jueves 22 de mayo de 2025
spot_img

El tratado UE-Mercosur avanza con el impulso español y la resistencia francesa

Por Miguel Ángel Ortiz Serrano.

El pasado 27 de noviembre de 2024, poco antes de que el anterior primer ministro francés Michel Barnier fuese depuesto de su cargo, la Asamblea Nacional gala debatió y votó, por amplísima mayoría, oponerse a la ratificación del tratado de libre comercio entre la Unión Europea y Mercosur (integrado por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay), en vista de su firma el 6 de diciembre de 2024, que confirmaba la culminación del acuerdo de mínimos alcanzado en 2019. Su aplicación definitiva implicaría una reducción masiva de barreras comerciales para integrar un mercado de alrededor 700 millones de personas a ambos lados del Atlántico.

Si bien el comercio UE-Mercosur no es el mayor en volumen actualmente comparado al de la UE con otros bloques —pues aún existen aranceles considerables en determinados productos—, la Unión Europea ha identificado a América Latina como un socio estratégico en el largo plazo que puede contribuir de manera significativa a la estabilidad de las cadenas de valor en un mundo cada vez más fragmentado y con mayores tensiones. Este término, que puede resultar algo abstracto y vago, es crucial para entender por qué el concepto de autonomía estratégica ha ganado tal importancia en el debate económico a nivel comunitario. Durante estos seis años, el deterioro de la situación económica y geopolítica global a raíz del COVID-19, así como el aumento progresivo de los precios de las materias primas y los bienes intermedios, han debilitado considerablemente la competitividad de la industria europea, lo que ha acrecentado el debate sobre cómo proteger, cuidar y potenciar el desarrollo del entramado productivo comunitario para volver a ser una referencia a nivel internacional y estar preparados para el cambio de ciclo tecnológico en un orden multipolar, donde China tiene mucho que decir y que ganar.

En el mundo académico, se suele sostener que las políticas destinadas a favorecer el libre comercio suelen generar mayores beneficios que perjuicios: Mayor variedad de productos, incremento de la competencia y de la productividad global de los factores, convergencia a la baja en los precios, etc. Por ejemplo, instituciones como la Organización Mundial del Comercio, la OCDE o el Banco Mundial han abogado históricamente por un descenso de las barreras comerciales como forma de integrar a las economías emergentes en los mercados internacionales.

Sin embargo, el plano de las ideas dista, en muchas ocasiones, de representar con precisión la complejidad de los fenómenos que se observan en la realidad. El libre comercio, per se, no significa nada. Históricamente, muchos procesos de apertura comercial se han impuesto de arriba hacia abajo. Comenzó con el liberalismo británico del siglo XIX, cuya retórica imperialista promovía políticas de bajos aranceles para garantizar la exportación masiva de manufacturas, asegurando al mismo tiempo un suministro constante de materias primas y mano de obra barata procedentes de sus colonias.

Más recientemente, la oleada neocon de los años ochenta del siglo XX —cuyo alcance aumentó tras la caída de la Unión Soviética y la incorporación de su vieja esfera de influencia a los mercados internacionales— desencadenó una globalización acelerada que, como en los tiempos del viejo Imperio Británico, llevó a las multinacionales occidentales a buscar de forma compulsiva mano de obra barata y regímenes fiscales favorables en cualquier parte del mundo, llegando incluso a chantajear a gobiernos con la amenaza de deslocalizarse si no se satisfacían sus intereses, a financiar grupos paramilitares allí donde estos no eran correspondidos o a patrocinar golpes de Estado (como el caso de Lafarge, recientemente).

En relación con esto, no son de extrañar las recientes declaraciones del vicepresidente estadounidense J.D. Vance, quien expuso lo negativa que había sido la globalización con su país, acusando a las empresas americanas de ser adictas al trabajo asalariado barato y de no contribuir al desarrollo nacional al desarrollar toda su actividad productiva fuera de sus fronteras. En un discurso no exento de hipocresía, afirmó que el libre comercio funcionó mientras los países receptores de inversión se comportaron como territorios pobres a explotar, pero acabó volviéndose contra de EE. UU. una vez que estos consiguieron dar el salto tecnológico y cualitativo necesario que les permitió producir manufacturas de calidad, dañando de forma considerable a la industria estadounidense.

Además, existe en Occidente un creciente escepticismo hacia todo lo relacionado con la apertura comercial y librecambio que gana voz y relevancia ya desde la primera presidencia de Donald Trump, allá por 2016. En su momento, clamó contra la globalización anteriormente mencionados que se habían llevado a cabo desde principios de los años noventa del siglo pasado, y da la sensación de que el paso del tiempo no ha hecho, sino acrecentar su hostilidad para con el libre comercio. En Europa, partidos como Rassemblement National o Fidesz se han mostrado abiertamente críticos contra el libre comercio —incluso entre países dentro de la UE— por considerar que dañaban los intereses de sus naciones respectivas, lo que ha añadido más presión a los políticos comunitarios y a los mandatarios de cada país a la hora de movilizarse a favor de acuerdos comerciales amplios y profundos.

No es de extrañar, por tanto, que la inminencia de un tratado de tales dimensiones como el de la UE con Mercosur haya movilizado a gobiernos europeos de distinto signo contra su aplicación definitiva. Muchos de ellos cuentan en sus parlamentos con fuerzas políticas contrarias a dicho acuerdo, así como son perfectamente conscientes de las suspicacias que generan entre la opinión pública. Entre todos, el ejecutivo francés parece haberse erigido en el representante de todos aquellos países europeos que recelan de dicho acuerdo. Entre otras cosas, considera que este daña seriamente los intereses de los productores franceses y europeos, apoyándose en una tesis compartida también por Polonia, Austria, Países Bajos y algunas regiones europeas como la Valonia Belga. Cabe preguntarse, por tanto, si las razones del país esgrimidas por el país galo para oponerse al mismo son consistentes y realistas.

Lo primero es saber si el acuerdo puede tener un impacto macroeconómico positivo, pues al fin y al cabo, uno de los objetivos principales de cualquier tratado internacional, es beneficiar a exportadores e importadores de ambos lados. Timini y Viani estimaron el efecto aproximado que la entrada en vigor del acuerdo tendría sobre la mayoría de las naciones implicadas. En promedio, se observó que en términos exportadores e importadores, las economías del Mercosur se verían de largo mucho más beneficiadas que las de la UE, aunque se puede justificar por las previas dependencias bilaterales entre ambos bloques, mucho más pronunciadas para el caso de los países Latinoamericanos. En promedio, el bienestar también incrementa a ambos lados del Atlántico (entendido como el cambio en el total de exportaciones relativo al comercio total), lo que se traduce en una mayor variedad de productos gracias a dicha apertura comercial. En términos generales, se podría entender a través del gráfico inmediatamente posterior. Además, también tendría efectos positivos en términos de integración o arancelarios globales, pues hace que millones de potenciales, consumidores y productores estén mucho más conectados en un volumen nunca visto hasta ahora.

En el caso español, los potenciales beneficios parecen estar por encima de las pérdidas. Nuestro país ha evolucionado considerablemente en el último lustro, convirtiéndose en una potencia exportadora dentro de la UE. El tratado convierte a España, al menos de forma indirecta, en el enlace natural entre ambos lados del Atlántico, lo que beneficiaría enormemente a los productores nacionales, que ampliarían mercados de forma sustancial ayudados por los enormes lazos culturales, sociales y lingüísticos que nos unen. Todo esto explica, al menos en parte, el enorme apoyo institucional del que ha gozado la iniciativa por parte de los diversos ejecutivos españoles desde su inicio.

Por supuesto, un acuerdo de tal envergadura debe tener salvaguardas y mecanismos que aseguren la competencia, prevengan excesos en los mercados por parte de agentes con demasiado poder, y obliguen a cumplir con unos estándares de seguridad y calidad comunes. Es precisamente aquí donde residen gran parte de las reticencias francesas, cuyo gobierno, presionado por la opinión pública y sobre todo su sector agrícola, no termina de ver con buenos ojos un proyecto tan ambicioso.

Según la Comisión Europea, el acuerdo proporciona suficiente protección a los productores europeos. En concreto, estima que será beneficioso para Francia principalmente en términos exportadores, que vería cómo los sectores eléctricos, maquinaria pesada, explotación de caucho, productos químicos o transporte entre otros incrementan su volumen de negocio en miles de millones de euros, creando numerosos puestos de trabajo y ofreciendo a las empresas galas una plataforma comercial y de inversión sin parangón. Además, especifica que las principales denominaciones de origen y productos protegidos franceses gozarán de especial salvaguarda, tales como los quesos, vinos, las carnes de res y cerdo, etc. Por un lado, dichos productores gozarán de canales especiales para poder exportar sus productos, mientras que a su vez la UE se compromete a establecer una serie de cuotas máximas a la importación de productos agrícolas latinoamericanos, tales como límites a la importación de carne de res, de ave, etanol o de arroz, entre otros. Además, se establece un compromiso medioambiental para que no se incida en la deforestación de la Amazonía para reemplazar los bosques por cultivos masivos de soja o pastos para ganadería bovina, poniendo en marcha un mecanismo de resolución de disputas en caso de ser necesario. Con respecto a los estándares sanitarios y de calidad, se establecen una serie de restricciones que prohiben, entre otras cosas, la importación a la UE de carne de animales alimentados a través de hormonas, productos agrícolas tratados con pesticidas prohibidos en Europa, y estrictos controles que aseguren la trazabilidad de cada mercancía para proteger a los productores comunitarios contra competidores externos que utilizan mecanismos fraudulentos e ilegales.

Por otro lado, en Francia existe un enorme malestar con respecto al tratado, y se mira con gran escepticismo las aparentes ‘garantías’ a las que se compromete la Unión. Anteriores tratados comerciales, como los firmados entre la UE y Sudáfrica en 1999 y 2002 en el marco de los Acuerdos de Comercio, Desarrollo y Cooperación, abrieron la puerta a millones de toneladas de productos cítricos y vitivinícolas que perjudicaron seriamente la capacidad competitiva de los productores españoles y franceses, respectivamente, y que todavía hoy amenazan a sectores ya de por sí muy amenazados por el proceso globalizador de las últimas décadas. Además, los productores agrícolas europeos se sienten desprotegidos por este tipo de tratados, pues los mecanismos de salvaguarda suelen fallar dando lugar a una desigualdad de base que lastra la competitividad de los agricultores europeos. De entre todos, los franceses, históricamente más combativos, se han mostrado frontalmente en contra durante los últimos meses, organizando manifestaciones y protestas para presionar al Gobierno galo contra su ratificación, que ve como a ellos se adhiere tanto la izquierda como la extrema derecha en defensa de su soberanía alimentaria y agrícola. Emmanuel Macron se ha comprometido a no firmar el acuerdo, aunque con el voto negativo francés no basta, sino que se necesita que los países favorables al mismo no lleguen al 65% del total de los veintisiete Estados miembros.

Lo cierto es que, en un mundo en ocasiones distópico, en el que multinacionales como BlackRock adquieren de forma masiva hectáreas de tierra y derechos de explotación de agua potable, especulando con bienes tan básicos en los mercados financieros, resulta lógico que los pequeños productores europeos se echen a temblar ante la inminencia de acuerdos de tal tamaño a escala internacional. La forma de vida de muchos agricultores, ganaderos o comerciantes puede cambiar de forma drástica ante su ratificación definitiva, contra cuyo alcance apenas tienen armas, salvo su voz y capacidad de movilización en países de origen.

Además, a pesar de los mecanismos de salvaguarda a los que se compromete la UE, no hay nada que fuerce en términos reales a cumplirlos, más allá de que los mecanismos del tratado dejarían —al menos de manera nominal— de estar en vigor. Es decir, si el día de mañana un gobierno latinoamericano decidiera hacer caso omiso a dichas regulaciones, habría que ver si de verdad hay consecuencias negativas en caso de incumplimiento. Urge, por tanto, que si se quiere que el tratado llegue a buen puerto, se den las condiciones para que los pequeños productores agrícolas y ganaderos europeos puedan desarrollar su actividad sin gozar de una desventaja de inicio; asimismo para que la industria latinoamericana no se resienta por la llegada masiva de manufacturas europeas, y, por supuesto, dicho acuerdo no tenga impactos medioambientales significativos y contribuya —aún más— a la enorme deforestación y explotación intensiva de los pulmones del planeta. Nos va el futuro en ello.

Publicado en Agenda Pública el 19 de mayo de 2025.

Link https://agendapublica.es/noticia/19818/acuerdo-ue-mercosur-espana-francia?utm_source=Agenda+P%C3%BAblica&utm_campaign=2f2b55821c-EMAIL_CAMPAIGN_2020_10_08_05_49_COPY_01&utm_medium=email&utm_term=0_452c1be54e-2f2b55821c-567855179

spot_img
spot_img

Veinte Manzanas

spot_img

Al Toque

Maximiliano Gregorio-Cernadas

La ecuación argentina

Alejandro Garvie

Nostalgias y otras algias

Eduardo A. Moro

¿A dónde vamos, ahora?