Se ha dicho que el mundo es un incesante manantial de sorpresas, de perplejidades, de desdichas también y, alguna vez -por qué mentir-, de felicidad. No parece que el conocimiento pueda alcanzar una certeza capaz de extinguir toda duda frente al enigmático cambio eterno.
Inmersos en las tribulaciones curvas de la pandemia, e imaginando los duros alcances de la pos-pandemia, se agregó la emoción apocalíptica del conflicto del Medio Oriente y sus treguas precarias. Tanto Bocaccio (Decameron) como Chaucer (Los cuentos de Canterbury), propusieron distraer momentos de la vida con cuentos, historias y narraciones ingeniosas y entretenidas que tocan la médula de las experiencias humanas.
Flotando en un río sin orillas -como diría Saer-, y por lo tanto de límites inciertos, está la nave quieta de Argentina. Sin derrotero. Sus gobernantes van viendo cómo satisfacer ocurrencias ocasionales disfrazadas de ideología.
Los protagonistas son dos y hacen fintas entre sombras mediante comentarios encargados. Se consideran por encima del pluralismo y de las diversidades sociales. Se erigen en árbitros personales del sistema de convivencia, no sólo de Argentina sino de los Estados unidos socialistas de América Latina, como soñó Jorge Abelardo Trotsky.
Él llevó su sueño continental como Embajador de Menem en México, con disputas contra el Tío Sam. Una simbólica melange a toda orquesta. Turbulencia que se proyecta románticamente en el tiempo –según ellos-como si nada cambiase en el mundo según pasan los años (“As Time Goes By”), para todo los demás.
Disimulando su indigencia ideológica ante los problemas actuales del mundo, y cubriendo su deslizamiento hacia un bonapartismo de entre casa, pretenden potenciar un resultado electoral y hacerlo durar hasta el infinito. Legitiman esa idea bajo la batuta intelectual de Laclau: (…) “cuando la voluntad colectiva de cambio se ha aglutinado alrededor de ciertos significantes, imágenes y nombres, la discontinuidad de ese proceso puede llevar a la reconstrucción del viejo régimen” (…).
Una de las consignas electorales de los Partidarios de Napoleón III (1808-1873), fue: “¡Abajo los ricos! ¡Abajo la República! ¡Viva el Emperador!”, primero extendiendo su mandato de Presidente y luego plebiscitándolo como Emperador. El relato que inspira a nuestros actuales gobernantes explica que la realización de su misión histórica requiere décadas de esfuerzos populares continuos y demandan la presencia imperecedera del líder.
Para vencer definitivamente al “bloque oligárquico”, hoy también llamado poderes concentrados o establishment hegemónico, es preciso asegurar por largo tiempo el poder hereditario de la familia emperadora, como mandan los principios de la estirpe y necesitan las corporaciones asociadas.
El mismo Laclau acusó a las Constituciones Republicanas, con sus declaraciones, principios y garantías de inspiración liberal, y al sistema representativo, calificándolos de diques anti populares, que ponen obstáculos para el gobierno genuino del pueblo.
Va de suyo que considera mejor, más auténtico y eficaz, no tener dique alguno que trabe las inspiraciones in péctore –cuasi religiosas- de sus conductores naturales, que culminan en largos monólogos, propios de quienes se consideran delegados de Dios en esta tierra.
Sin acontecimientos fundamentales que estimulen la coordinación social para avanzar en mejoras colectivas graduales y esenciales, los únicos cambios que procura el gobierno, consisten en apuntar a un enemigo nuevo cada día. Es el mecanismo vital del bonapartismo criollo para su épica sistémica, ya ensayada en la historia con finales trágicos entre sus propios enemigos internos. Así se alimentaba el famoso Conde de Transilvania.
La puesta en escena de esa pequeña ordalía lugareña contra el “capitalismo” -que supone fracasado en el mundo-, es generosa para sus bolsillos. En paralelo crecen las relaciones y negocios de chinos, rusos, norteamericanos, europeos, algunos africanos, varios latinoamericanos y miembros de Oceanía. Mientras, un país rico en recursos naturales de todo tipo, vuelve a contratar en silencio con el exterior barcos gasificadores para atender sus necesidades elementales durante el invierno.
Con diferencias de organización política interna, los otros se esfuerzan en crecer e interactuar con el resto del mundo, nunca hacia atrás. Una dinámica general inversa a la nuestra, que se oculta y empequeñece en una falsa gesta de retroceso, cuyo resultado es aumentar la pobreza, debilitar la educación y empañar la institucionalidad.
Nada más conservador que nuestro progresismo, ridículamente soberbio ante un mundo que no comprende, relamiéndose entonces con estar “muy pobres pero muy felices”, como si -a lo Hemingway- se tratara de una tierna y entretenida bohemia para vivir la juventud.
Pero siempre con frescura y sin mentir. Nuestro Sancho Panza acaba de interrogarnos nuevamente: ¿Al final, quién tenía razón?