Autor: Julio María Sanguinetti
En el ya lejano 1988 tuvimos la ocasión de mantener una larga charla con Deng Xiaoping, quien desde la Comisión Militar, y sin asumir nunca el gobierno institucional de China, impulsó la más grande transformación del gigantesco Imperio del Medio, alterando los equilibrios geopolíticos mundiales. Hasta entonces se pensaba que esa rotación la lideraría Gorbachov, desde Rusia, pero a un ritmo de vértigo fue que desde ese otro impulso se configuró el nuevo tiempo. Nos recibió en una enorme sala desangelada, bien propia de la arquitectura comunista, y durante una hora y media nos habló de su vida, de las tragedias de la revolución cultural, del error de Gorbachov (entonces en apogeo) de pretender hacer una reforma política y económica a la vez, cuando la primera se comería a la segunda y luego a sí misma, para concluir que ellos harían lo contrario. Primero la reforma económica: “Espero que en la década del 90 superemos el hambre y el nivel de subsistencia mínima en toda China y que entre 2010 y 2020 podamos ser un país de ingresos medios. Recién a partir de entonces se podrá comenzar a pensar en la compatibilidad del sistema de mercado con el socialismo. Por ahora no podemos afirmar que el sistema socialista sea mejor que el capitalista”.
Todo ha ido más rápido de lo imaginado por él, pero sí en la dirección que imaginó. Hoy, Xi Jinping preserva un mando político unificado y sueña con una Nueva Ruta de la Seda que despliega inversiones en infraestructura, en tecnología digital y ahora, inesperadamente, en el terreno de la salud.
América Latina (con la excepción de México) tiene hoy en China a su mayor cliente comercial y a su mayor inversor, con un avance tecnológico sin precedente. El Reino Unido precisó, a partir de 1830, 70 años para multiplicar su PBI por cuatro. China en 25 años lo multiplicó por 10. La expansión china, sin embargo, se parece mucho a la inglesa en cuanto a la prioridad comercial. Imperio de “tenderos”, la llamó despectivamente un mesiánico Napoleón.
La colonización española de los siglos XVI y XVII pretendía el traslado de su civilización, a partir de la religión. Inglaterra nunca pretendió imponer su religión ni su monarquía parlamentaria y sí instauró instituciones civiles, sobre todo para dar seguridad a su comercio. En eso este “imperio” chino se le parece, porque no intenta trasladar su sistema político (como intentó la Unión Soviética) ni imponernos su lengua o religión. Avanza sobre los caminos comerciales, metafóricamente definidos en esa Nueva Ruta de la Seda que, al pasar, nos recuerda su milenario pasado.
Como toda potencia comercial, cultiva la paz. Y mira hacia adelante.
Todo esto viene a cuento de que EE.UU. acaba de establecer una alternancia en el poder luego de la era Trump, que hizo de la rivalidad con China su emblema y razón de ser. En esa extravagante carrera, puso en crisis todo el sistema multilateral que había liderado el propio EE.UU. luego de la Segunda Guerra Mundial y ni miró a América Latina, más allá de un México al que primero agravió y con el que luego pactó. Su política exterior fue personal y sin atadura alguna. Quizás deje un saldo favorable en el Medio Oriente, donde actuando al “borde de la guerra” (como la vieja definición de Foster Dulles) logró un nuevo balance entre el mundo árabe e Israel. En nuestra América Latina solo queda una sensación de gran lejanía, acaso la mayor del último medio siglo. Y en el mundo, un pandemonio que ha desnudado la crisis sanitaria, fenómeno global por definición, en que ni las instituciones ni los liderazgos políticos pudieron articular respuestas racionales. Cada país hizo lo que se le ocurrió, de Europa
a China, de EE.UU. a México, Brasil o la Argentina, que ni se han hablado en medio de la tormenta.
El nuevo presidente de EE.UU., Joe Biden, es un político veterano, que conoce América Latina. Queremos imaginarnos que intentará, por lo menos, mirar hacia este sur al que la política atribula todavía con populismos de derecha e izquierda que navegan en la incertidumbre.
Presidirá un país cuyo poderío está intacto. Posee la mayor fuerza militar, una economía que todavía se compara con alguna ventaja con la china, las mayores empresas tecnológicas del mundo, un fuerte dominio cultural y una incuestionable superioridad científica. Si alguna duda había, basta advertir la capacidad de los laboratorios estadounidenses para responder a la crisis pandémica pese a la errática actitud de su presidente. Sin embargo, esa enorme potencia no se proyecta hacia el liderazgo que en otros tiempos tuvo. Han quedado atrás aquellas influencias hegemónicas de la Guerra Fría, pero más que nunca se precisa un Occidente articulado, con rumbo político, instituciones funcionando y un diálogo efectivo. (Rusia quizás sea el ejemplo contrario, de un país que todavía ejerce un liderazgo importante, siendo una potencia de medianísimo porte).
Si Trump pretendió disminuir la influencia china, nuestra América Latina es el más rotundo ejemplo de lo contrario. El nuevo gobierno de EE.UU. podrá sin duda equilibrar en algo esa influencia, con beneficio para todos (incluso para China, cuya hegemonía puede llevarla a territorios indeseables). Pero ha de entender que llega muy tarde: China se ha asegurado materias primas y mercado, ha establecido dependencias fuertes por la vía del crédito y, sin estridencias, ha asegurado vínculos sólidos en todos los terrenos, aun los tecnológicos. Que no son solo Huawei, Tencent y Ali Baba, sino una vasta red de intercambios recíprocos. Sin olvidar el éxito en el manejo de la pandemia y la producción de vacunas. Los argumentos norteamericanos a primera vista no lucen demasiado poderosos, salvo la influencia que se pueda aportar desde el mundo financiero.
En todo caso, confiemos en que retornará la política. Y en que se despejen definitivamente las nubes de la incipiente guerra fría que se había instalado, como un resurgir sombrío del tiempo de los conflictos ideológicos, los mercados cerrados y los diálogos entre sordos.
Ha nacido una esperanza.
Publicado en La Nación el 26 de diciembre de 2020.