sábado 8 de noviembre de 2025
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Elecciones legislativas: avenidas del centro y gestión del disenso

Este 26 de octubre, la ciudadanía argentina llega a las urnas atravesada por una sensación generalizada de intemperie política. No estamos ante una simple disputa entre bloques, sino frente a un escenario de alta fragmentación, donde las identidades partidarias tradicionales se desdibujan y los alineamientos ya no se estructuran en torno a grandes narrativas, sino a climas, rechazos y performances momentáneas.

En este contexto emerge con fuerza la idea de las “avenidas del centro”: no como un lugar ideológico sólido, sino como un espacio que promete orden, moderación y gobernabilidad frente al vértigo de la polarización anterior. El centro se vuelve, más que un contenido, un modo de gestionar la incertidumbre. Es un territorio discursivo diseñado para contener tensiones sin necesariamente resolverlas.

Pero si la fragmentación desestructura adhesiones y el centro se vuelve líquido, ¿cuál es entonces la nueva lógica que organiza la política? Probablemente, la clave esté en la gestión del disenso. Gobernar ya no parece implicar construir consensos estables, sino administrar desacuerdos en sociedades cansadas, diversas, demandantes y desconfiadas. El voto legislativo, en este marco, no es tanto un cheque en blanco como un mensaje fragmentado que obliga a negociar, modular y cohabitar el conflicto.

Tal vez lo más relevante de esta elección no sea quién gana, sino cómo se leerá un resultado que será inevitablemente plural, disperso y lleno de matices. La ciudadanía no solo elige representantes: redefine, una vez más, el modo en que se construyen las legitimidades en democracias donde el acuerdo no es un punto de partida, sino un esfuerzo cotidiano por administrar diferencias sin romper el vínculo democrático.

El gran desafío es para quienes todavía creen en la política como un medio para organizar ideas, generar programas, y construir proyectos sólidos para una sociedad en constante transformación. Lamentablemente para estos, hoy en día la política es el campo de la espectacularización donde las narrativas se tuercen y se fuerzan hasta lo imposible, y los significados pierden el sentido de un momento para otro.

Así mismo, la velocidad con la que acontecen eventos sumamente traumáticos para la convivencia democrática como son los hechos de corrupción protagonizados por el propio gobierno, un triple femicidio en medio de una trama de narcotráfico y tantos otros conflictos de gravísima gravedad institucional, sólo parecen anestesiar a la sociedad que simplemente termina habituandose a una lógica de crisis permanente en la que cada hecho pierde densidad política antes de ser procesado colectivamente.

Esta naturalización del conflicto erosiona la capacidad de construir agenda pública, debilita los mecanismos de accountability y desplaza la participación hacia formas reactivas, episódicas y atravesadas por el enojo o la desconfianza. En un escenario así, la representación se vuelve frágil, la gobernabilidad depende más de administrar tensiones que de sostener acuerdos programáticos, y la democracia queda atrapada en un ciclo de urgencias que dificulta cualquier proyecto político de largo plazo.

Lo que emerja de las urnas este domingo no resolverá por sí solo estas tensiones, pero sí ofrecerá una nueva radiografía de una ciudadanía que vota en un régimen de incertidumbre estructural. Habrá que ver si el resultado abre espacios para alguna forma de reordenamiento político o si simplemente profundiza una lógica de fragmentos que conviven bajo una gobernabilidad negociada y de corto alcance. Más que respuestas cerradas, lo que deja este momento es un conjunto de claves en disputa cuya traducción política recién empezará a discutirse el día después.

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