Alfred Nobel (1833-1896), por medio de un inusual testamento, destinó gran parte de su consistente fortuna a la institución de un fondo cuyos intereses servirían para alimentar cinco premios anuales para quienes, durante el año precedente, “aportaran el máximo beneficio a la humanidad”. Los primeros cuatro abarcaban disciplinas de renombre académico: física, química, medicina y literatura. El quinto salía del libreto, ya que se atribuiría a “la persona que habrá hecho el más o mejor trabajo a favor de la fraternidad entre las naciones, de la abolición o la reducción de los ejércitos permanentes y de la organización y promoción de congresos para la paz”.
Este premio no era pura extravagancia, sino que participaba de una efervescente temporada de iniciativas nacionales e internacionales dirigidas a poner en tela de juicio la visión tradicional de la guerra como medio legitimo para resolver las controversias. No eran actividades aisladas, sino que acompañaban a otras de índole progresistas en campo social, como aquellas a favor de la jornada laboral de ocho horas y del sufragio femenino, instaladas hoy en la conciencia universal.
La guerra, como los demás ámbitos sociales, fue marcada profundamente por los adelantos tecnológicos de la revolución industrial; a partir del conflicto en Crimea (1853-56), buques a vapor, ferrocarriles y telégrafo impactaron profundamente sus dinámicas, mientras que la mejor potencia de fuego y puntería de las artillerías aumentaban sus horrores. Los fotoperiodistas, presentes por primera vez en aquellos combates, acercaron las masas, en gran parte analfabetas, a la realidad de los campos de batalla, sin el filtro de la memoria privada o de los boletines oficiales de guerra.
El mismo Tolstoi, oficial de artillería en la defensa de Sebastopol, se empeñó en difundir las vivencias humanas de sus camaradas por el medio de dolidos bosquejos, publicados por entrega en tiempo real; la fama literaria llegó al joven escritor junto al apetito para luchar contra las guerras modernas, donde el honor, el coraje y la camaradería dejaban un espacio cada vez mayor a las carnicerías al por mayor.
La familia Nobel participó del conflicto por otro costado. Al momento de su estallido, el padre de Alfred, autodidacta, constructor de fértil imaginación y variadas fortunas, estaba instalado en el seno de la industriosa comunidad sueca de San Petersburgo; logró así comercializar con fortuna sus sistemas de armas más adelantados, como las minas submarinas controladas eléctricamente, que lograron disuadir muchos ataques navales enemigos.
Al terminar la guerra, sin embargo, sus negocios empezaron a vacilar y la familia regresó a Suecia, para especializarse en explosivos; Alfred, en particular, se empeñó en encontrar la manera de estabilizar la nitroglicerina, un compuesto químico altamente inestable y de gran potencia destructiva. En esta búsqueda perdió la vida su hermano menor, Emil, junto con otros trabajadores; Alfred patentaría la dinamita un año después, en 1867.
El padre, golpeado al poco tiempo por un derrame cerebral, nunca superó el shock de esta tragedia familiar. Alfred canalizó su dolor en otra dirección, desarrollando una profunda conciencia de la responsabilidad de los científicos hacia sus descubrimientos, en parte debida también a la amistad con Bertha von Suttner, dama de Bohemia, autora de la exitosa novela Abajo las Armas (1889), un clásico de la literatura antibélica. Decisiva participante de las famosas Conferencia de Paz de La Haya en 1899 y 1907, Bertha fue una de aquellas valientes pioneras que se asomaron a la historia tratando de inclinarla para el bien, en un momento tópico de su desarrollo.
Alfred, aunque estuviera convencido (como escribió a su amiga en 1891) de que la dinamita serviría, quizás, la causa anti bélica, ya que el poder de “aniquilarse recíprocamente en un segundo” convencería a “todas las naciones civilizadas en retroceder con horror de sus intentos y desbandar sus tropas”, decidió actuar, por las dudas, en pos de la paz. Así fue como instituyó los premios que llevan su nombre, otorgados por primera vez en 1901.
Lamentablemente, la disuasión no funcionó y las naciones “civilizadas” no retrocedieron de sus siempre más letales intentos de destruirse mutuamente. A pesar de algunos animosos esfuerzos en el campo del derecho, consecuencias de las mencionadas conferencias, y de las organizaciones internacionales de socorro, tal como la Cruz Roja, se abrió un siglo de tragedias.
Atascada en sus coletazos, después de un tiempo de quimeras globalizadoras, Europa tiene que entender todavía por dónde retomar la senda civilizatoria. No es casualidad que este año, la estrella polar del premio Nobel, “la fraternidad entre las naciones”, aparezca muy lateralmente en el anuncio del nombre de la galardonada.
Manos a la obra, entonces, a retomar un debate en el cual, tal como sucedió en la segunda mitad del siglo XIX, la paz sea la veta de una más amplia lucha de empoderamiento de los más débiles, ya que la igualdad y el mutuo reconocimiento, a todas luces, son las premisas más seguras de una convivencia pacífica -a nivel interno como internacional.
Ahora toca construir una hegemonía cultural alrededor de este simple convencimiento, comprobado ya tantas veces en la historia de nuestros países, así como de nuestro sistema internacional. Su descuido en el último cuarto de siglo le ha costado demasiado al mundo.
PUblicado en Clarin el 27 de octubre de 2025.
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