Políticas arteras perfeccionadas durante los últimos 80 años produjeron que abunde en la sociedad argentina gente que no trabaja ni aspira a hacerlo o ignora cómo, un emblema de su decadencia con profundas implicancias, pues el costo político del populismo para que algunos vivan mejor trabajando menos a costa del resto exige a unos ceder derechos y libertades; a otros, canjear sumisión por subsistencia, y a todos, naturalizar la corrupción que financia el sistema.
La herencia recibida por el Gobierno es de una elocuente gravedad: empresarios prebendarios, gremialistas ociosos, jubilados sin aportes, piqueteros, ñoquis, planeros, punteros, desocupados y trabajadores informales, para quienes está íntimamente quebrada una relación sana entre trabajo y remuneración. Más allá de que sea imprescindible iniciarlo, sería ilusorio pretender alijar a corto plazo este bien trincado lastre, pues es muy lucrativo, culturalmente arraigado y arduo de medir en períodos presidenciales.
Entre los factores más estimulantes de un giro drástico –inversiones, innovación, infraestructura, instrucción–, el más autónomo para concretar, en corto plazo, a un costo razonable, con un impacto contundente y más eficaz como fuite an avant (huida hacia adelante) del atolladero que atravesamos, es la inmigración masiva de mano de obra, capaz de reeditar lo que se logró cuando un país casi deshabitado y escaso de trabajadores consiguió revertirse mediante un aluvión de millones de personas laboriosas e ingeniosas que, además y como si fuera poco, transformó al país de un caudillismo cerril en una democracia.
La cuantiosa inmigración espontánea de los países limítrofes ha aportado en las últimas décadas tantas soluciones como problemas a los males argentinos. Por su parte, varios países desarrollados exhiben indicios claros de agotamiento general, inseguridad, envejecimiento poblacional, jóvenes calificados que emigran, fatiga económica, reclutamientos forzados, agravamiento de tensiones étnico-sociales y, sobre todo, desazón acerca del futuro, especialmente entre sus sectores más dinámicos. La Argentina no debe desaprovechar una vez más este propicio alineamiento de los astros, pues dispone de todo lo que la coyuntura mundial persigue desesperadamente: paz, alimentos, energía, trabajo, tierras, recursos, clima templado, una Constitución hospitalaria, una sociedad diversa y afecta a lo extranjero y, sobre todo, la fama planetaria de ser un refugio acogedor para exiliados, perseguidos y menesterosos de todo el mundo.
Por supuesto que semejante empresa exigiría una organización meticulosa y onerosa, pero su rédito sería inmediato y pródigo en capitales, ideas, conocimientos y hábitos virtuosos, pues aunque el país desborda de capacidad ociosa, adolece de una escasez física y espiritual de mano de obra capaz de movilizar ese potencial y detonar la demanda interna de un mercado acotado y poco competitivo.
Pero, además y en particular, una inmigración masiva de gente laboriosa y ávida de libertad provocaría la revolución política que requiere el país para romper el círculo vicioso que la atenaza: liberar a las masas del yugo del clientelismo político y de sus socios corporativos que lucran de la subocupación y la marginalidad. El célebre mandato alberdiano de “gobernar es poblar”, acaso el más icónico y movilizador ideal de la argentinidad política, involucra convocar una vez más a esa genial alianza de apremiante actualidad entre personas libres y laboriosas, una conjunción letal contra cualquier populismo y una apuesta audaz pero revolucionaria para proyectar una nueva Argentina.
Publicado en La Nación el 9 de abril de 2024.