jueves 7 de agosto de 2025
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El futuro de Europa depende de la confrontación, no del compromiso

Para sobrevivir, la Unión Europea necesita cambiar.

Traducción Alejandro Garvie

Se ha hablado mucho de que recientemente Mark Rutte llamara al presidente Donald Trump “papá” en la cumbre de la OTAN. Sin duda, este desliz indica la impotencia de Europa ante las amenazas geopolíticas. Pero la dependencia del apoyo estadounidense para su defensa no es el único problema. La Unión Europea, un audaz experimento de gobernanza internacional concebido tras la Segunda Guerra Mundial, ha llegado a sus límites.

Lo que presenciamos es el ocaso de Europa, el declive de una unión fundada en principios de paz y diplomacia que ya no puede responder eficazmente al momento. La crisis actual exige una acción decisiva: no la cooperación y el gradualismo diseñados para prevenir la guerra, sino la aceptación de que la guerra ya está aquí y que es hora de luchar.

En la década de 1950, tras la calamidad de la Segunda Guerra Mundial, los países europeos, comprensiblemente, buscaban con desesperación un acuerdo que salvaguardara un futuro de paz y seguridad en el continente. La unión de las naciones europeas comenzó con tan solo seis países como miembros fundadores (Francia, Alemania, Italia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo), conformando una institución radicalmente diferente en tamaño y alcance a la que conocemos hoy. Francia y Alemania eran fuentes constantes de tensión para el continente, y sus líderes ansiaban encontrar la manera de evitar que estos conflictos derivaran en otra guerra.

La simple idea sobre la que se fundó el proyecto europeo fue que la integración económica eliminaría la amenaza de guerra. Los países con vínculos financieros y políticos tendrían más en juego para asegurar la continuidad de la paz. La cooperación aumentaría el beneficio económico para todos, lo que a su vez crearía incentivos contra la escalada militar.

A medida que el experimento europeo crecía, cambió no solo en su alcance, sino también en su naturaleza fundamental. Comenzó su transformación radical con el Tratado de Maastricht en 1991, que estableció la Unión Europea. Unos años más tarde llegó la unión monetaria, la adopción del euro y, posteriormente, el Acuerdo de Schengen, que abrió las fronteras dentro de Europa. Todos estos cambios allanaron el camino para un mayor crecimiento: en 1995, tres países, Austria, Finlandia y Suecia, se unieron a la Unión; en 2004, en una gran ampliación, Europa invitó a diez miembros más. Los países del Este, anteriormente subyugados, fueron aceptados, brindándoles la oportunidad de estabilidad, prosperidad y un futuro europeo pacífico. También fue una promesa geopolítica: quienes se adhieren a los valores occidentales y aceptan las normas pueden convertirse en miembros de la familia europea. A lo largo de este proceso de crecimiento, el proyecto europeo se mantuvo aferrado a la misma idea: que el libre comercio, la prosperidad y los valores liberales servirían como baluartes contra la amenaza de la guerra.

Desgraciadamente, esa idea, por lógica que pareciera al principio, no ha dado resultado.

Es cierto que, a medida que se ha desarrollado el experimento europeo, hemos presenciado una serie de éxitos notables. Incluso la continuidad del proyecto, a lo largo de tantos años, constituye en sí misma un logro. Pero los éxitos de la unión se han basado en sus principios fundamentales de incrementalismo y cooperación. Naturalmente, una organización fundada en tales principios da lugar a un cierto estilo de política y a un cierto tipo de político que destaca dentro de sus parámetros: cauteloso, elocuente y excelente negociador. La institución moldea a sus miembros, y viceversa. Con el tiempo, el patrón predominante se consolida cada vez más.

El problema es que, con el tiempo, surgirá un desafío que exigirá una desviación del método habitual, una amenaza extrema que exigirá medidas drásticas. Cuando esto ocurra, un sistema basado en la búsqueda de consensos y la evitación de conflictos tendrá dificultades para aceptar un cambio radical. Por no hablar de la enorme inercia institucional que debe superarse en el caso de la UE; basta con considerar la gran cantidad de países, oficinas y funcionarios involucrados.

A medida que han surgido grietas —o, mejor dicho, abismos— en el sistema, como era de esperar, han surgido partidos radicales en los espacios vacíos. Estos reflejan la comprensible reacción ciudadana ante el estilo de incrementalismo que ha llegado a dominar la política europea, y que se ha mostrado lamentablemente incapaz de responder a los desafíos actuales. Desde hace tiempo se necesita desesperadamente una alternativa, que no se ha presentado en el marco de los partidos políticos mayoritarios. Los partidos extremistas que han surgido pueden haber identificado y capitalizado correctamente el problema —que la política de cooperación es insuficiente para afrontar los desafíos actuales—, pero no representan ningún movimiento real hacia una solución.

La solución requiere una reconsideración integral del liderazgo europeo en el siglo XXI, en respuesta a las nuevas amenazas que enfrenta el continente. Estas amenazas son existenciales; provienen de Rusia, China, Irán, Corea del Norte, una vasta red de grupos terroristas y todas las demás entidades que conforman lo que podría llamarse la red global del autoritarismo.

La confrontación es parte vital de la ideología de estos regímenes; parte de su esencia es el ataque y la destrucción de las economías de mercado libres y democráticas. Su supervivencia exige librar una guerra contra sus enemigos. La UE no está preparada para lidiar con actores externos que amenazan fundamentalmente su existencia, con quienes no puede encontrar una solución negociada ni coexistir pacíficamente. La política de minimizar el riesgo y buscar el consenso no tiene cabida cuando se está enfrascado en una guerra por la supervivencia.

Y seamos claros: hoy, el mundo occidental está en guerra contra los enemigos de la democracia. Necesitamos instituciones capaces de afrontar esta grave amenaza, de movilizar todos los recursos disponibles y tomar medidas urgentes, sin buscar concesiones ni soluciones alternativas siempre que sea posible. La estructura actual de la UE no se construyó para la transición a un régimen de confrontación, ya que se fundó y se nutrió de un lenguaje de cooperación. Los activos que han sido sus mayores fortalezas son fundamentalmente inadecuados para la naturaleza de los desafíos actuales.

Además de la creciente fortaleza y consolidación de la red autoritaria global, hemos presenciado simultáneamente la retirada de Estados Unidos del escenario internacional. Por ello, la OTAN no es la respuesta al desafío que Europa enfrenta por parte de la red autoritaria: está demasiado dominada por Estados Unidos y depende demasiado de él.

Es fácil culpar a Trump por replegarse y dejar a Europa débil e indefensa, pero solo ha expuesto lo que siempre ha sido una falla devastadora en la arquitectura europea. La UE se estableció y cultivó bajo el paraguas de la protección estadounidense; su fórmula de integración económica nunca se puso a prueba sin el respaldo de la mayor potencia militar del mundo. La Unión nunca ha tenido que valerse por sí sola.

No era realista ni sensato esperar que Estados Unidos siempre pagara la seguridad del continente, y Trump finalmente ha desmentido esta suposición endeble. Europa se ha visto obligada a buscar una salida, mientras Putin continúa sus avances y Estados Unidos se mantiene prácticamente al margen.

El último acuerdo comercial firmado con EE.UU. no hace más que subrayar esta dependencia y sus elevados costes. Los aranceles unilaterales y los 750 000 millones de dólares que la UE se comprometió a invertir en energía estadounidense son pagos apenas disimulados por la presencia continua de las tropas estadounidenses que permanecen en el continente. Europa, incapaz de garantizar su propia defensa, se aferra a lo que Estados Unidos esté dispuesto a proporcionar.

Hasta ahora, Europa no ha podido dar una respuesta eficaz a la amenaza rusa, ya que para ello se requiere un paradigma de gobernanza europea completamente nuevo y audaz. En cambio, hemos visto a los países europeos tambalearse, adoptando medidas dispersas para lograr su objetivo, sin un verdadero deseo de confrontación. El historial de sanciones impuestas al régimen de Putin durante la guerra en Ucrania es un ejemplo perfecto. Se han promulgado dieciocho tramos de sanciones, y, aun así, Putin aún es capaz de librar su guerra, mantener la ofensiva en el campo de batalla y hacer negocios con sus compinches internacionales. Aún hay amplio margen para infligir daño económico al régimen, incluso después de todas estas rondas, ya que ninguna de las sanciones fue diseñada para asestar un golpe financiero decisivo. Son ejemplos del enfoque gradual en la formulación de políticas que encarna la UE, cuyo objetivo es empujar al adversario a la mesa de negociaciones con suavidad. Por supuesto, este tipo de enfoque no funciona con un dictador; de hecho, solo alimenta su agresividad.

Otro ejemplo es el millón de proyectiles de artillería de 155 milímetros que debían enviarse a Ucrania. Medio año después, Europa tuvo que admitir que una unión de 27 países era incapaz de producir ni adquirir esa cantidad. Para colmo, Rusia anunció que Corea del Norte había proporcionado un millón de proyectiles de sus propias reservas. Una de las naciones más pobres del mundo, aparentemente, había superado al continente más próspero en el suministro de munición a su aliado en tiempos de guerra.

En ausencia de líderes europeos dispuestos a asumir la responsabilidad de su nuevo rumbo, el futuro del continente bien podría estar escrito en Moscú. Si Putin atacara a un país de la OTAN que también es miembro de la Unión Europea, eso sacudiría los cimientos de la unidad europea como nunca antes. Por lo tanto, cabe preguntarse si una Europa incapaz de defender a su propia gente puede tener un futuro significativo. Una reunión celebrada tras el bombardeo de una capital europea para debatir una resolución de compromiso solo serviría como lapidación del propio proyecto europeo.

Incluso si los peores escenarios no se materializan, la ineficacia actual de la Unión ya se ha vuelto abrumadora. ¿Podría la Europa actual tener la visión y la capacidad de crear algo como el Espacio Schengen o la unión monetaria? ¿Podría expandirse significativamente si el estancamiento la reduce finalmente a la condición de un mero espectador en la guerra contra Ucrania, la guerra híbrida contra Moldavia o la toma no militar de Georgia?

 

La conclusión inevitable es que la UE corre el riesgo de perder relevancia y desaparecer a menos que se introduzcan cambios fundamentales en el propio Tratado. Obviamente, se trata de una tarea monumental, pero tras presenciar tantos cuellos de botella y fallos en el sistema actual, al menos tenemos una idea clara de cómo deberían ser los cambios necesarios. Y la propuesta básica ni siquiera es nueva.

En 2017, los líderes alemanes y franceses lanzaron la idea de una ” Europa de varias velocidades “, proponiendo la revisión más fundamental del marco de la UE hasta la fecha. De no haber sido por la pandemia de COVID-19 y la guerra de Rusia contra Ucrania que le siguió, esta propuesta podría haber evolucionado hacia un debate más abierto sobre la regionalización de la Unión. Esta idea aún tiene el potencial de resurgir, particularmente en la región nórdica-báltica, donde los países buscan activamente una mayor integración en seguridad y defensa, y donde la amenaza rusa se comprende claramente. Mientras tanto, partes de Europa Occidental ya divergen en intereses de las del Norte. Y en el bloque iliberal, Hungría y Eslovaquia esperan con ansias las elecciones en la República Checa, con la esperanza de que un nuevo gobierno se una a sus filas antieuropeas y prorrusas.

Y, sin embargo, los líderes europeos actuales siguen aferrándose al ideal de un bloque plenamente pacífico, pregonando este compromiso de no agresión como su diferenciación en el escenario internacional. Es como si adaptarse a la nueva realidad de la guerra invalidara la misión fundacional de la UE, cuando es precisamente lo contrario: adoptar medidas nuevas y más severas es la única oportunidad que tiene Europa para salvar el proyecto de paz que con tanto esmero ha promovido.

En ese espíritu, es hora de abrir una nueva página en la evolución de la UE. Las ambiciones imperialistas de Rusia no se vieron limitadas por los acuerdos de Minsk de 2014 y 2015, pero podrían verse limitadas por una revisión de los tratados que conforman la Unión.

Ha llegado el momento de dar el siguiente paso en el proyecto europeo, renovado y reforzado para el futuro.

En primer lugar, la unanimidad. La Unión Europea se fundó como un proyecto de objetivos compartidos y ha aprobado multitud de acuerdos para impulsar su visión. Logros de tal magnitud parecen ahora inimaginables, porque no todos en Europa comparten un propósito común. Hungría, uno de los principales receptores de los fondos de cohesión de la UE, se opone activamente al proyecto europeo. Eslovaquia no se queda atrás. En materia de seguridad, España sigue insistiendo en que la UE es un proyecto de paz y cultura, más que una coalición que también debe defenderse. Si Europa quiere sobrevivir, debe abandonar el principio de la unanimidad.

En segundo lugar, la geopolítica. Europa sanó muchas de las heridas de la Guerra Fría al acoger a los países del flanco oriental. Esta ampliación fue, sin duda, el mayor éxito geopolítico de la UE. Pero la tarea no ha terminado, y aún quedan más beneficios por cosechar. Ucrania, Moldavia, Georgia y Armenia tienen poblaciones que se identifican mayoritariamente con Occidente. La UE debe ofrecer a estos países una vía creíble hacia un futuro europeo, o los enemigos de la democracia seguirán construyendo caminos para ellos en la dirección opuesta.

En tercer lugar, la defensa. El proyecto de paz no puede sobrevivir si no se defiende. La era del dividendo de la paz ha terminado. Debe comenzar una nueva era: una era en la que Europa se defienda a sí misma y a sus aliados. No habrá coexistencia pacífica con la Rusia de Putin. Y Europa podría llegar a comprender que dicha coexistencia con la China de Xi también es imposible. El confiable escudo de seguridad estadounidense no será tan fuerte ni tan fiable como antes. Europa debe desarrollar instrumentos que contribuyan a la defensa de los valores que representa la UE. Debe transformarse de una comunidad amante de la paz en una institución capaz de responder a amenazas de violencia real, capaz de mantenerse firme frente a quienes desean su desaparición.

Europa no está condenada al fracaso. Pero para sobrevivir será necesario comprender que la libertad ya no es gratuita y que deben emplearse todos los medios disponibles para defenderla.

Link https://www.politico.com/news/magazine/2025/08/03/europe-future-authoritarianism-

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