En las décadas de los 70 y los 80, la expresión “transición a la democracia” fue ampliamente utilizada para describir procesos políticos en los que países pasaron de regímenes autoritarios y dictaduras a sistemas democráticos.
En Europa del sur, España, Portugal y Grecia iniciaron transiciones tras el colapso de las dictaduras. En la misma dirección, en África y Asia, se produjeron transiciones democráticas con el fin del apartheid y de los sistemas autoritarios en Corea del Sur. En América Latina, Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, entre otros, comenzaron procesos de democratización después de dictaduras militares.
En Europa del Este, a fines de 1980 y principios de 1990, con la caída del muro de Berlín y el colapso del bloque soviético, se legitimó el sistema democrático, con sus características propias de libertad de expresión y de elección, la alternancia en el poder y las limitaciones republicanas a las decisiones de los ejecutivos.
Dentro de este movimiento democratizador mundial, tuvo un lugar trascendental el gobierno de Raúl Alfonsín cuando Argentina recuperó la democracia en 1983. Fue un período muy importante para la consolidación de las instituciones, incluyendo el juzgamiento de las juntas militares y a los responsables de la represión. Argentina fue el primer país en juzgar a sus propios genocidas en tribunales civiles u ordinarios, sin intervención internacional ni de tribunales especiales. La democracia se convirtió en la regla central que guía, hasta ahora, los destinos del país.
Sin embargo, en los últimos tiempos, en el mundo y en la Argentina, crecen tendencias cada vez más autoritarias que empiezan a cuestionar principios rectores de la cultura que caracterizó al occidente democrático en las últimas décadas.
El debilitamiento institucional, el auge de los discursos autoritarios y la distancia cada vez mayor de la ciudadanía con los mecanismos de la representación son síntomas de que algo está cambiando en las capas profundas de la sociedad.
En la época de las redes sociales y la vida digital, todos los sistemas de mediaciones entran en crisis: los medios de comunicación se enfrentan al auge de los streaming , el sistema educativo deja de ser visto como forma de ascenso social, y también la democracia representativa que comenzó con las revoluciones francesa y americana, se ve cuestionada por la distancia entre la ciudadanía y sus representantes.
En ese intersticio entre la crisis de la representación y el surgimiento de nuevas formas de legitimidad democrática, surgen populismos autoritarios que proponen reemplazar el sistema democrático de representación política y control republicano, por liderazgos personalistas, autocráticos y despóticos.
El problema de la crisis de representación parece más profundo que lo que una posible adaptación de los gobiernos a las demandas de la población. Plantea al sistema político la posibilidad de un horizonte donde las formas de representación democráticas actuales dejen de cumplir con su misión, y pierdan el sentido que el sistema democrático republicano les confiere. Y abre el futuro a que el sistema democrático tome otras formas, que de manera utópica o distópica, pueden parecernos productos de otro episodio de la serie británica Black Mirror.
En el documental “El desastre del Ocean Gate”, que explica la tragedia del hundimiento de un submarino experimental, el exdirector de ingeniería Tony Nissen, hablando de un CEO y dueño , que no escuchaba las críticas de los especialistas, dice: “es la cultura la que provocó esto. Es la cultura la que mató a la gente”.
Publicado en Clarín el 30 de julio de 2025.
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