El genial filósofo alemán Immanuel Kant, de cuyo nacimiento se cumplen 300 años y que a pesar de su cosmopolitismo no salió jamás de su Königsberg natal, se habría regocijado del siguiente relato acerca de cómo su exhortación a los políticos halló eco a través de siglos y países.
Cuando en 2010 inicié mi tesis doctoral sobre la Política de Seguridad Externa de Alfonsín, hallé en sus textos nítidos vínculos entre sus profundas convicciones en favor de la paz, la armonía y la seguridad mundial –sustrato de su notable política en esa materia-, inspiradas en similares ideales que Yrigoyen había recogido a su vez en sus aficionadas lecturas -como profesor curioso de un liceo de señoritas- de modestas traducciones de los filósofos krausistas españoles, tributarios de Karl Krause, discípulo directo de Kant.
Aunque algunos eslabones de esa genealogía filosófica sobre las relaciones internacionales desde Kant hasta Alfonsín, el “presidente-filósofo” (M. Grondona), ya habían sido reconocidos, como la influencia del krausismo español en Yrigoyen y en Alfonsín, buscaba más testimonios del audaz proceso que pretendía demostrar, lo cual alcancé en dos oportunidades, casi sin planearlo, cual serendipity, como Walpole bautizó al inesperado hallazgo de una solución reveladora.
Una tarde en Bs.As., consultando fuentes sobre el kantismo en la Argentina, una vaga asociación me llevó a hurgar en mi biblioteca hasta hallar allí perdido un librito en alemán, adquirido años antes al azar en un anticuario berlinés, prologado nada menos que por Einstein, con el título “Die Deutsche Philosophie in Argentinien” (Berlín, 1930) por Coriolano Alberini.
En ese año, este hombre con bigotitos enhiestos, quevedos y muletas a causa de la poliomielitis, prestigioso filósofo kantiano argentino, de vasta trayectoria académica y trato directo con Yrigoyen, bajo la recomendación de su amigo Einstein –a quien había recibido antes en Bs.As.-, recorrió las más renombradas universidades de Berlín, Leipzig y Hamburgo, ofreciendo conferencias acerca de la influencia de la filosofía alemana en su país, una de las cuales fue recogida en este volumen, aunque también había brindado otras similares en los EEUU (Washington, 1925 y Boston, 1926) y Francia (Sorbonne, 1927), como una suerte de “gira filosófica-diplomática” de un embajador itinerante no oficial aunque tampoco inocente del espíritu filosófico en las “tesis diplomáticas” de Yrigoyen (p.e., la neutralidad durante la Gran Guerra), demostrando el vínculo entre el kantismo y esa política, así como la intención de divulgarlo en prestigiosos ámbitos académicos del exterior.
La otra circunstancia fortuita en esta empresa ocurrió cuando descubrí emocionado, gracias a la ayuda del insigne José Ignacio López, curador entonces de la biblioteca personal de Alfonsín, que conservaba entre sus libros dos ediciones de la obra “Hacia la paz perpetua” (1795), uno de los más conmovedores alegatos por la paz y la armonía mundial que existen y la única obra estrictamente política de Kant.
Alfonsín, persuadido que “desde la filosofía se actúa universalmente”, e inspirado en ideales basados en la “preafirmación de la ética en las relaciones internacionales” para concretar una política de paz y seguridad que desde entonces prestigia a la Argentina –comprometida con el desarme, los usos pacíficos de sus importantes desarrollos nucleares y espaciales y haber convocado al Brasil a asegurar juntos la paz continental, condición sine qua non del Mercosur-, respondió al llamado de Kant cuando reclamaba: “No quiero decir que el Estado tenga que preferir los principios del filósofo sobre las sentencias […] del representante del poder público, sino únicamente que los debe oír.”
Publicado en La Nación el 19 de julio de 2024
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