Estamos en plena “batalla cultural”. Lo que Macri no pudo, no supo o no quiso hacer, Milei lo está haciendo. A su modo. Tangencialmente, comenzó a reformular el relato oficial de la historia, proclamándolo desde lo más alto del Estado, con la potencia de un nuevo credo para uso de los verdaderos creyentes, convocados a una “batalla cultural”. O mejor, una cruzada.
Las batallas culturales se libran en el conflictivo terreno del “sentido común”, lo que los hombres pensamos automáticamente, la matriz con la que procesamos habitualmente la información. En ese campo, ritmado por batallas, triunfos, sumisiones, treguas y acuerdos, una de las confrontaciones importantes se refiere a las interpretaciones del pasado común, es decir nuestra historia. No me refiero al trabajo profesional de los historiadores, sujeto a las reglas del oficio, sino a la “memoria” o “conciencia histórica”, que es la forma como los hombres -individual o colectivamente- recuerdan su pasado.
En términos personales, cada uno es libre de construir su pasado con libertad. Recuerda, olvida e interpreta lo que le pasó como mejor le acomode. Pero cuando se trata de comunidades políticas, inevitablemente confrontan las diferentes versiones, personales o grupales. Hay conflictos, imposiciones, transacciones y préstamos, que finalmente decantan en un “sentido común” colectivo, relativamente estable. En algún lugar recóndito de la mente colectiva alguien ha impuesto su versión, su “relato”.
Estamos saliendo del largo dominio de un relato, integrado por núcleos de ideas y sentimientos que a lo largo de un siglo largo se fueron sumando y reforzando mutuamente. Inicialmente fue el nacionalismo patriótico y revisionista del Novecientos, con el que en los años treinta se fusionó el catolicismo integral. En los años sesenta y setenta se agregó el antimperialismo, con algunos toques de marxismo, que fue rememorado por quienes, desde los noventa, recuperaron la tradición de la “juventud maravillosa”. Con Néstor Kirchner pudimos ver la artesanía fina de estas operaciones. De manera asombrosa, sumó una versión de los “derechos humanos” y, finalmente, dio cabida a las nuevas perspectivas de la raza y el género.
Colaboraron experimentados intelectuales, narradores, poetas, filósofos; y el entero Estado se dedicó a la implantación del “relato”, utilizando los clásicos instrumentos del mundo cultural: los medios, la enseñanza, las conmemoraciones, los lugares, los museos… En suma, fue una obra compleja, de alta artesanía; merece un chapeau.
Durante veinte años el relato K fue dominante, pero no desapareció otro alternativo, que se sostuvo en torno de los principios republicanos, Milei trae uno nuevo. No está en el centro de su “batalla cultural”, consagrada a instalar una nueva idea del Estado, a achicar los gastos de sus instituciones culturales y, de paso, inutilizarlas. Pero ese mensaje viene envuelto con algo de historia, con una mirada que parece contraponerse al “relato K”.
El mensaje me parece, en principio, refrescante. Está bien la consagración de Alberdi, el padre de una Constitución que hoy tenemos que proteger sobre todo del “león suelto”; pero el mensaje es incompleto sin la compañía de Sarmiento, educador y demócrata. Lo mismo ocurre con el ayer vilipendiado Roca, que sin duda ha tenido un papel importante en la consolidación del Estado, su territorio, instituciones, moneda y sistema educativo público. Pero el autor del libreto omite que Roca también consagró a una poderosa casta de políticos provincianos, prebendarios del Estado.
Por otro lado hay afirmaciones absurdas que -además de ignorancia- muestran preocupantes zonas negras en el pensamiento de Milei. A principios del siglo XX la Argentina habría tenido el PBI más alto del mundo, y era una potencia mundial, a la altura de Gran Bretaña o Estados Unidos. Son dos ideas más afines con el tradicional nacionalismo soberbio y paranoico -el del “fuimos y seremos los mejores del mundo- que con cualquier variante del liberalismo o del anarquismo.
Lo más inquietante, sin duda, son los imprecisos “cien años de decadencia”, que en su relato cubren casi todo el siglo XX y el comienzo del XXI. ¿Cuándo comienzan? Cronológicamente, corresponden a la presidencia de Marcelo de Alvear, hoy considerada una de las más exitosas de la historia argentina. Conceptualmente, en cambio, parecen arrancar de la ley Sáenz Peña y cubrir las grandes experiencias democráticas que hemos tenido desde entonces. Algo inquietante, si de eso hemos de deducir la parte no dicha del ideario político mileiano.
El nuevo relato, apenas esbozado, parece ser tan dicotómico como el anterior. En esa historia hay unos pocos que se salvan y muchos villanos que arden en el infierno, especialmente en el siglo XX, unos años oscuros en los que solo se han rescatado a Carlos Menem y al salteño Victorino de la Plaza, miembro emérito de la casta provinciana conservadora.
Parecido en estructura al relato K, su construcción es mucho más tosca. La lista de los integrantes del Salón de los Próceres de la Casa Rosada es tan arbitraria como descabellada. Como en un cambalache, aparecen figuras mayores y menores y personajes míticos, como el sargento Cabral, de existencia real dudosa. El colmo es la inclusión de una “Tumba del Soldado Desconocido de la Guerra de Malvinas”. No solo es un absurdo lógico -equivaldría a declarar que el prócer no es San Martín sino su tumba-, sino que no existe nada con ese nombre, ni existirá, pues los muertos en Malvinas son perfectamente conocidos.
Tanta tosquedad e ignorancia me lleva a extrañar -luego de décadas de criticarlos- a Horacio González, José Pablo Feinmann, Ricardo Forster -tres filósofos- o a Pacho O’Donnell, una persona muy culta y respetuosa.
Pero lo peor, para quienes se interesan por el pasado, es el tono de cruzada que tiene la batalla cultural de Milei, que a falta de mejores desarrollos conceptuales abunda en agresiones, descalificación y violencia, cuyo objetivo es destruir a un enemigo que amenaza la fe verdadera, con Mesías y Revelación incluidos.
“Ad ungula leonem“. Por las garras se reconoce al león. Su cruzada cultural se parece mucho a su estilo general de gobernar: tiene algunas buenas intenciones generales -las que me hacen tener esperanzas- y otras espantosas, en las que, afortunadamente, por ahora no pone mucha atención, más allá de formularlas agresivamente. Y sobre todo, hay enormes problemas de gestión que, afortunadamente, acotan razonablemente sus peores iniciativas.
En los dos casos, creo que no. Pero debo admitir que, por mi formación y mi edad, estoy muy lejos de la manera de pensar de sus jóvenes seguidores, de la que no tengo mucha información. Solo puedo decir -como historiador y como ciudadano- que así como espero que Milei destrabe el crucial nudo gordiano de las corporaciones y el Estado -algo en lo que está bien encaminado- anhelo que nuestra sociedad sea lo suficientemente madura como para rechazar su relato. Y me temo que otra vez, como en los últimos veinte años, los ciudadanos y los historiadores deberemos trabajar en eso.
Publicado en Ñ el 3 de mayo de 2024.