Rehaciendo reglas a partir de las ruinas del sistema basado en reglas.
Traducción Alejandro Garvie.
El sistema de comercio global tal como lo conocíamos está muerto. La Organización Mundial del Comercio ha dejado de funcionar, al no negociar, supervisar ni hacer cumplir los compromisos de sus miembros. Principios fundamentales como el trato de “nación más favorecida” (NMF), que exige que los miembros de la OMC se traten por igual, excepto cuando hayan negociado acuerdos de libre comercio, se están desechando a medida que Washington amenaza o impone aranceles que van del 10 % al 50 % a docenas de países. Tanto la estrategia comercial “América primero” como las estrategias análogas de China, la “circulación dual” y “Hecho en China 2025”, reflejan un flagrante desprecio por cualquier atisbo de sistema basado en normas y una clara preferencia por un sistema basado en el poder para reemplazarlo. Incluso si algunos fragmentos del antiguo orden logran sobrevivir, el daño ya está hecho: no hay vuelta atrás.
Muchos celebrarán el fin de una era. De hecho, si bien el uso agresivo de aranceles por parte del presidente estadounidense Donald Trump y su desprecio por los acuerdos anteriores han puesto el clavo final al ataúd, tanto demócratas como republicanos en Washington han acogido con entusiasmo esta postura contra el comercio global en los últimos años. Pero antes de que los críticos se regodeen con la muerte del sistema comercial basado en reglas, deberían considerar los costos y las desventajas que conlleva su desmantelamiento, y reflexionar detenidamente sobre los elementos que deben reconstruirse, aunque sea con modificaciones, para evitar consecuencias considerablemente peores para Estados Unidos y la economía global.
Si Washington continúa su rumbo actual —definido por el unilateralismo, el transaccionalismo y el mercantilismo—, las consecuencias serán nefastas, especialmente si Pekín continúa su propio y perjudicial camino de exceso de capacidad subsidiada, políticas de exportación predatorias y coerción económica. El riesgo de que Estados Unidos y China actúen según sus propias reglas, siendo el poder la única limitación real, es el contagio: si las dos mayores economías del mundo operan al margen del sistema basado en reglas, otros países harán lo mismo cada vez más, lo que generará una creciente incertidumbre, lastrará la productividad y reducirá el crecimiento general.
Sin embargo, aferrarse al viejo sistema y añorar su restauración sería ilusorio e inútil. La nostalgia no es una estrategia; la esperanza tampoco. Mirar más allá de las estructuras existentes no significa simplemente aceptar un estado de naturaleza hobbesiano. El reto consiste en crear un sistema de reglas distinto del antiguo sistema basado en reglas.
Eso requerirá empezar de cero. La mejor opción para avanzar es crear un sistema compuesto por coaliciones de personas con ideas afines, que juntas constituirían una red de relaciones plurilaterales abiertas, más pequeña y flexible que el sistema multilateral de comercio. Algunas coaliciones serían mecanismos para la integración y liberalización del comercio. Otras podrían servir para asegurar las cadenas de suministro o incluso para restringir el comercio en beneficio de la seguridad nacional. Algunos países serían miembros de múltiples coaliciones con diversos propósitos, y las coaliciones probablemente tendrían membresías superpuestas y una geometría variable. Desde un punto de vista puramente económico, este sistema sería subóptimo y menos eficiente que el sistema de comercio global. Pero bien podría ser el resultado políticamente más sostenible que podría, crucialmente, evitar que el unilateralismo se descontrolara. En resumen, permitiría una economía global moldeada por reglas, incluso sin un sistema global basado en reglas.
PRESENTE EN LA DESTRUCCIÓN
El sistema de comercio global se desarrolló como parte de la estructura económica multilateral que Estados Unidos lideró en su construcción, desde la Segunda Guerra Mundial hasta principios de este siglo. Junto con instituciones como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, Washington estableció primero el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), que estableció un conjunto de normas, como la NMF, y creó un proceso mediante el cual los países negociaban compromisos de apertura de mercados, y luego, en 1995, la OMC. El acuerdo de la Ronda de Uruguay de 1994, que estableció la OMC, introdujo una serie de nuevas disciplinas comerciales y un procedimiento vinculante de solución de diferencias, lo que marcó un gran avance en el fortalecimiento del sistema multilateral basado en normas. En su fundación, la OMC contaba con 76 países miembros; hoy, cuenta con más de 160, que representan el 98 % del comercio mundial.
Tras la Guerra Fría, los responsables políticos estadounidenses esperaban que el sistema comercial basado en normas que se había forjado en gran parte del mundo no comunista en las décadas anteriores se expandiera para abarcar antiguos adversarios estadounidenses, como Rusia, y mercados emergentes, como China. Las normas mejorarían la estabilidad, promoverían la apertura y la integración, y facilitarían la resolución pacífica de disputas económicas, en beneficio económico y estratégico de Estados Unidos. Sin embargo, incluso antes de que este sistema estuviera plenamente implantado, surgió oposición, comenzando a principios de la década de 1990 con el intenso debate sobre el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). La primera reunión ministerial de la OMC celebrada en Estados Unidos, en Seattle en 1999, fue recibida con protestas masivas que acapararon los titulares.
La política comercial ha recibido más crédito y más culpa de la que merece en los debates económicos de las últimas décadas. Quienes critican el sistema tienden a confundir los efectos de la globalización con los de la política comercial. La globalización en sí misma tuvo menos que ver con los acuerdos comerciales que con la tecnología, en particular con la invención del contenedor marítimo y la expansión de la banda ancha. A partir de la década de 1960, el uso de contenedores redujo drásticamente el coste del transporte de mercancías por mar y tierra, y también se observó una mejora en la eficiencia del transporte aéreo. Un documento de trabajo de 2023 de la Oficina Nacional de Investigación Económica, elaborado por Sharat Ganapati y Woan Foong Wong, reveló que, entre 1970 y 2014, el coste del transporte de mercancías por peso se redujo entre un 33 % y un 39 %, y el coste del transporte de mercancías por valor, entre un 48 % y un 62 %. Todo esto hizo que el desarrollo de cadenas globales de suministro de mercancías fuera cada vez más atractivo. Lo mismo ocurrió con el comercio de servicios con la expansión de las computadoras y el acceso a Internet. La conectividad perfecta significó que todo, desde el procesamiento de clientes y back-office hasta la codificación y el análisis de datos, se podía realizar prácticamente en cualquier lugar del mundo.
La disminución del empleo manufacturero en Estados Unidos —uno de los principales perjuicios atribuidos al comercio— también se debió principalmente al cambio tecnológico. Investigadores de la Universidad Estatal de Ball han calculado que “casi el 88 % de las pérdidas de empleo en el sector manufacturero [entre 2000 y 2010] pueden atribuirse al crecimiento de la productividad, y los cambios a largo plazo en el empleo manufacturero están principalmente vinculados a la productividad de las fábricas estadounidenses”. Descubrieron que el comercio representó solo el 13,4 % de la pérdida de empleo.
De hecho, esa disminución del empleo manufacturero, que se produjo en los países industrializados avanzados, comenzó mucho antes de que Washington firmara ningún acuerdo comercial importante. El porcentaje de empleo estadounidense en el sector manufacturero se redujo entre dos y cinco puntos porcentuales por década desde la década de 1970 hasta la primera década de este siglo, según la Oficina de Estadísticas Laborales de EE. UU. y el Banco de la Reserva Federal de St. Louis. Alemania, considerada ampliamente una potencia manufacturera, experimentó una disminución similar. El surgimiento de China como la plataforma manufacturera de la economía mundial aceleró esta tendencia, pero no la causó por sí sola. En las economías desarrolladas con sectores manufactureros robustos, el declive secular del empleo manufacturero precede con creces a la era de máxima globalización.
EL AJUSTE DE CUENTAS DE CHINA
Aun así, un factor clave de la actual desconfianza hacia el comercio es que las reglas del sistema basado en normas no anticiparon suficientemente el desafío de China. El surgimiento de China como potencia económica impulsada por las exportaciones resultó en lo que se conoce como el “shock chino”: el cierre repentino de fábricas en ciertas comunidades de Estados Unidos.
Es cierto que el sistema multilateral de comercio tenía defectos de diseño que resultaron particularmente notorios con el ascenso de China y, en consecuencia, sentaron las bases de su declive. Estos incluían la debilidad de ciertas restricciones a las subvenciones estatales y el comportamiento no mercantil de las empresas estatales, así como la protección de los derechos de propiedad intelectual; la dificultad de graduar a los miembros de la condición de países en desarrollo, lo que les permitía un trato más indulgente; y un proceso de toma de decisiones por consenso, con veto de un solo país, que hacía prácticamente imposible la reforma. Cuando China se adhirió a la OMC en 2001, había motivos para creer que Pekín se encontraba en una senda irreversible hacia la reforma y la liberalización del mercado. Dichas esperanzas se basaban no solo en la retórica de los dirigentes chinos de entonces, sino también en las dolorosas medidas que adoptaron para reestructurar importantes sectores de la economía. Sin embargo, estas esperanzas se vieron frustradas cuando la reforma se estancó durante la presidencia de Hu Jintao y, en cierto modo, se revirtió durante la presidencia de Xi Jinping.
Las normas de la OMC sobre propiedad intelectual, subsidios y empresas estatales resultaron insuficientes ante el surgimiento e integración de una China que reformó su enfoque económico menos de lo previsto. Y el desafío no residió solo en que China se apegara a sus propias reglas, sino también en el problema de escala. El excedente de productos manufacturados de China, que se acercó al billón de dólares el año pasado, supera con creces el de gigantes manufactureros anteriores, como Alemania y Japón. Según estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial, China está en camino de producir el 45 % de la producción industrial mundial para finales de la década.
Esta sobrecapacidad industrial, sustentada por preferencias internas, subsidios estatales y protecciones del mercado, es responsable en gran medida de la situación actual. A medida que la estrategia económica de China ponía cada vez más en entredicho la integridad de un sistema comercial diseñado para promover la integración y la interdependencia, Washington se volvió más escéptico respecto al propio sistema. En 2015, el gobierno de Obama abandonó la Ronda de Doha de negociaciones comerciales globales, preocupado de que el acuerdo resultante hubiera consolidado un trato preferencial para China a expensas de Estados Unidos y el resto del mundo. En su primer mandato, Trump mostró un amplio desprecio por el sistema multilateral, prefiriendo volver al período anterior a la OMC, en el que Estados Unidos, como la mayor economía del mundo, ejercía su poder unilateralmente. Y el gobierno de Biden no hizo nada significativo para reformar la OMC.
Hoy en día, las tres funciones principales de la OMC se han paralizado. Como foro de negociación, en los últimos años solo ha logrado concluir acuerdos multilaterales marginales, como uno sobre facilitación del comercio que agiliza la entrada de mercancías en las aduanas. Como organismo de supervisión de las prácticas comerciales de sus miembros, no ha tenido ningún recurso cuando las grandes economías simplemente ignoran su obligación de informar sobre sus políticas. Y como organización de solución de diferencias, se ha visto obstaculizada por desacuerdos sobre el mandato y el funcionamiento de su órgano de apelación. En respuesta a estos desacuerdos, Washington, a lo largo de varias administraciones, se opuso primero a la reelección de ciertos miembros del organismo y, en última instancia, al nombramiento de nuevos miembros, lo que impidió de hecho cualquier esfuerzo significativo para resolver las diferencias.
PÉRDIDAS Y GANANCIAS
La autoflagelación por las fallas del sistema comercial se ha convertido prácticamente en el precio de entrada a los debates sobre el futuro de la economía global. La explicación habitual de estos se ha convertido en el punto de partida de un supuesto “nuevo consenso de Washington”. Sin embargo, estas fallas deben sopesarse frente a sus beneficios, ya que es demasiado fácil dar por sentado el sistema económico internacional y las instituciones que lo sustentan.
Por un lado, el sistema de comercio mundial ha desempeñado un papel fundamental para sacar de la pobreza a mil millones de personas. El Banco Mundial ha concluido que «el comercio ha sido un poderoso impulsor del desarrollo económico y la reducción de la pobreza». Entre 1990 y 2017, el PIB mundial casi se triplicó, la participación de los países en desarrollo en las exportaciones aumentó del 16 % al 30 %, y la pobreza mundial se desplomó del 36 % al 9 %.
Otra falacia común en el debate actual sobre el comercio es que este solo ha beneficiado a otros países, no a Estados Unidos. El beneficio más evidente ha sido para los consumidores estadounidenses, al brindarles acceso a más y variados bienes a precios más bajos. Un estudio del Banco de la Reserva Federal de Minneapolis reveló que una reducción del 10 % en los costos de importación en Estados Unidos genera mejoras en el bienestar tanto para los hogares de altos como de bajos ingresos. Sin embargo, los mayores beneficios se concentran en los hogares de bajos ingresos, ya que las mejoras en el bienestar de los hogares más pobres son 4,5 veces mayores que las de los más ricos. El economista Michael Waugh, autor del informe, señaló que “en términos sencillos, una reducción en el precio del dólar tiene mayor valor para los pobres que para los ricos.”
Los acuerdos comerciales también facilitaron la exportación de productos y servicios fabricados en Estados Unidos al eliminar las barreras arancelarias y no arancelarias en otros mercados (que, como el propio Trump ha señalado, generalmente han sido más altas que las barreras en el mercado estadounidense). De este modo, redujeron el impulso para trasladar la producción al extranjero para atender a esos mercados, donde viven casi todos los consumidores globales, y apoyaron empleos que, en promedio, pagan más que los empleos no relacionados con la exportación en Estados Unidos. Desde la creación de la OMC, las exportaciones de bienes han crecido más del 150 %, ajustadas a la inflación, según datos de la Oficina de Análisis Económico de Estados Unidos. (Las importaciones crecieron más del 250 %, ajustadas a la inflación, durante este período). Un informe de la Oficina del Censo de Estados Unidos concluyó, con base en datos de 1992 a 2019, que las empresas dedicadas al comercio “presentan tasas netas de creación de empleo más altas que las no comerciantes, controlando el tamaño, la antigüedad y el sector de la empresa”. En un análisis para el Peterson Institute for International Economics, Gary Hufbauer y Megan Hogan calcularon que el PIB de Estados Unidos en 2022 habría sido 2,6 billones de dólares menor sin las ganancias del comercio posterior a la Segunda Guerra Mundial, con un promedio de ganancias de 19.500 dólares por hogar estadounidense.
La política comercial también ha contribuido a nivelar el terreno de juego para los trabajadores estadounidenses, presionando a otros países para que adopten mejores prácticas ambientales, laborales, de propiedad intelectual, regulatorias y anticorrupción. El Acuerdo Transpacífico, por ejemplo, no solo habría abierto mercados que habían estado cerrados durante mucho tiempo a los productos estadounidenses, como Japón, sino que también habría introducido normas vinculantes sobre derechos laborales, protección ambiental y subsidios a empresas estatales en mercados emergentes, como Malasia y Vietnam, elementos clave del “comercio justo”. En efecto, el TPP ofreció una reducción de los ya bajos aranceles estadounidenses como incentivo para que otros países adoptaran políticas coherentes con los intereses y valores estadounidenses, creando al mismo tiempo una alternativa liderada por Estados Unidos al poder económico chino. (Antes del primer gobierno de Trump, los aranceles estadounidenses eran relativamente bajos, con un arancel promedio aplicado en torno al 3% y restricciones significativas en algunos sectores, como el calzado, la ropa, el azúcar, los lácteos y los camiones).
Sin embargo, estos argumentos siempre han sido difíciles de vender políticamente, ya que los beneficios de la liberalización comercial son ampliamente compartidos, pero en gran medida invisibles. Nadie sale de un Walmart y exclama: “¡Gracias a Dios por la OMC!”. Mientras tanto, los costos del comercio recaen profundamente en un pequeño número de trabajadores de sectores específicos. Se podría culpar a la globalización de introducir competencia de otros países con menores costos laborales, presionar a la baja los salarios manufactureros en Estados Unidos y crear incentivos para trasladar la producción al extranjero.
El shock de China fue una demostración especialmente dramática de esta dinámica, menos por su escala general que por la concentración de sus pérdidas en comunidades específicas. Los economistas David Autor, David Dorn y Gordon Hanson concluyeron que, entre 1999 y 2011, las importaciones chinas provocaron la pérdida de unos dos millones de empleos, incluyendo un millón en el sector manufacturero. Esa pérdida es relativamente modesta en el contexto de la economía estadounidense en general: cada año, unos 50 millones de trabajadores estadounidenses experimentan “despidos”, incluyendo renuncias y despidos. Sin embargo, estas pérdidas se concentraron geográficamente, lo que resultó en la devastación de comunidades individuales que dependían en gran medida de industrias que no pudieron soportar una avalancha de importaciones chinas, y los efectos de los cierres se extendieron al resto de la economía local. Si bien la “destrucción creativa” podría haber funcionado en conjunto, significó poco para pueblos o ciudades específicos que no tenían forma de reemplazar las industrias destruidas por otras nuevas en un plazo adecuado. Y hubo poca comprensión de la necesidad de políticas internas, como asistencia efectiva para la transición de los trabajadores, programas de aprendizaje permanente y de capacitación, y estrategias de desarrollo económico basadas en el lugar, que abordaran agresivamente los efectos localizados de la globalización, una brecha que aún no se ha abordado adecuadamente.
CÓMO TERMINAN LAS GUERRAS COMERCIALES
Durante años, la respuesta de Washington a las deficiencias del sistema comercial global ha sido, en el mejor de los casos, improvisada. El primer gobierno de Trump impuso aranceles amplios a China y aranceles específicos a sus aliados y socios. También negoció con China lo que era esencialmente un acuerdo de compraventa, en lugar de un acuerdo comercial, exigiéndole que comprara más materias primas y otros productos a Estados Unidos (algo que China finalmente no cumplió).
El gobierno de Biden mantuvo la mayoría de los aranceles de Trump y añadió algunos más. A pesar de cuestionar el valor económico y de seguridad nacional de los aranceles impuestos a productos chinos como el calzado y la ropa, el gobierno no quiso “premiar” a Pekín reduciéndolos. También innovó en el uso de controles de exportación, restricciones a la inversión extranjera y política industrial. Aunque dichas medidas se centraron en industrias estratégicas como los semiconductores y los vehículos eléctricos, los funcionarios del gobierno no desarrollaron completamente un marco claro, con salvaguardas y principios limitantes, para evitar que la lista de productos y tecnologías esenciales para la seguridad nacional creciera indefinidamente y evolucionara con el tiempo hacia una política de simple proteccionismo. Iniciativas como el Marco Económico Indopacífico para la Prosperidad y la Alianza de las Américas para la Prosperidad Económica apuntaron a acercar a los países y sus cadenas de suministro a Estados Unidos, pero sin la posibilidad de acceso al mercado —considerado demasiado sensible políticamente— tuvo un impacto marginal.
Aun así, el gobierno de Biden abogó por la reforma de la OMC, en lugar de su destrucción, y en la mayoría de los aspectos actuó conforme a los principios del sistema basado en normas. El segundo gobierno de Trump parece tener un objetivo diferente: nada menos que el desmantelamiento del sistema de comercio global, arraigado en la firme preferencia del presidente por la acción unilateral y la creencia de que los déficits comerciales bilaterales constituyen una amenaza existencial. El 2 de abril, su llamado Día de la Liberación, Trump declaró una emergencia nacional y anunció aranceles “recíprocos” de hasta el 50 % para decenas de países. Desde entonces, ha modificado repetidamente los criterios para los acuerdos, a la vez que ha amenazado con aranceles como garrote en cuestiones no comerciales, como la migración, el fentanilo, la guerra en Ucrania e incluso el sistema judicial de Brasil. Y ha buscado imponer “acuerdos” unilateralmente cuando las negociaciones han estancado.
Dondequiera que los niveles arancelarios se establezcan con precisión, las guerras comerciales actuales casi con certeza terminarán con barreras comerciales significativamente más altas. Esto impondrá costos a los consumidores estadounidenses y desafíos a las empresas estadounidenses. Más de la mitad de las importaciones estadounidenses actuales son bienes intermedios: insumos para la producción de bienes finales. En consecuencia, los insumos más caros o menos accesibles harán que los productos estadounidenses sean menos competitivos, como quedó bien documentado después del primer mandato de Trump. En 2018, Trump impuso un arancel del 25% al acero y un arancel del 10% al aluminio. “Los aranceles al acero pueden haber llevado a un aumento de aproximadamente 1000 empleos en la producción de acero”, concluyeron posteriormente las economistas Kadee Russ y Lydia Cox. “Sin embargo, el aumento de los costos de los insumos que enfrentan las empresas estadounidenses en relación con sus rivales extranjeros debido a los aranceles de la Sección 232 sobre el acero y el aluminio probablemente haya resultado en 75 000 empleos manufactureros menos en empresas donde el acero o el aluminio son un insumo para la producción”. Benn Steil y Elisabeth Harding, del Consejo de Relaciones Exteriores, calcularon que la productividad, o producción por hora, en la industria siderúrgica estadounidense ha caído un 32 por ciento desde 2017. Si el objetivo de la administración Trump es crear más empleos manufactureros, es probable que su enfoque tenga exactamente el efecto opuesto.
Luego está el costo de las represalias y la imitación, ya que otros gobiernos responden y siguen el ejemplo de EE. UU. imponiendo sus propios aranceles y restricciones. Si los países toman represalias, perjudicarán las exportaciones estadounidenses, incluida la agricultura. La imitación también podría implicar una expansión radical del uso de las justificaciones de emergencia y seguridad nacional para convertir el comercio en un arma, como lo ha hecho Estados Unidos. La postura estadounidense ha sido durante mucho tiempo que nadie más podía decirle a Estados Unidos qué era necesario para su seguridad nacional. Pero hasta hace poco, Washington rara vez invocaba la justificación de seguridad nacional. Trump ha ampliado el uso de esta herramienta para imponer restricciones al acero, el aluminio y los automóviles, incluso de aliados cercanos. Desde entonces, otros países han seguido su ejemplo. En 2024, un récord de 95 regulaciones de “Obstáculos Técnicos al Comercio” en la OMC citaron preocupaciones de seguridad nacional, aplicadas a todo, desde los granos de cacao hasta las bebidas alcohólicas y los alimentos para animales.
La incertidumbre derivada del enfoque de Trump agrava todos estos costos. Consumidores, empresas e inversores tienden a mantenerse al margen cuando no están seguros de las perspectivas económicas generales ni de los aranceles u otras medidas comerciales específicas que podrían enfrentar. El posible impacto de los aranceles en la reducción del crecimiento e incluso el desencadenamiento de una recesión podría convertirse en una profecía autocumplida.
Estados Unidos se encuentra así sujeto a un gran experimento que cuestiona supuestos arraigados sobre la economía y el comercio global, con costos significativos a corto plazo y beneficios inciertos a largo plazo. La administración Trump, en efecto, ha revolucionado la economía política del comercio. Es probable que los costos de sus políticas sean muy visibles y percibidos de inmediato por la mayoría de los estadounidenses, mientras que los beneficios prometidos, si se materializan, probablemente los disfruten, comparativamente, un número menor de trabajadores dentro de varios años. Pronto quedará claro si la opinión pública está dispuesta a aceptar sacrificios a corto plazo en aras de la visión de Trump de reindustrializar la economía estadounidense. Pero, por muy feroz que sea la reacción política final, no hay vuelta atrás al sistema comercial anterior.
FUERZAS CENTRÍFUGAS
Dada la experiencia de la primera mitad del siglo XX en el comercio y en otros ámbitos, parecería obvio que la cooperación internacional logra mejores resultados que el ejercicio puro del poder sin restricciones. Sin embargo, la política comercial actual representa un retorno a una forma de política de poder donde la fuerza dicta la ley. Estados Unidos actúa unilateralmente porque, como la mayor economía y mercado de consumo del mundo, puede hacerlo. Y China, a pesar de sus declaraciones sobre el multilateralismo, está haciendo cada vez más lo mismo.
Podría producirse un contagio, impulsando ciclos de unilateralismo y transaccionalismo que fácilmente podrían descontrolarse. Algunos países podrían seguir el ejemplo actual de Estados Unidos y rechazar explícitamente el sistema basado en reglas. Otros podrían seguir el ejemplo de China y celebrar el sistema con palabras, pero socavarlo con hechos. En cualquier caso, la proliferación de barreras comerciales reducirá el crecimiento y perjudicará la productividad. Unas reglas desmanteladas generarán incertidumbre y fricción, lo que podría derivar en inestabilidad y conflicto.
Con el tiempo, la economía global podría asemejarse al sistema anterior a la Segunda Guerra Mundial, caracterizado por el uso frecuente del comercio como arma. Para las economías dominantes, los beneficios a corto plazo de este uso descarado del poder y la indiferencia ante las restricciones podrían parecer compensar los costos, pero a largo plazo, es probable que se produzcan consecuencias imprevistas. Mientras tanto, los países más pequeños y pobres se encontrarán con un poder de mercado insuficiente para utilizar aranceles y otras restricciones comerciales de la misma manera.
Es posible que, al principio, otros gobiernos se esfuercen por mantener el antiguo orden, independientemente de lo que hagan Estados Unidos y China, conscientes de que abandonar el sistema por completo significaría volver a un mundo de empobrecimiento del vecino. Para algunos países, este esfuerzo refleja un compromiso ideológico con el sistema multilateral basado en normas. Todo el proyecto europeo, por ejemplo, se basa en la noción de una integración basada en normas y regulaciones, lo que dificulta que la Unión Europea adopte una estrategia totalmente unilateral. Los países en desarrollo, por su parte, carecen del poder y la influencia necesarios para tener alguna ascendencia sobre sus principales socios comerciales, por lo que han recurrido a la OMC y al sistema de resolución de disputas para nivelar el terreno de juego.
Por lo tanto, es probable que surja un grupo de países que continúen ensalzando las virtudes del sistema multilateral basado en normas, con la esperanza de que, en última instancia, Estados Unidos regrese a dicho sistema y China modifique su estrategia económica para cumplirlo. Este esfuerzo se desarrollaría de forma muy similar a lo ocurrido con el régimen del cambio climático: algunos países se unirían en torno a un conjunto de normas, mientras que muchos de los actores más importantes elegirían sus propios caminos. Y, como en el caso del cambio climático, este grupo de países probablemente se verá frustrado.
COALICIONES DE LOS DISPUESTOS
Si un sistema comercial anárquico es indeseable, pero volver al statu quo anterior es imposible, queda una tarea clara: desarrollar un nuevo sistema de normas, incluso mientras la economía global se aleja de un sistema plenamente multilateral basado en normas. La opción más viable es construir un nuevo sistema en torno a un plurilateralismo abierto: coaliciones de países que comparten intereses en áreas específicas y se unen para adoptar estándares elevados en ciertas cuestiones, y luego permanecen abiertos a otros países con intereses similares y dispuestos a implementar dichos estándares.
Para algunos países, estas coaliciones podrían centrarse en la liberalización comercial, basándose en la voluntad compartida de facilitarse mutuamente acceso al mercado, total o parcialmente, para promover la integración y la eficiencia económica. Para otros, las coaliciones podrían ser vías para promover la armonización regulatoria o abordar nuevos temas, como la IA, aunque de forma informal y no vinculante, similar a la función del Consejo de Estabilidad Financiera (FSB), un organismo internacional formado tras la crisis financiera de 2008 que coordina las recomendaciones para la regulación financiera. En cualquiera de estos casos, cualquier gobierno podría simplemente optar por no unirse si considera que los costos de comprometerse en los temas relevantes superan los beneficios.
En algunos casos, una coalición de países con intereses similares en materia de seguridad nacional podría coordinar la transferencia de tecnología y la política industrial; en otras palabras, en torno a un enfoque común para restringir el comercio en lugar de facilitarlo. Una coalición podría, por ejemplo, desalentar a sus miembros de importar ciertos productos y servicios, como infraestructura de telecomunicaciones, de países que representan una amenaza para la seguridad nacional, a la vez que fomenta el desarrollo de cadenas de suministro seguras entre sus miembros. O podría armonizar los controles de exportación y establecer normas comunes para el uso de subsidios estatales. Estados Unidos podría forjar una coalición destinada a construir una base industrial competitiva y colectiva para afrontar el desafío que plantea la escala de China, como recomendaron recientemente en estas páginas el ex subsecretario de Estado Kurt Campbell y Rush Doshi, del Consejo de Relaciones Exteriores.
¿Cómo debería Estados Unidos incentivar a los países a unirse a estas coaliciones? La negociación de acuerdos tradicionales de liberalización comercial parece estar políticamente descartada, al menos por ahora. Amenazar con imponer aranceles —es decir, usar castigos en lugar de incentivos— podría asegurar un acuerdo a corto plazo, pero para que sea duradero, los demás miembros de la coalición deben considerar que les conviene alinearse con Estados Unidos en lugar de cubrir sus apuestas con China o mantenerse al margen por completo.
Una opción para Estados Unidos es aprovechar su ecosistema de innovación: la combinación única de universidades de primer nivel, inversión en I+D, Estado de derecho, mercados de capitales profundos, acceso a capital de riesgo y cultura emprendedora. Muchos de estos activos se encuentran actualmente amenazados por las políticas de la administración Trump, pero a largo plazo, el valor de mantener el liderazgo científico y tecnológico estadounidense debería ser evidente, especialmente en el contexto de la rivalidad entre grandes potencias. Un club de países podría asegurar acceso preferencial a estas oportunidades y a las que ofrecen otros miembros del club a cambio de alinearse con una gama más amplia de intereses económicos y de seguridad nacional.
Estas coaliciones serían abiertas, lo que significa que los países que puedan y estén dispuestos a cumplir con los estándares podrán unirse. Algunas podrían ser bastante pequeñas, centradas en asegurar las cadenas de suministro de semiconductores, por ejemplo, como Japón, los Países Bajos, Corea del Sur y Taiwán. Otras podrían representar grupos más grandes de países dispuestos a acordar un conjunto más amplio de normas para regir las relaciones comerciales y de inversión en general, como el sucesor del TPP, el Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico (CPTPP), que se finalizó sin la participación de Estados Unidos. El número de miembros de las coaliciones podría aumentar con el tiempo y podría haber solapamiento entre las diferentes coaliciones.
En ausencia de un cambio fundamental en la estrategia económica de Pekín, entre otras cosas, es difícil imaginar a China como candidata a integrar una coalición de este tipo que involucre a Estados Unidos en un futuro próximo (aunque podría haber margen para coaliciones que cooperen en bienes públicos globales, como la preparación ante pandemias). Es posible que, con el tiempo, las autoridades chinas cambien de estrategia según sus propios criterios, impulsadas por presiones demográficas, financieras y de otro tipo. Una estructura de plurilateralismo abierto, construida con aliados y socios, podría acelerar esa decisión. Pero tras años de intentos, las autoridades estadounidenses deberían ser bastante moderadas respecto a su capacidad para convencer directamente a Pekín de que cambie su enfoque y se centre, en cambio, en utilizar coaliciones para moldear el entorno externo de China.
En este contexto, la OMC podría desaparecer por completo o persistir en una fase fragmentada para los países que no cuenten con coaliciones más atractivas a las que unirse. También podría ser el centro de trabajo técnico y un foro para la resolución de disputas para los países que opten por unirse. La red de acuerdos de libre comercio seguiría existiendo y podría convertirse en la base de coaliciones más amplias, como la posible adhesión de la UE al CPTPP, siguiendo el ejemplo del Reino Unido.
Un beneficio clave del plurilateralismo abierto es la flexibilidad que brinda. Al no depender de los reticentes en un sistema donde cada país tiene derecho a veto, este enfoque crea oportunidades para avanzar en temas entre quienes comparten una visión común y la capacidad de abordar nuevos temas a medida que surgen, así como entre los nuevos miembros a medida que cumplen con los estándares. En términos de eficiencia económica, esta es una solución de segunda opción. Por definición, los beneficios se compartirían solo entre los miembros. Principios como el de la nación más favorecida (NMF) quedarían prácticamente relegados al olvido. Y la geometría variable de los acuerdos plurilaterales a la medida podría ser tan desordenada e ineficiente como un mar de acuerdos comerciales bilaterales. Pero, aunque dicha red sería más compleja que el sistema multilateral de comercio, también podría resultar más sostenible políticamente. Es una respuesta pragmática al desafío actual: mantener al menos algunas reglas sin el sistema multilateral basado en reglas.
TORMENTAS QUE SE VENEN
Cualesquiera que sean los beneficios del sistema de comercio global de posguerra —en términos de crecimiento, alivio de la pobreza, bienestar del consumidor, etc.—, al final hubo perdedores y ganadores. Ni los costos ni los beneficios se repartieron equitativamente, y los problemas distributivos rara vez recibieron la atención adecuada por parte de los responsables políticos. Estas desventajas persistirán incluso en el sistema mejor diseñado, y será esencial encontrar mejores soluciones para los perjuicios. Cualquier nuevo sistema debe ir acompañado de un conjunto de políticas nacionales diseñadas para garantizar que los trabajadores y las comunidades estadounidenses puedan prosperar en una economía en rápida evolución, ya sea que ese cambio provenga del comercio, la tecnología o la inmigración. Las administraciones anteriores han hecho modestos intentos de desarrollo económico local y de capacitación laboral, pero nunca con la seriedad de propósito ni el grado de priorización necesarios.
Estas políticas podrían ser aún más urgentes tras las guerras comerciales de Trump. Es probable que los costos del enfoque actual —en términos de crecimiento, inflación y productividad— recaigan principalmente sobre quienes Trump afirma defender. Los estadounidenses de bajos ingresos gastan una parte desproporcionada de sus ingresos en bienes importados. Las industrias que emplean a obreros dependen de insumos importados. Y los ingresos de los agricultores y ganaderos son muy sensibles a las represalias de otros países.
Mientras tanto, al tiempo que los Estados Unidos lidia con estas consecuencias, el impacto inminente de la inteligencia artificial en los trabajadores bien podría eclipsar el impacto de la globalización. La crisis de China contribuyó a la eliminación de aproximadamente dos millones de empleos entre 1999 y 2011; la aplicación generalizada de la IA podría eliminar decenas de millones de empleos en un período similar. Por lo tanto, mientras la atención se centra en los aranceles, los responsables políticos deberían dedicar al menos el mismo esfuerzo a prepararse para la reestructuración de la fuerza laboral estadounidense impulsada por la IA. Al igual que con el comercio, los beneficios podrían ser ampliamente compartidos. Pero en este caso, los costos también podrían serlo.
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