jueves 22 de mayo de 2025
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Don Quijote, libertad de prensa y propiedad

En una interesantísima nota publicada en La Nación el 13 de mayo, José Claudio Escribano vapulea merecidamente a un ministro, que ha adoptado una posición horripilante en la materia, en línea con el gobierno en general. Escribano cita a Cervantes, por boca del Quijote – no olvidemos que Cervantes era súbdito por entonces de un régimen despótico (aunque dotado aún de gran legitimidad).

Veamos qué le dice el Quijote a Sancho, explicándole su decisión de no seguir usufructuando de la hospitalidad de los duques de los que, hasta ese momento, eran ambos huéspedes que gozaban de trato principesco:

“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra y el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida…”.

Palabras bellas y oportunas, como dice Escribano, las del Quijote, un “maravilloso canto a la libertad”. Pero don Quijote no corta aquí el hilo de su razonamiento. Porque añade:

“Por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres… Digo esto, Sancho, porque bien has visto la abundancia, el regalo, que en este castillo que dejamos hemos tenido… pues… en metad de aquellos banquetes… me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozara con la libertad que lo gozara si fueran míos… porque las obligaciones de los beneficios y mercedes son recompensas… son ataduras que no dejan el ánimo libre”.

Don Quijote cierra su aleccionamiento con una frase bien interesante:

“¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!”.

Creo que la omisión estridente que hace Escribano en su cita fue sensata y completamente consciente, porque no quería irse por las ramas. Pero vale la pena ahora una relectura completa de esas líneas. En clave estrictamente liberal, desde luego, libertad y propiedad se necesitan mutuamente, de modo indisoluble. Sin entrar en este debate aquí, observo que la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, de 1789, señala en su artículo 2:  “La finalidad de cualquier asociación política es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles del Hombre. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.”. Los revolucionarios franceses instituyen hacia el futuro una orientación de política que no es, sin embargo, únicamente liberal, más bien republicana: la que sostiene que la propiedad privada debe estar al alcance de cualquier ser humano, porque los desposeídos son también excluidos: si nada tienen no son autónomos, sino radicalmente dependientes; quienes nada tienen, no son libres.

Con palabras del ingenioso hidalgo, si, quienes nada tienen, acceden a un pedazo de pan, tienen la obligación de agradecerlo. El Quijote fue escrito muy a principios del 1600. Cuatrocientos años después, esta obra es tan extraordinariamente buena que admite lecturas nuevas, no estrictamente literales (inclusive, algunas de esas lecturas se pueden justificar en el hecho indudable de que el Quijote estaba loco – aunque no sea el caso de Cervantes). Voy al punto: en aquel entonces el ambiente cultural de España era el del absolutismo. Gobernaba Felipe III el Piadoso. Merecía el apelativo sin dudas. Durante su reinado no solamente trató a la Iglesia con largueza, sino que expulsó a 300.000 moriscos (tal como es referido en un episodio importante del propio Quijote). En aquellos tiempos de gobierno absoluto (o casi) la dependencia de los súbditos estaba atemperada básicamente por la magnanimidad real. La principal actitud ante el poder era la deferencia. El propio concepto de derechos había quedado muy olvidado en el tiempo (en la Antigüedad griega y romana, en el orden feudal, a su modo categorial) o traumáticamente cancelado con el aplastamiento de las rebeliones comuneras en Castilla, Aragón, Navarra, casi un siglo antes. El horizonte de futuro, a la sazón, no concebía otra cosa: Quijote y Sancho son personajes de un mundo virtualmente sin derechos (de hecho, no recuerdo haber tropezado ni una vez con esa palabra – salvo en el sentido de ordenamientos jurídicos, compendios de normas, reglas – en la novela). La orientación fundamental, en el Antiguo Régimen europeo, se pensaba en términos de concesión, desde el todo (el Rey) a la nada (los súbditos): el otorgamiento de privilegios, permisos, personales o categoriales, favores, y no en términos de habilitaciones ciudadanas activas, o limitaciones del poder, en términos universales. Es el imperio del particularismo concesivo como estructura de organización del poder político social (basta leer el impresionante Privilegio concedido a Cervantes por el Rey). Obviamente el concepto de ciudadanía encajaría muy mal en este marco.

Por eso, aunque Quijote tenía un derecho y lo sabía, no podía o no quería, o quizás no tenía cómo, formularlo: el derecho de irse del palacio ducal. Y se fue. Aleccionando a Sancho con términos de su tiempo, no del nuestro. Sin embargo, una lectura interpretativa anacrónica es posible.

El derecho a la propiedad es un derecho universal. Estrictamente, todos los humanos (categoría en la que, estimo, cabemos los argentinos) tenemos el derecho de ser propietarios, ya que esa es una de las bases de la libertad. Al que no le guste la expresión justicia social, que no la use. Pero el vínculo entre propiedad y derechos extiende el derecho de propiedad más allá de su concepción estrictamente liberal (que habitualmente evoca, en el imaginario del corriente, apenas a la tensión entre el poder político y las clases adineradas). No se trata solamente de proteger la libertad de mercado, se trata de que, como sabiamente anhelaba don Quijote, la posesión de un pedazo de pan (o sea, 410 años después: la satisfacción del conjunto de necesidades básicas que hace posible cierto bienestar, permite que cualquier persona pueda ser efectivamente un ciudadano, y define una base de igualdad de oportunidades que transponga las loterías biológica y social) no coloque a nadie en la necesidad de agradecerlo sino, por el contrario, constituya la obligación y la responsabilidad políticas en la democracia representativa.

Para establecer una sociedad y una economía de mercado pujantes, no precisamos tirar por la borda nuestra tradición igualitarista. Al contrario; sin una respuesta política al requerimiento que proviene del fondo de nuestras tradiciones políticas – liberal, republicana, social demócrata, etc. – pero sigue vivo en anhelos que, todavía, pese a todo, se alojan en los corazones de nuestros jóvenes, no habrá Argentina moderna e integrada. A los que nada tienen, en cambio, se les está negando incluso lo que no tienen: hace muy poco políticos porteños sostuvieron que quienes viven en situación de calle en “nuestra ciudad” son ajenos a la misma. Este retrógrado concepto de ciudadanía nos explica que el límite entre la civilización y la barbarie está en la avenida General Paz. Si nos gobierna la pulsión a quitar derechos el futuro argentino puede ser sombrío.

Publicado en La Nación el 20 de mayo de 2025.

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