Sostiene Bukele que el problema de fondo es que a un país pobre no se lo deja ser soberano. O dicho en román paladino que a perro flaco todo son pulgas. Parecería que el inconsciente traicionó al mandatario salvadoreño, tan dado a los simbolismos, a vestir de uniforme (y banda) e incorporar la capa a su vestuario. Sin embargo, si en vez de querer convertirse en un monarca, aunque fuera constitucional, hubiera impulsado la transformación del sistema presidencialista en otro parlamentario, todo podría haber sido diferente. Pero en ese caso solo para ser jefe de Gobierno y no jefe de Estado, su máxima aspiración.
El gobierno de Estados Unidos, que lo considera uno de sus principales y más estrechos aliados en América Latina, también salió en su defensa. Para Donald Trump estamos frente a un “gran presidente”, mientras que, para Marco Rubio, firme sostén de su política de seguridad, la relación bilateral refuerza la política de deportaciones de la Administración. Un portavoz del Departamento de Estado rechazó comparar a Bukele con otros dictadores latinoamericanos, ya que El Salvador cuenta con un Parlamento “elegido democráticamente” y es a sus ciudadanos a quienes “les corresponde decidir cómo debe gobernarse su país”.
Inicialmente los Parlamentos venezolano, boliviano o ecuatoriano que impulsaron reformas constitucionales para habilitar la reelección de sus presidentes también habían sido elegidos democráticamente. Pese a ello, este tipo de medidas permitió el lento declive hacia la eliminación de las garantías institucionales (los pesos y contrapesos) que intentan evitar derivas autoritarias. En ningún caso estas reformas, incluso aquellas impulsadas por mandatarios no bolivarianos que también aspiraban a la reelección, como Carlos Menem, Fernando Henrique Cardoso, Óscar Arias o Álvaro Uribe, fueron hechas para fortalecer la democracia de sus países, sino para reforzar el poder presidencial.
Si hubiera sido de otro modo, si la reelección hubiera sido vista como un mecanismo que aporta más legitimidad al sistema y facilita su gobernabilidad, la reforma se hubiera aplicado a partir del siguiente mandato en que fue aprobada y con la obligada autoexclusión de quien lo impulsaba. Pero no ha sido así. Las reglas de juego se cambiaban a mitad del partido en beneficio del árbitro y el terreno de juego se inclinaba, como en El Salvador, en favor del gobierno. En algunos casos, incluso (Costa Rica, Nicaragua o Bolivia), se llegó a argumentar que la no reelección vulneraba los derechos humanos del presidente en ejercicio, un extremo finalmente desestimado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El respaldo popular de Bukele es incuestionable. Su política contra las maras goza de gran popularidad, lo que le da un amplio margen de acción y le permite marcar la agenda política de manera clara. Sin embargo, esto no debería convertirse en un cheque en blanco para actuar sin cortapisas, vulnerar de forma sistemática los derechos humanos, ahogar a la sociedad civil y no respetar los derechos de las minorías, esta última esencia del juego democrático. Más allá de los argumentos justificativos, todo indica que el camino que ha comenzado a recorrer solo puede finalizar en una dictadura.
Publicado en El Periódico de España el 7 de agosto de 2025.
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