El ya ritual balance de una nueva década de nuestra democracia nos sorprende en un momento de incertidumbre, abierto e imprevisible, que además, por primera vez desde 1983, coincide con una asunción presidencial. Esa incertidumbre tiñe cualquier caracterización de los logros democráticos, sus fracasos y sus deudas. Hoy lo lógico es ser pesimista. Pero a la vez, un nuevo gobierno –incluso éste, tan peculiar– siempre genera expectativas.
“Democracia” es un término tan prestigioso como impreciso. Para unos, se asocia con la institucionalidad republicana y con la libertad, tal como está escrito en la Constitución. Para otros, refiere a la ratificación mediante el sufragio de un líder consagrado a lograr la igualdad, incluso forzando las normas constitucionales.
Recordemos el “momento Alfonsín”, el de la ilusión, que aunaba ambos sentidos. Por entonces el gobierno democrático, apoyado por una ciudadanía virtuosa, se proponía sentar las sólidas bases del Estado de derecho, y a la vez solucionar los problemas de la sociedad, pues con la democracia –una suerte de panacea– se comía, se curaba, se educaba.
Sin embargo, a lo largo de cuatro décadas, la democracia propuesta en 1983 fue derivando en otra en la que, mientras crecía la crisis social, se expandía la autoridad del Ejecutivo, que, corroyendo las instituciones y las herramientas de control del Estado, fue avanzando hacia el autoritarismo. Dos intentos de revertir esta tendencia, en 1999 y en 2015, fracasaron.
Con la democracia se gobernó una sociedad que, paso a paso, se fue haciendo cada vez menos democrática, a menos que tomemos como rasgo democrático la igualación en la pobreza. Solo en ese contexto de una larga crisis social entenderemos cabalmente este tránsito institucional, en el que –según se lo mire– la democracia puede ser considerada víctima, responsable o cómplice.
Lo cierto es que, en 40 años, la sociedad y el Estado cambiaron mucho, y la política acompañó los cambios. Señalo dos rasgos principales. Por un lado, la sociedad se quedó sin los ciudadanos que alimentaron el proyecto democrático inicial. Por otro, las corporaciones –grandes o chicas, legales o mafiosas– capturaron el control del Estado en combinación con un nuevo y voraz depredador, surgido de una clase política de indudables credenciales democráticas.
En 1983 todavía existía un considerable sector de ciudadanos conscientes y educados que daba sentido a la propuesta democrática. Venían de la vieja Argentina, la del empleo, la educación y el ascenso basado en el mérito. A esos ciudadanos se los vio muy activos: se afiliaron a los partidos políticos, estuvieron en la plaza cuando fue necesario e hicieron oír su voz en una renacida sociedad civil. Luego los fue ganando la desilusión.
Mientras tanto, se hacía evidente que –quizá desde 1975– el proceso social había revertido su secular sentido; el desempleo engrosaba un mundo de la pobreza abandonado por el Estado, en el que gradualmente iban cayendo vastos sectores de las clases medias. En 2001 los pobres aparecieron en la escena pública, se organizaron y le reclamaron a un Estado que, a falta de trabajo, educación, salud o seguridad, podía distribuir subsidios. Lo hicieron conducidos por nuevas organizaciones –llamadas sociales o piqueteras–, cuyos dirigentes pronto se sumaron a la clientela estable de prebendados del Estado.
Este vasto mundo de la pobreza cambió la forma de la política democrática. Con el achicamiento de los sectores medios y la crisis de los partidos luego de 2001, resurgieron plenamente los “gobiernos electores”. El sentido del sufragio se invirtió. Los subsidios estatales permitieron a los gobernantes montar las redes de un eficiente sistema de “producción del voto” –digno de la época de la “oligarquía”– que les aseguraba mantenerse en el poder.
Junto a esta vuelta al pasado, hoy presenciamos un salto al futuro: las redes sociales son también un instrumento de construcción del sufragio. Aquí, quien gobierna el Estado es solo un competidor más, en un universo de emprendedores políticos mediáticos, expertos en captar una atención fragmentaria y lábil, que prefiere mensajes simples y contundentes. Es otro público, pero igualmente ajeno al mundo –ya más ideal que real– de los partidos políticos, la formación cívica, el debate público e inclusive a las formas tradicionales de movilización política. “Planeros” y tuiteros encajan mal en el viejo modelo de la ciudadanía.
El segundo rasgo que caracteriza a la Argentina democrática es la captura del Estado por los grupos de interés. Es una historia vieja como el Estado mismo, pero durante mucho tiempo éste llevó la voz cantante, mientras los grupos de interés tejían el contracanto.
El gran cambio se produjo a mediados de los años setenta y se profundizó en la era democrática. Consistió en una política –sostenida de un modo u otro por todos los gobiernos– tendiente a desarmar el núcleo vivo y activo del Estado, es decir el lugar donde se da forma a las políticas y a la vez se controla a los gobernantes. Con creciente generosidad, los gobernantes –elegidos democráticamente– concedieron lo demandado por grupos de interés de magnitud y consistencia variada –desde grandes corporaciones a pequeños aprovechadores– y obtuvieron su parte en los beneficios, algo que en los años 90 se tramitaba en lo que metafóricamente se llamó la “carpa chica”.
Con Néstor Kirchner se pasó a una fase superior: el núcleo gobernante, encabezado por un presidente que ingresaba en la etapa decisionista del autoritarismo, pasó a ser quien promovió personalmente los negocios con los que se saqueaba al Estado, relegando a los empresarios a una función ancilar, tal como quedó registrado en los célebres “cuadernos de las coimas”. La palabra que caracterizó esta etapa fue “cleptocracia”.
La acción de los gobernantes siempre tiene algo de ejemplar. Lo que se hizo en los niveles altos del Estado se reprodujo en cascada. Casi cualquier grupo de interés ha aceptado que así son las cosas y se ha sumado, en la medida de sus posibilidades, al mundo de los prebendados, un espectro que incluye desde grandes grupos empresarios hasta bandas delictivas. En cuanto a su contraparte, la burocracia estatal, no es fácil encontrar sectores donde estas prácticas no se hayan instalado. Estas relaciones, que bien pueden llamarse mafiosas, hoy constituyen el statu quo.
Ciertamente, cualquier balance de 40 años de democracia debe comenzar con la celebración de su duración y la vigencia de sus instituciones fundamentales, que han resistido los avances autoritarios. Pero en el debe de su vida hay que incluir estos dos factores: el peso de los gobiernos electores y la corrupción del Estado por un conjunto de grupos prebendados, entre los cuales están los políticos electos. Son dos determinantes muy fuertes para cualquier gobierno.
La última elección tuvo un resultado sorprendente. Entre un oficialismo desgastado y una oposición carente del necesario golpe de efecto, se impuso un candidato ajeno a todo, que centró su campaña en las redes sociales y encontró la interpelación justa para canalizar los enojos y ansiedades: la “casta”, algo tan ambiguo como la vieja ”oligarquía”. Igualmente ambiguo es el mandato de las urnas: cambiar; si no todo, algo que se note, y pronto.
El país tiene problemas tan graves y profundos que parece imposible resolverlos. También es cierto que hay coyunturas excepcionales donde la acción de los protagonistas puede cambiar el rumbo, por acciones intencionales o, mejor, de manera lenta y oblicua. Mañana, 10 de diciembre, comenzará a disiparse la incertidumbre. Es probable que Milei se estrelle contra la muralla del statu quo, pero quizá encuentre una brecha. Es posible que cambien las políticas y también las formas de hacer política. También es posible que –por el contrario– se desencadene la fase final de la formidable crisis que ronda en esta coyuntura. Todo está abierto hoy. De repente, la Argentina se ha convertido en un caso interesante.
Publicado en La Nación el 8 de diciembre de 2023.