Todos los imperios de la historia han tenido periodos de ascenso y periodos de declive, desde el imperio romano y una decena de imperios en Asia hasta los imperios coloniales europeos, como el español y el británico.
Respecto de Estados Unidos de América, visto en perspectiva y teniendo en cuenta sus cuotas relativas de la población, la economía, el armamento y la ciencia mundiales, no cabe mucha duda de que el periodo culminante fue de 1940 a 1960. Estados Unidos ganó la Segunda Guerra Mundial, una de las pocas guerras justas de la historia; tras la victoria, diseñó el orden mundial con las Naciones Unidas, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, y creó la OTAN con los aliados europeos.
Las décadas de los ‘40 y ‘50 fueron también de hegemonía tecnológica y cultural americana con los automóviles, los electrodomésticos, la televisión, la Coca-Cola y las superproducciones de Hollywood.
La euforia terminó con el asesinato del presidente Kennedy en 1963. Los años sesenta y setenta fueron de desorden interno y externo, con los movimientos de derechos civiles por un lado y la absurda y criminal guerra en Vietnam por el otro.
En contraste con la pauta de los decenios anteriores, hubo una sucesión de presidentes que no completaron un segundo término: Kennedy fue asesinado, Johnson se retiró de las segundas primarias, Nixon dimitió, Ford hizo el ridículo y Carter perdió la reelección. Era un país en desorden y en declive.
Pero hubo un rebote. Desde 1980, los presidentes Reagan, Bush sr. y Clinton dieron un giro que podría compararse con el del emperador Octavio Augusto en Roma, también tras un declive: concentrarse en la política exterior y militar, y dar más autonomía a las provincias o los estados en temas internos, incluidos los asuntos sociales. Fue un nuevo periodo de ascenso imperial. La guerra fría culminó con la reunificación de Alemania y la disolución de la Unión Soviética. Clinton intentó integrar a la nueva Rusia mientras continuaba apoyando políticas interiores menos intervencionistas en asistencia social y temas de familia.
Este rebote se terminó con los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001. Así, los dos periodos de ascenso fueron cerrados por dos episodios traumáticos de esos que cualquier ciudadano recuerda dónde estaba cuando se enteró: el asesinato de John F. Kennedy y el 11-S.
Desde entonces, el gobierno volvió a enzarzarse en aventuras bélicas como una imaginaria “guerra global contra el terror” y absurdas guerras “preventivas” en Iraq, Afganistán, Siria y Libia, ahora ya sin el servicio militar obligatorio que tantas rebeldías había generado, sino con un ejército de profesionales voluntarios. Tras aprender la lección de los efectos políticos negativos de esas guerras, en Ucrania se ha dado un paso más: ya ni siquiera se envían tropas profesionales, sino que solo se venden armas (compradas por el Gobierno a los fabricantes americanos a cargo de los impuestos de los ciudadanos y que el país receptor deberá pagar).
Al mismo tiempo, la polarización política se ha ido acentuando con una sobrecarga de la agenda pública interior con temas de inmigración, raza, familia, género, control de armas y derechos de voto. Aún estamos en esa fase de declive.
Otro rebote del imperio americano en el futuro es posible porque el declive es siempre relativo y depende del desempeño de los otros imperios mundiales. Los principales rivales potenciales no están mucho mejor. Rusia ha estado jadeando y dando zarpazos tras perder un cuarto de su territorio y la mitad de su población tras la disolución de la URSS. China ya sufre la rigidez de la dictadura ante una crisis económica incipiente y padecerá una enorme pérdida de población por escasez de mujeres y baja natalidad. Y la Unión Europea es todavía un proyecto en construcción (al que le haría falta un giro a lo emperador Augusto, como ya expuse en otro artículo).
La mayor debilidad de Estados Unidos es su sistema político ineficiente, con separación de poderes y solo dos partidos, que es poco capaz de gobernar un país tan grande y complejo. Pero gane quien gane la elección presidencial este noviembre, dentro de cuatro años se jubilará la generación de los boomers, ya muy avejentados, y llegará nueva energía creativa de la generación más joven, incluyendo a las mujeres que aún están inéditas en la presidencia.
Hay algunas voces en Europa, muchas en España, bastantes en Catalunya, que se regocijan con el declive de Estados Unidos. Ahora también le llaman Schadenfreude. En España, muchos tienen una opinión desfavorable de Estados Unidos (40%, según el Pew Research Center). Pero también es el país de Europa con la proporción más pequeña de ciudadanos capaces de mantener una conversación en inglés (27% frente a una media europea del 40%, según el Eurobarómetro). Parecería que todavía sobrevive aquella vieja España de Antonio Machado, que “desprecia cuanto ignora”.
Hay dos raíces históricas de este desapego. La más reciente es que, a diferencia de Francia, Italia o Alemania, España no fue liberada del fascismo por los americanos. Pero el desamor ya venía de antes: los penúltimos coletazos del imperialismo colonial español chocaron con los primeros testarazos del imperialismo americano en lo que unos llaman la guerra de Cuba y los otros la guerra Española-Americana.
Este enfrentamiento aún reverbera, por ejemplo, en las habaneras en la Costa Brava, cuando los veraneantes vociferan a coro: “Tingueren la culpa els americaaans!”. Ya lo advertía la fábula: los que no pueden alcanzar las uvas dicen que están verdes.
Publicado en Clarín el 30 de julio de 2024.
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