viernes 18 de octubre de 2024
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El liderazgo de Raúl Alfonsín

En las jornadas sobre Personalidad y poder: líderes y liderazgos políticos en el mundo contemporáneo, e Pablo Gerchunoff le tocó disertar sobre la figura de Raúl Alfonsín. 

Gracias a su amabilidad, compartimos en Nuevos Papeles su presentación en forma exclusiva.

Voy a proponer una definición de líder. Líder es aquel que encarna en su propia persona una ruptura colectiva con el pasado,  el que doblega la fuerza del destino y forja un destino nuevo. ¿Cumple Alfonsín con esas condiciones?  Ya lo creo que sí, entre otras cosas porque la definición está pensada para él. En comparación con otros casos que se tratan en este seminario, hay una particularidad que vale la pena subrayar. Y para explicar esa particularidad voy a dar un rodeo. En su libro El papel del individuo en la historia, el intelectual marxista Gueorgui Plejanov analizó la relación entre el futuro escrito en piedra y el libre albedrío. En su tour de force, Plejanov encontró que había una conciliación posible. Notablemente, muy lejos del materialismo histórico y muy lejos de Plejanov en el tiempo, Tulio Halperín Donghi escribió un texto magnético comparando los proyectos de futuro de Alberdi, Sarmiento y Mitre.  Las disidencias de esos tres hombres sobre el camino a seguir después de la caída de Rosas no podían ocultar una convicción común: esa convicción común era la inexorable grandeza que esperaba a la Argentina. Tres Duhaldes, se ríe  Halperín en su artículo. En contraste con estos ejemplos, lo que queremos destacar aquí de Alfonsín es la voluntad política en medio de una enorme incertidumbre sobre el futuro, una incertidumbre que preñó cada día e interpuso un velo oscuro entre el proyecto y la capacidad de llevarlo a cabo.

Les voy a proponer algunos rasgos del liderazgo de Alfonsín. El de Alfonsín fue un liderazgo corto, el más corto entre los casos que estamos examinando, si no fuera porque los organizadores tuvieron la peregrina idea de incluir a Frondizi.  Liderazgo corto y desgastante, para él y para la sociedad. Corto pero seguido de una influencia larga en la vida política de la nación, una influencia que se hizo sentir hasta su muerte y más allá de su muerte. Digo liderazgo corto e influencia larga, y quiero decir algunas cosas más.  El de Alfonsín fue un  liderazgo esencialmente  civil.  Más civil, desde luego, que los de los generales  Roca, Justo y Perón.  Más civil que el de Yrigoyen, que quiso tener su propio Ejército, y más civil que el de Frondizi, que con el paso del tiempo sepultó su civilidad. El de Alfonsín  fue, además,  un liderazgo construido desde el llano, y en eso sí se pareció a Yrigoyen. Por fin,  el liderazgo de Alfonsín fue para muchos argentinos un liderazgo moral,  el liderazgo del padre de la democracia y del guardián de los derechos humanos. Quizás esto es lo único que se destaca en los tiempos que corren, y no estoy seguro de que esa monotonía sea un acierto conceptual.

Repasemos entonces lo que estoy diciendo: liderazgo corto con influencia larga, liderazgo civil, liderazgo desde el llano y liderazgo moral. Me detengo aquí y me pregunto: ¿no estoy, con esta taxonomía, despolitizando a Alfonsín, que era por sobre todo un hombre con un proyecto de poder, y entonces lo que importa es hasta qué punto pudo realizar su proyecto de poder? Si queremos encontrarnos con el proyecto de poder de Alfonsín para especificar históricamente su liderazgo, tenemos que remitirnos a las causas concretas por las que tanta gente se entusiasmó en 1982 y 1983, volvió a entusiasmarse en 1985, y tenemos también que remitirnos a las causas por las que ese entusiasmo se perdió y en algún momento se canjeó en el mejor de los casos  por respeto.

Vamos a zambullirnos entonces en la política. A los 56 años Alfonsín derrotó al peronismo en elecciones limpias después de un invicto de 37 años del movimiento formado por Perón desde las alturas del poder. Esa sí que fue una ruptura colectiva con el pasado. Alfonsín derrotó lo que por definición no se podía derrotar  porque, a la manera del yrigoyenismo, el peronismo  era una religión popular mayoritaria, y las religiones no se discuten ni se someten a la competencia política. Solo se las derrota con la espada. No es fácil comprenderlo del todo hoy, después de que el peronismo fue derrotado otras tres veces. Y lo que no es fácil comprender es que la primera vez fue distinta, y fue distinta porque el triunfo de Alfonsín bajó de un golpe al peronismo a la tierra, lo convirtió en el partido político más importante de la Argentina,  pero solo eso, un partido político. Alfonsín le quitó al peronismo su sello religioso. Se pudo comprender después de ese 30 de octubre y cada vez más con el paso de los años que con el peronismo en la tierra podía haber algo que se pareciera a un sistema político normal. Generala servida.  Ese fue  el secreto orgullo de Alfonsín, aunque a veces no fue tan secreto y elevó imprevistamente su voz para contarlo.

Pregunta. ¿Por qué  ese orgullo tenía que ser secreto?  La pregunta me parece interesante porque alude a un líder que oculta una de las causas principales de su liderazgo. La respuesta es compleja pero vamos a intentarla. Alfonsín tenía un ingrediente que le agrega interés a su personalidad política y a su liderazgo político.  Alfonsín fue un radical  progresista de raíz cristiana, luego reconvertido a la social-democracia, un radical progresista que, como tantos radicales progresistas y como tantos progresistas en general, no era peronista pero no quería mostrarse como antiperonista aunque en realidad lo fuera. Ese fue  un problema para el futuro del partido radical, que navegó por largos años y con algún disgusto la ambigüedad impuesta por Alfonsín frente al peronismo. Sin embargo, paradójicamente,  la ambigüedad en medio del tornado político fue en 1982 y 1983 un elemento importante de la victoria electoral. Alfonsín ganó las elecciones con los votos del arco no peronista, que los tenía garantizados, pero con un mensaje nacional que no excluyó a los peronistas, y hasta a algunos atrajo a la “Lista 3”.

Hubo allí una astucia política: me refiero a  la consigna del “pacto militar-sindical”. Esa consigna fue un hallazgo, un gigantesco eufemismo político de gran eficacia. Por un lado, esas tres palabras fueron  la descomposición del peronismo en sus partes constitutivas originarias, lo que le permitió a Alfonsín confrontar con el peronismo sin nombrarlo, y concentrando el fuego no sobre la historia larga de un peronismo al que reconocía justiciero, sino  sobre la memoria fresca del Rodrigazo y de López Rega.  Por otro lado, le permitió denunciar, en este caso sin ambigüedades, los dos desastres militares, el de Malvinas y el de la dictadura, con las violaciones de los derechos humanos y el  fracaso económico. Alfonsín supo echar sal en las heridas peronistas y en las heridas militares, y supo conectar políticamente las dos heridas. Esa fue su gran inspiración. El peronismo, enceguecido por un comprensible triunfalismo, le hizo la vida fácil con Luder como candidato y con los sindicalistas al comando.

Me corrijo entonces. No fue una generala servida. Fue una doble generala que entre 1982 y 1983 cambió la historia para siempre. El peronismo ya no es una religión. Es falible y vulnerable. Y los militares están en los cuarteles. Noten que estoy hablando en tiempo presente porque ambas cosas  persisten.  Alfonsín  no pudo cumplir con su objetivo de democratizar a los sindicatos,  pero quedó en la historia como un líder anti-corporativista, como el arquitecto institucional que expulsó del centro de la escena estatal al triángulo Ejército-Sindicatos-Iglesia. Voy a hacer una digresión aquí para evitar confusiones. El anti-corporativismo ya no es lo que era. El anti-corporativismo de Alfonsín era antifascismo, el combate contra dos hechos malditos: José Félix Uriburu, que había derrocado a Yrigoyen, y Juan Carlos Onganía, que había derrocado a Illia.   El anti-corporativismo de hoy  es, en cambio, de naturaleza económica: resuelto el problema mayor por Alfonsín, que en ese sentido domesticó casi completamente al peronismo,  el lugar de Uriburu y Onganía lo ocupan los sectores protegidos y prebendarios del mundo productivo y gremial. Siguiendo las huellas del Alfonsín gobernante, a la versión económica del anti-corporativismo se la percibe trabajando en su mente y en su voluntad, pero con escasa fortuna a la hora de llevarla a la práctica. La coincidencia irrefutable entre aquellos y estos días son las obras sociales sindicales, que le impidieron a Alfonsín hacer realidad su proyecto de seguro nacional de salud.

Así pues,  se podría decir que Alfonsín fue el hombre que puso la piedra fundamental de lo que hoy aparece casi como rutinario: la democracia argentina tiene enormes problemas pero se ha mantenido como una democracia casi siempre competitiva,  sin golpes de Estado, pacífica, bastante republicana, bastante liberal si se establece una comparación con el entorno mundial.  Alfonsín fue entonces un líder democratizador  exitoso, aunque un social-demócrata frustrado,  pero me gustaría subrayar dos cosas. La primera es que a lo largo de su vida nunca disfrutó plenamente de su obra,  y no fue precisamente porque no supiera disfrutar como ser humano.  En el primer capítulo de Memoria política, publicado en 2004, escribió: “La alternativa no era padecimiento o bienestar. La única alternativa era mayor o menor padecimiento”. Son palabras tremendas y desasosegadas para alguien que examina a los 77 años su recorrido, palabras de alguien que cree tener cuestiones profundas pendientes. La segunda cosa que quiero subrayar es que en sus días finales, cuando coqueteó al decir que quería ser recordado “como un hombre bueno”,  fue algo menos que lo que le hubiera gustado ser, algo más recortado: el radical progresista que no quería ser antiperonista  terminó siendo un emblema del arco no peronista de la sociedad argentina. Efectivamente no le gustó,  y tampoco al kirchnerismo, que en medio de sus dificultades de 2008 y 2009 pretendió seducirlo. Quiero ilustrar lo del emblema  del arco no peronista. En los funerales de marzo de 2009  fue la mitad gorila de la sociedad argentina la que predominantemente salió a la calle a despedirlo, a perdonarle su pacto con Duhalde y su menos conocido acercamiento no correspondido a Néstor Kirchner; fue esa mitad la que salió a la calle a transportar  por la calle Callao, desde el Congreso hasta la  Recoleta, el busto del emperador democrático, como hubiera dicho Joseph Roth. Aquella fue una manifestación política, un desafío al gobierno al que no se sabía, por el momento, cómo desafiarlo de otro modo.

¿Por qué pudo convertirse Alfonsín en un líder cuando su apático partido se había acostumbrado a un rol secundario frente al peronismo? En primer lugar, porque en su experiencia política de Chascomús y de la quinta sección electoral de la Provincia de Buenos Aires, se acostumbró desde jovencito  a ganarle al peronismo.  En segundo lugar,  porque en la historia que estamos contando, Alfonsín comprendió la coyuntura y aprovechó su oportunidad, convirtió la fortuna en virtud, capturó el instante, el de la herida profunda de Malvinas. En ese momento fue puro olfato político, como diría Isahia Berlin. En 1982 habían  desaparecido los dos protagonistas del consenso artificial y fallido  de 1972, Perón y Balbín, y era él el que había combatido ese consenso. Y fue él el que llenó el vacío.   Bajo su liderazgo nació entonces la democracia argentina, que no fue la primera de Sudamérica  porque antes estuvo Bolivia, pero fue la más importante por dos razones sobre las cuales quiero detenerme brevemente porque ilustran lo que voy a llamar “inventiva política”.

Por un lado, fue la  más importante porque Alfonsín tuvo una vocación exportadora de la democracia, de lo cual tomó nota Ronald Reagan el 21 de marzo de 1985, cuando Alfonsín le habló en nombre de América Latina sobre la autodeterminación de los pueblos. Cuando hago referencia a la vocación exportadora  me estoy refiriendo a que Alfonsín estuvo convencido de que no habría democracia estable en la Argentina sin democracia en la región. No había en su manera de ver las cosas democracia en un solo país. Para exportar la democracia trabajó Alfonsín mirando a Chile, Uruguay, Paraguay y Brasil.  Jesús Rodríguez  explicó muy bien en su libro el caso chileno. Y de ese caso me gustaría enfocarme en un  detalle especial. Alfonsín  le había dicho a Reagan que no había soluciones militares para los problemas políticos, recordándole el principio de no intervención, pero también le dijo a Fidel Castro en 1986, durante su viaje a la Unión Soviética, que Chile no volvería a la democracia infiltrándole focos guerrilleros.  Alfonsín tenía un objetivo y un método, y por otro lado lo que menos quería era que el territorio argentino se convirtiera en refugio de combatientes anti-pinochetistas, y el trabajoso acuerdo de Paz y Amistad con Chile, tan importante como “el abrazo del estrecho” de Roca con Errázuriz, se echara a perder. Así se comprende  que la relación con los vecinos fue también una operación política interna, porque en medio de las tensiones dejó sin hipótesis de conflicto a los militares argentinos.

La segunda razón que distingue a  la experiencia argentina de las de la vecindad y de la de muchos países del mundo,  es conocida: la democracia liderada por Alfonsín no fue  una de “borrón y cuenta nueva”  sino “una democracia contra la  impunidad”, y por eso, por ponerse en peligro en esa batalla,  una  gran fuente de la incertidumbre a la que nos referimos al principio. Alfonsín fue en este aspecto –y veremos que en otros- un “tomador de riesgos” desde el primer minuto. Desestimó al presidente italiano Sandro Pertini cuando en 1985  escuchó de su boca: “¡finishela con los militares!, y es lógico  que lo desestimara porque a esa altura las cartas estaban echadas.  A los ojos de la historia, se puede debatir cómo le fue.  Logró la condena de los máximos responsables del terrorismo de estado. Pero jaqueado una y otra vez durante 1986 y comienzos de 1987, debió aceptar, y lo hizo público antes de los hechos de Semana Santa,  una ley de obediencia debida que en la práctica significó una amnistía para todos los oficiales hasta generales de brigada –y rangos equivalentes en la Marina y la Fuerza Aérea-. Eso fue dolor en el pecho. Públicamente Alfonsín se defendió de sus críticos argumentando que hasta  el final de su mandato los comandantes de las tres Juntas de la dictadura quedaron presos.  En la intimidad lo invadió la furia por la libertad de criminales de lesa humanidad permitida por la ley, y por el hecho de que finalmente fue Carlos Menem el que cerró la larga historia de los golpes de Estado cuando el 3 de diciembre de 1990 reprimió con máxima dureza el levantamiento de Mohamed Alí Seineldín.  Sin embargo, además de los comandantes presos, cabe rescatar del olvido el hecho de que el decreto 157 de 1983,  que promovió la persecución penal  de las cúpulas terroristas (así está escrito en los considerandos), se llevó a la práctica parcialmente cuando el 20 de junio de 1984  la justicia brasileña aceptó la extradición de Mario Eduardo Firmenich, quien fue juzgado y condenado a treinta años de prisión por homicidio y secuestro, y beneficiado más tarde por indulto de Menem.  Alfonsín no fue Kirchner en muchos sentidos. Condenó todas las violencias.  Le faltó decirlo en voz más alta. Y le faltó recordar en voz alta que José López Rega terminó sus días preso, esperando su condena.

Al comenzar dijimos que el liderazgo de Alfonsín, como liderazgo popular, fue breve. El mejor momento de su gobierno fue el  segundo semestre de 1985. Repasemos las cuentas del rosario. El  14 de junio se lanzó el Plan Austral;  en octubre la inflación fue de 1,9% cuando en mayo había  sido del 25,1%; el 3 de noviembre se llevaron a cabo las elecciones intermedias de ese año con un triunfo de la UCR, que superó al justicialismo ortodoxo y al justicialismo renovador sumados;  el 30 de noviembre se firmó el Acta de Iguazú, el primer paso hacia lo que más tarde iba a ser el Mercosur; al día siguiente el presidente argentino pronunció el discurso de Parque Norte, una innovación ideológica que llevaría su sello y serviría de convocatoria a fuerzas políticas más allá del radicalismo; el 9 de diciembre se conoció el fallo condenatorio de los nueve comandantes; a fin de año se conformó el Consejo de Consolidación de la Democracia, que iba a proponer una reforma constitucional con tintes parlamentarios. Alfonsín era en ese momento una máquina arrolladora.   Se proponía prolongar su gestión más allá de los seis años estipulados, pero como jefe de un gobierno parlamentario,  y no como presidente reelecto a la manera del Perón de 1949, violando la Constitución. Él no era aquel Perón autoritario.  Era un jefe democrático con un programa de justicia social y en ese aspecto fantaseó con destronar al peronismo como el peronismo había destronado al radicalismo en 1946.   Alfonsín se imaginó a sí mismo por un instante como un Perón democrático. El 25 de diciembre el diario El País de España  titulaba: Alfonsín crea un organismo consultivo para consolidar la democracia y da entrada a peronistas a la Administración. En ese momento,  Alfonsín era un personaje más en la galería de Plejanov. La historia estaba escrita en piedra y él tenía la obligación de llevarla a la práctica. Iba por todo. Iba por el Tercer Movimiento Histórico. Él nunca había hablado de Tercer Movimiento Histórico pero muchos de sus colaboradores sí.  La UCR que él había heredado terminaría siendo, de acuerdo a su proyecto, un recuerdo hermoso, pero lo que asomaba en el horizonte sería inmensamente más grande y vital. Que nadie le recordara en esos días que era mortal, que era políticamente mortal. Que ninguna voz escéptica le sugiriera en esos días que ese sueño no se iba a concretar. ¿Fue la hibris de Alfonsín? Es difícil negarlo.

Hay un consenso casi unánime respecto a que los sueños de Alfonsín  no se cumplieron porque su liderazgo tenía una falla en materia económica. La versión más extendida es que no supo defender fiscalmente los logros del Plan Austral  y entonces todo el castillo se derrumbó. Quizás creyó que era más fácil que lo que realmente era, y tomó otra vez el riesgo sin conocer del todo las complejidades que sobrevendrían. Cuando Juan Sourrouille le explicó el Plan Austral,  Alfonsín le preguntó cuál era la probabilidad de éxito. Sourrouille contestó: “sesenta por ciento”;  Alfonsín se rió: “a mí con treinta me alcanza”.  Así de sencillo.  Si se escuchan o se leen sus palabras, si se descifra su temperamento económico, la de su falla económica parece una versión robusta. Al asumir el poder dijo una frase formidable: “con la democracia se come, se educa y se cura”, institucionalismo progresista exacerbado, oxígeno para una sociedad angustiada por la violencia socio-económica  del último peronismo y de la última dictadura.  Alfonsín estaba convencido que había que luchar contra la subordinación de la sociedad al imperativo económico,  que había que defender la virtud pública frente a las deformaciones del comercio, sobre todo del comercio internacional  (Alfonsín era un cepalino).

Sin  embargo,  hay que tener cuidado con las convicciones tempranas de un presidente sagaz. La pregunta de fondo  es la siguiente: ¿se podía ejercer un liderazgo estabilizador en lo económico en una democracia naciente que todavía no se había estabilizado en lo político, y que con su moral anclada en el combate contra la impunidad  amenazaba a los militares, a su libertad y a sus patrimonios?;  ¿se podía estabilizar la economía sin un pacto político con una oposición  que no terminaba de aceptar su derrota, y sin un pacto con los sindicatos, a los que el nuevo gobierno había amenazado con algo parecido al exterminio y a los que el Plan Austral les había suprimido sine die  las convenciones colectivas de trabajo?  Efectivamente, Alfonsín  sacrificó rápidamente el compromiso fiscal  después del éxito inicial de junio de 1985. El  mandato de la disciplina económica era una quimera.  La sociedad no podía quedar congelada. Alfonsín  tenía que ganar las elecciones de octubre  y  tenía que calmar el encrespado ánimo militar. Sin que esas dos cosas ocurrieran el equilibrio fiscal se tornaba una meta irrelevante porque carecía de significado como meta política. ¿Había otro camino posible?  No para él, no sin echar por la borda lo que su liderazgo político tenía de saliente y atractivo. El “otro camino” era Luder, el derrotado del 30 de octubre, y él no se iba a convertir  en Luder.

El gobierno de Alfonsín se fue, así, desflecando ¿Cuándo fue que el presidente aceptó que las cosas no iban a ser, ni mucho menos, como prometía ese final de 1985?; ¿cuándo derribó el rey en el tablero de ajedrez, aceptando la derrota?  Alfonsín, muy razonablemente, no imaginó que su gesta iba a terminar en un infierno, de modo que la respuesta a la pregunta es “nunca” hasta la explosión hiperinflacionaria de febrero de 1989.  Hay que adentrarse en la personalidad de ese líder obstinado.  Era el hombre que había sido  derrotado tres veces por Balbín pero que en cada intento crecía en la consideración de la militancia radical  y crecía en su propia tenacidad.  Caía y se levantaba.  Quiso convertir la asonada de Semana Santa en su propio 17 de octubre. Insistió en su reforma constitucional  hasta que ya sonó absurdo.  Envolvió a Antonio Cafiero con su talento político.   Eligió a Eduardo César Angeloz como “su” derecha, como si Angeloz fuera “su” Alvear,  al tiempo que lo retaba por volverse demasiado conservador.  Se esperanzó con la candidatura de Menem,  al que en un inmenso error de cálculo catalogó como un adversario más fácil que Cafiero.  Contó hasta diez en Villa Martelli y en La Tablada, contó hasta diez sin épica.  Finalmente, abandonó el poder anticipadamente, pero rumiando desde el primer día  en el llano sus próximos pasos.

Ese Alfonsín de regreso al llano fue un líder a la defensiva,  el opuesto simétrico al que en 1972 se había lanzado a la conquista de su partido, una sombra si se lo comparaba con el  de 1982 y 1983, o con el de 1985, o con el del balcón “de ida” en Semana Santa. El Tercer Movimiento Histórico estaba muerto,  de modo que Alfonsín volvió a pensar en clave radical, encerrado en su vieja casa, tratando día tras día de salvar su jefatura progresista partidaria en medio de la ola reformista de mercado que inundaba la nación y tentaba a no pocos correligionarios. Le costó mucho mantenerse. La palabra “progresista” brotaba de su boca en magnitudes difíciles de medir, muchas  veces como una extorsión para evitar la diáspora.  Sin embargo,   varias pelotas de sus adversarios internos pegaron en los palos.  Aquel que había derrotado al peronismo sumiéndolo en el estupor,  pactó tres veces con el peronismo.  Todo había cambiado, pero si de liderazgos hablamos,  hay que tener presente que Alfonsín nunca fue un Balbín a la sombra de Perón. Siempre pudo revolver el avispero y sobresaltar al destino. Pactó con Menem, entregó la reelección pero reformó la constitución con el apoyo unánime de las fuerzas políticas y salvó la unidad del partido horas antes de que se dividiera entre reeleccionistas con votos  y principistas sin votos.   Él era un principista ya con pocos votos,  pero supo contener a los reeleccionistas con un viraje de último momento.  Capo lavoro institucional;  capo lavoro político.  Dos años después,  Menem era un pato rengo y él pactaba con Carlos “Chacho” Álvarez  la conformación de la Alianza, que derrotaría a Eduardo Duhalde en las elecciones presidenciales de 1999.  Alfonsín se convirtió, tercamente, en el fiscal ideológico de la coalición y en un tábano molesto para Fernando de la Rúa, otro conservador para Alfonsín.  De hecho, el mundo entero, incluso la Internacional Socialista a la que ya pertenecía formalmente, estaba inundada según él de conservadores y neo-liberales.  Proclamar esto  no le molestaba a Alfonsín. Más bien lo exageraba deliberadamente. En su intensa confrontación con el peronismo en 1982 y 1983 había cultivado aquella ambigüedad retórica  para multiplicar el torrente de votos; ahora cultivaba una cierta nitidez socialdemócrata sesentista para influir en medio del vértigo de los noventa, desmarcándose de la moda ideológica. En 2001 pactó con Duhalde una red política de contención  para salir de la convertibilidad al menor costo posible: peronistas del Gran Buenos Aires, radicales de la Provincia de Buenos Aires, un acuerdo que se pretendió sistémico para terminar con la cruz del dólar, la madre del desempleo y la informalidad, según aseguraban los acuerdistas.  A esa altura era ya difícil ver a Alfonsín como un líder,  pero seguía irritando a sus adversarios, sobre todo a sus adversarios radicales, como si lo fuera.  Para lograr eso hizo falta talento.  En cambio fue  cada vez más fácil verlo como un prócer en vida, aún para quienes se irritaban. Eso fue una rareza final,  la batalla entre quienes se empeñaban en construir un monumento llamado Alfonsín y un Alfonsín que se negaba a abandonar su cuerpo de político caliente.  Nunca dejó la política, ni cuando escribió libros, a la Mitre, o dictó cursos en la Facultad de Derecho. Apenas se escucha su voz agónica   vacilando frente a Claudio Escribano que lo visitaba a fines de 2008 en las oficinas de la calle Santa Fe: “¿A usted le parece, Claudio, que yo puedo pensar en lo que puede ocurrir en la Argentina el año que viene?”.

 

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