martes 11 de noviembre de 2025
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El estallido de los partidos políticos

El resultado de las últimas elecciones nacionales ha producido un gran desconcierto en algunos, desánimo en otros, frustraciones a montones, algunas esperanzas y la extendida pregunta de las causas motivantes de sus definiciones, consecuencias y efectos.

Huelga decir que para quienes pertenecemos a las generaciones formadas en las doctrinas y prácticas democráticas partidarias, significaron un sentimiento de incomprensión y orfandad.

La situación nos hace recordar aquel magnífico título de Sebreli sobre temas no exactamente iguales pero descriptivo de la ausencia que hoy sentimos: “El Olimpo vacío”. Como si hubieran desaparecido los íconos e ideales instrumentales de nuestras circunstancias cívicas.

Buceando análisis que pretenden explicar a su modo el nuevo tiempo de la política mundial, una vez más nos encontramos con la sabiduría discreta de Natalio Botana y a su desarrollo de la idea que denomina “mutaciones civilizatorias”.

Sin pretender una exégesis perfecta de esa reflexión sobre la evolución de los tiempos políticos en relación a los cambios de cada etapa civilizatoria, parece ser -para Botana- que, a cada sistema de producción económica, de trabajo y de aplicaciones técnicas, ha correspondido una forma específica de organización social y de representación política.

Él describe al detalle cuales han sido, a su juicio, las grandes etapas de esa evolución y concluye diciendo que la mutación generacional que estamos viviendo pivotea sobre tres ejes fundamentales, que serían el fenómeno digital, la robótica y la inteligencia artificial.

La suma de esos factores en distintos grados de desarrollo y avance en cada región del mundo, y en todo el planeta, exhibe como resultado evidente lo que denomina “el estallido de los partidos políticos”.

No hay que hacer mucho esfuerzo para comprender que esos factores enhebrados por los teléfonos celulares y el funcionamiento de las redes han pulverizado las características generales de lo que han sido los partidos políticos con sus historias, sus líderes fundacionales, sus valores y sus distintos sinos, en muchos casos “desde la cuna a la tumba”.

Es decir, para hacerlo más criollo, se nacía y moría conservador, radical, socialista, peronista, demócrata progresista, comunista, o alguna otra cosa.

Esa continuidad casi simbólicamente hereditaria es la que se ha roto en este nuevo tiempo y su primera víctima son los partidos políticos, expresiones colectivas mayores o menores, mejores o peores, que han sido reemplazadas por lo que podríamos llamar la democracia individual, ondulante y cambiante trasversalmente, sin compromisos emocionales con el pasado ni con el futuro, puro presente, coincidiendo en nuestros días con la aparición de figuras o líderes descentrados de todo continente que no fuera su individualidad excéntrica y su voluntad autoritaria.

No sabemos si esto es exactamente así, tampoco si es justo o injusto, menos aún si será para bien o para mal, pero las viudas de los partidos políticos tradicionales estamos observando con sorpresa, y no poco espanto, que esta concentración de poder se presenta en el mundo cada vez más violenta y peligrosa a través de conflictos hoy magnificados por la disponibilidad nuclear.

Lo cierto es que no sabemos tampoco qué hacer frente a todo esto porque nos parece muy triste reducirnos a enviar mensajes individuales espontáneos o inducidos por el nuevo sistema, concentrado cada vez más en pocas manos de gran poderío económico que pintarán al mundo de una manera o de otra.

Por ahora, vaya nuestra profunda inquietud al haber quedado solos frente al enigma que deviene del nuevo estadío de la actual mutación civilizatoria, que parece más un reflejo del mito de Narciso, una exigencia del presente y una despreocupación acerca de los efectos futuros que esto pueda producir a la humanidad, con pérdida del sentido colectivo.

No podemos dejar de recordar a Oswald Spengler cuando alguna vez sostuvo que el avance de las técnicas -y la ciencia, agrego- llegaría a tal punto que significaría la deshumanización de las personas.

Aquí hagamos un acto cuasi religioso y pidamos al señor de todos los mundos que no lo permita.

Queremos vivir en un planeta donde, desde el canario más pequeño hasta el más alegre colibrí, sean capaces de cortejar a una bella flor de la naturaleza, mientras desde la orilla de algún lago los contemplamos con amor y alegría por su simpleza emocional, y por demostrar una vez más que lo pequeño y vulnerable será eternamente bello.

El mundo necesita ternura y pasar de la provocación violenta a la cooperación solidaria. Es una necesidad difícil pero indispensable de intentar. Para ello se requiere no sólo habilidad sino también honestidad. Que así sea.

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