sábado 21 de diciembre de 2024
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El último estertor económico de la excepcionalidad argentina

Durante los años 60 tuvo lugar el último gran debate sobre el desarrollo económico y social del país. Sus pioneros fueron el presidente Arturo Frondizi y su socio ideológico, Rogelio Frigerio. Partían de un diagnóstico certero: el control de cambios instaurado en 1931 por los imperativos de la crisis le conferían a la moneda nacional un atraso atizado por los procesos inflacionarios desde la posguerra.

Y si había un síntoma terminante de esa traba era el estrangulamiento externo por el desajuste entre importaciones y exportaciones. Su correlato fueron el estancamiento y el atraso de toda la estructura económica nacional. Consciente de la descapitalización, Frondizi, como Perón antes, entendió indispensable recurrir al capital extranjero. Menester para lograr el autoabastecimiento petrolero: las compras se devoraban casi la mitad de nuestros saldos exportadores. Para atraer esas y otras inversiones era necesario acabar con el régimen cambiario y sincerar el valor del peso. 

La devaluación practicada a tales efectos en 1959 impactó con dureza en los salarios, por el alza concomitante del precio de los alimentos. Pero el nuevo valor monetario superó con creces a la inflación, generando un amplio margen para la operatoria de las inversiones. Además de las energéticas, se radicaron durante los tres años siguientes las químicas, siderúrgicas, petroquímicas y, sobre todo, las automotrices. El Estado acompañó el progreso mediante la prosecución de la construcción de caminos –interrumpida desde la guerra– y obras hidroeléctricas. La recuperación tuvo otras consecuencias sorprendentes.

Los esfuerzos destinados a la recapitalización agrícola comenzados por el Segundo Plan Quinquenal justicialista maduraron merced a la producción en escala de maquinaria, fertilizantes y herbicidas, un tipo de cambio incentivante y la reducción de costos de flete. Promediada la década, la resurrección rural era un hecho luego de 30 años de postración. Y no por una mayor generosidad de la demanda del Mercado Común Europeo o de nuestros tradicionales competidores norteamericanos, sino porque por los márgenes de su crecimiento vertiginoso se ajustaron a la mayor oferta local. 

También se registraron otras sorpresas auspiciosas: algunas de las nuevas industrias, como la de maquinaria agrícola, las electrónicas (aparatos de radio, televisores, tocadiscos, “combinados”, grupos electrógenos), las textiles y las oleaginosas empezaron a abrirse paso en los países limítrofes. No supuso un cambio radical del patrón de crecimiento semicerrado, pero sí el eventual germen resolutivo del conflicto endémico entre el agro y las manufacturas abierto en la posguerra. Las “ideas-fuerza” instaladas por Frondizi y Frigerio continuaron así su despliegue atravesando gobiernos civiles y militares durante casi 15 años.

Pero no todo fue color de rosa. Promediado el decenio, el equilibro de las cuentas públicas distaba de ser satisfactorio. Las nuevas actividades requirieron de más importaciones que las estimadas, cronificando el déficit comercial y de pagos. Entre las causas se destacaban las excesivas autorizaciones a importar matrices obsoletas, la reserva exclusiva del mercado interno –otra vuelta de tuerca de la “sustitución de importaciones”– y onerosas eximiciones tributarias que, en algunos casos, equivalían a los montos de inversión. 

De ahí que la irresolución de la pugna distributiva abierta en la posguerra y que sus ciclos trienales de expansión y crisis prosiguieran atizados por la escasa legitimidad y de representación del sistema político. Los sucesivos programas “de estabilización” se intercalaban con los “de desarrollo” –a la postre, inflacionarios– en una secuencia que espejaba la inestabilidad política. El impulso desarrollista ofreció resultados menores a los proyectados.

Los estímulos devinieron, por la inercia de las fluctuaciones y el recambio permanente de los elencos gubernamentales, prebendas de duración indefinida. Sin una dirección política estable, la burocracia pública fue cediendo a las presiones de los intereses corporativos que se encriptaron parasitariamente en su interior. Su correlato fue el déficit inflacionario sojuzgado solo periódicamente hasta las postrimerías de la década, pero descontrolado y financiado por la emisión monetaria y la manipulación de cajas previsionales ya exhaustas. 

La tijera de los programas estabilizadores recayó –como siempre– en la parte más fina del hilo recortando los subsidios a producciones regionales asimismo estresadas por un mercado interno heterogeneizado. De entre todas, se destacaron dos: el azúcar tucumano y el algodón chaqueño. El primero, por el cierre de varios ingenios, con su saga de desocupados, el quiebre de agricultores cañeros y la merma del trabajo de los inmigrantes “golondrina” que acudían anualmente a la zafra desde provincias y países limítrofes. El segundo, por la sustitución de la fibra de algodón por las sintéticas. Los retenes demográficos diseñados desde la Organización Nacional cedieron, y un nuevo torrente de inmigrantes internos se derramó en los grandes conurbanos, aunque particularmente en el metropolitano, cuyo GBA sumó dos nuevos cordones.

Las “villas miseria” se tornaron más densas y se expandió la informalización laboral. Así y todo, aquella ideología fáctica del ascenso enunciada por José Luis Romero seguía intacta, aunque con un sector basculando entre la inclusión y la pobreza. Y cundió la insatisfacción de clases medias estancadas cuyos hijos, frecuentemente graduados universitarios, se insertaron con suerte diferencial en una economía de crecimiento sólido pero mediocre respecto de las expectativas históricas. Malestar que no tardó en politizarse, sentando las bases de un insurreccionalismo que conjugó explosivamente las demandas sociales con las protestas juveniles universitarias. 

Mientras tanto, el debate ingresó en una dialéctica dogmática corroborado por los inefables relatos históricos y la ansiedad gubernamental de generar desde el Estado una “burguesía nacional” ante el supuesto antiindustrialismo “oligárquico” y el escaso entusiasmo de las firmas internacionales. Luego del “Cordobazo” de 1969, se fue extendiendo, equívocamente, la imagen de un país pobre y atrasado cuya postración invitaba a la violencia política. Para disipar el riesgo de una guerra civil, los militares golpistas de 1966 concluyeron que era necesario recurrir al retorno disciplinador del viejo caudillo justicialista.

Simultáneamente, las crisis internacionales encadenadas de los tipos de cambio en 1971 y del petróleo dos años más tarde develaron el agotamiento de los Estados benefactores administrados por políticas keynesianas. Se reimplantaron los controles suprimidos en 1959 y el “pacto social” impulsado por Perón para proseguir el hilo desarrollista sin barquinazos sucumbió luego de su breve tercer gobierno. El resto fue la lenta agonía de la administración de su tercera esposa, Isabel, derrocada por el séptimo golpe militar del siglo, y el agotamiento final del impulso desarrollista. 

Concluyó, entonces, el tercer y último ensayo de superar los desafíos que le supuso al país la crisis de 1930. De sus estertores nació el contemporáneo. ¿Prolongada transición hacia otra secuencia virtuosa o caída libre hacia un destino tan incierto como imposible de adivinar? Las conjeturas optimistas o pesimistas sobre este interrogante poseen el mismo valor que las apuestas en los juegos de azar.

Publicado en La Nación el 25 de octubre de 2023.

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