenso en que las democracias liberales enfrentan una crisis profunda, pero no hay acuerdo sobre cuál es su causa fundamental. Numerosos analistas han ofrecido distintas explicaciones, y cada una parece tener algo de verdad.

He intentado resumir estas teorías en nueve causas principales del auge del populismo. Aun cuando todas ellas contribuyen en algún grado, creo que solo una puede explicar por qué este fenómeno surgió precisamente en la última década y cómo adoptó sus características específicas.

Esa causa es Internet.

1. Desigualdad económica

Muchos señalan el aumento de la desigualdad de ingresos y riqueza como la raíz del populismo. Desde los años ochenta, el neoliberalismo ha generado grandes beneficios para los más ricos, mientras los ingresos de las clases trabajadoras se han estancado.
Sin embargo, esta explicación no encaja del todo: la desigualdad comenzó a crecer décadas antes del auge populista. En Estados Unidos, por ejemplo, el 1 % más rico ya se llevaba una porción creciente del ingreso nacional desde los años noventa, pero el populismo no explotó hasta después de 2010.

2. Pérdida de identidad y estatus

Otra explicación popular es la ansiedad cultural o la pérdida de estatus de los grupos mayoritarios. En Estados Unidos y Europa, hombres blancos de clase media sintieron que las minorías, las mujeres y los inmigrantes estaban desplazándolos.
Esto ayuda a entender parte del fenómeno, pero nuevamente, no explica por qué la reacción se dio ahora, y no en décadas anteriores, cuando las tendencias demográficas ya eran evidentes.

3. Polarización mediática y política

También se ha dicho que el populismo crece porque los partidos tradicionales se alejaron de los votantes comunes, dejando espacio a outsiders carismáticos.
Pero esta ruptura de representación política tampoco es nueva. Lo que cambió fue el entorno comunicativo que permitió a esos líderes conectar directamente con millones de personas, sin depender de los partidos o de los medios tradicionales.

Y ahí entra Internet.

La revolución digital y la desaparición de los intermediarios

Internet cambió radicalmente la manera en que las personas se informan sobre política. Antes de la era digital, la mayoría de la gente dependía de un pequeño número de medios masivos —periódicos, radios, canales de televisión— que funcionaban como intermediarios entre los hechos y la opinión pública.
Estos medios no eran perfectos: podían tener sesgos, intereses corporativos o puntos de vista limitados. Pero en general, compartían un conjunto básico de normas profesionales sobre verificación, corrección de errores y responsabilidad editorial.
También operaban bajo la suposición de que existía una realidad común, un conjunto de hechos verificables sobre los cuales la ciudadanía podía debatir.

Las redes sociales destruyeron ese sistema.
Cualquiera con una conexión a Internet puede ahora publicar contenido y llegar potencialmente a millones de personas, sin pasar por los filtros de los medios tradicionales. El resultado ha sido una explosión de información, pero también una pérdida de jerarquías: ya no existe una distinción clara entre conocimiento experto y opinión, entre periodismo y propaganda, entre hechos y rumores.

El nuevo ecosistema mediático no recompensa la veracidad ni la calidad, sino la atención.
Los algoritmos de plataformas como Facebook, YouTube, TikTok o X priorizan lo que mantiene a los usuarios enganchados: lo emocional, lo indignante, lo extremo.
El contenido se selecciona no por su valor informativo, sino por su potencial de generar clics, comentarios y reacciones. Esto ha transformado los incentivos de toda la esfera pública.

Cómo los algoritmos reconfiguran la política

Los políticos y actores sociales aprendieron rápidamente a adaptarse a esta lógica. En lugar de construir coaliciones amplias o desarrollar propuestas complejas, descubrieron que podían movilizar audiencias específicas apelando directamente a sus emociones más intensas: miedo, resentimiento, ira.
Los mensajes simples, los insultos, las teorías conspirativas y los ataques personales se difunden con mayor rapidez y eficacia que cualquier argumento razonado.

La política digital es, por diseño, una política de la reacción instantánea.
Las plataformas premian a quienes generan más interacción, no a quienes construyen acuerdos. De este modo, el entorno digital favorece la polarización: cada grupo se encierra en su propio universo de información, reforzado por los algoritmos que filtran contenidos afines a sus creencias.

El efecto acumulativo es devastador. La esfera pública se fragmenta, las normas de evidencia pierden peso y la confianza en las instituciones se erosiona.
Ya no compartimos los mismos hechos; apenas compartimos el mismo lenguaje.

Las consecuencias del nuevo ecosistema informativo

Las consecuencias de esta transformación se extienden mucho más allá del ámbito de la política electoral.
Las mismas fuerzas que impulsaron el ascenso del populismo también debilitaron la confianza en la ciencia, la medicina y el conocimiento experto en general.
Durante la pandemia de COVID-19, millones de personas se convencieron de que las vacunas eran peligrosas, de que el virus había sido fabricado, o de que las restricciones sanitarias eran parte de una conspiración global.
Estos movimientos no surgieron en universidades ni en partidos políticos, sino en foros, canales de YouTube, grupos de Facebook y cadenas de WhatsApp, donde la información se propagaba sin control y las narrativas más extravagantes obtenían mayor visibilidad que los datos reales.

La desinformación digital no es simplemente un efecto colateral de la libertad de expresión; es el modelo de negocio sobre el que se construyeron las plataformas más poderosas del mundo.
El escándalo y el miedo generan atención; la atención genera clics; los clics generan ingresos publicitarios.
Mientras ese circuito económico no cambie, las plataformas no tienen incentivos reales para priorizar la veracidad sobre el tráfico.

Algunos observadores sostienen que Internet también democratizó la información, que permitió que voces marginadas encontraran un espacio.
Eso es cierto, y no debe ignorarse. Pero la cuestión no es solo quién puede hablar, sino qué tipo de discurso domina el espacio público.
Y en la práctica, el entorno digital ha amplificado a los más ruidosos, no a los más sabios; a quienes generan más ira, no a quienes ofrecen más razones.

Un fenómeno verdaderamente global

Lo más notable es que este patrón se repite en todas partes.
En la India, WhatsApp se ha convertido en una herramienta fundamental para la movilización política, a menudo difundiendo rumores falsos que alimentan la violencia sectaria.
En Brasil, las teorías conspirativas sobre fraude electoral se extendieron por YouTube y Telegram mucho antes de que Jair Bolsonaro las repitiera públicamente.
En Europa y Estados Unidos, las mismas narrativas circulan con mínimas variaciones, adaptadas a las ansiedades locales.
La coincidencia temporal y temática de estos procesos en contextos tan distintos sugiere que comparten un origen común: el entorno digital global.

Hacia una nueva arquitectura de la información

No hay una solución simple para este problema. La regulación de las plataformas es compleja: hacerlo mal puede dañar la libertad de expresión; no hacerlo, puede destruir la democracia.
Sin embargo, debemos reconocer que el diseño actual de Internet —sin filtros, sin jerarquías, guiado por la lógica del clic— no es compatible con la deliberación democrática a largo plazo.

Necesitamos una nueva arquitectura de la información, que combine libertad con responsabilidad, y que devuelva algún tipo de autoridad a instituciones capaces de distinguir entre hechos y falsedades.
Esto no significa volver a un pasado idealizado, sino construir un ecosistema donde la calidad de la información tenga más valor que su viralidad.

La historia de los medios muestra que cada nueva tecnología de comunicación —la imprenta, la radio, la televisión— reconfiguró el poder político. Internet no es diferente.
Pero mientras aquellas innovaciones fortalecieron, con el tiempo, los marcos institucionales que sostienen la verdad pública, la actual revolución digital los está erosionando.

El desafío de nuestro tiempo, concluye Fukuyama, es reconstruir la esfera pública sobre bases más sólidas antes de que la desinformación, el extremismo y el cinismo terminen por vaciar la idea misma de democracia.10

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