Autor: Vicente Palermo
Quien ha vivido años en una ciudad "extranjera" y ha mantenido dignamente su identidad (concepto imprescindible y peligroso como un cuchillo), puede considerarse un viajero a tiempo completo. He conocido en Rio de Janeiro argentinos plenamente asimilados a la cultura brasileña y carioca; ése nunca fue mi caso. Porteño de la cabeza a los pies, lo seguí siendo obcecadamente sin que ello me impidiera –tal vez, al contrario– un diálogo intenso y –politólogo al fin– comparativo entre la ciudad de mis raíces y la ciudad de mi odisea. Y sé muy bien por qué, como porteño, Rio de Janeiro me encanta. Rio y Buenos Aires son negativos recíprocos. En muchas dimensiones, cada una tiene aquello que carece la otra. Comencemos por sus morfologías: Buenos Aires opone a la morfología orgánica de las ciudades (o villorrios) de la Europa meridional de su tiempo, la racionalidad del tablero de ajedrez, dibujado sobre un plano infinito (en los hechos, afortunadamente, las excepciones son tantas que la fisonomía de la ciudad no es la de los escaques, pero los porteños tenemos esa configuración en la cabeza y a veces ni percibimos las curvas; creemos por caso que la avenida Córdoba es toda recta). Esta morfología racionalista avant-la-lettre que fue impronta de los colonizadores, contrasta fuertemente con la morfología carioca. Rio de Janeiro es una ciudad casi enteramente estructurada por la naturaleza, allí lo urbano no ha sido libre y mucho menos racional, se ha desenvuelto bajo el imperio de la voluntad soberana de los morros, las lagunas, las playas y hasta los bosques (un simple ejemplo que incluyo precisamente porque no es obvio: la relevancia desigual de los respectivos jardines botánicos, el de Rio es libérrimo y casi literalmente infinito). Creo que esta peculiaridad de Rio es fuertemente idiosincrática y enteramente fascinante. Porque más allá de las causas específicas de su belleza (tan diferentes a las correspondientes a Buenos Aires), su morfología define en gran medida la identidad de la ciudad, su modo de “ser ciudad”: la relación ciudad - naturaleza es excepcionalmente intensa e identifica a los cariocas. Toda la cultura y la estética urbanas cariocas están construídas sobre este pilar, y el contraste con la conformación de la cultura porteña no podría ser mayor. Para echar mano de expresiones consagradas sobre Buenos Aires, la “jungla de cemento”, vive de espaldas al “río color de león”; esto no ha cambiado mucho en los últimos tiempos. Por el contrario, Rio se vuelca sobre el mar y sus playas y no se trata solamente de las clases acomodadas de Zona Sul; importantes enclaves de pobreza, las favelas, dan al mar y sus vecinos lo curtem. Este frente hacia el mar es emblemático de la que es, a mi juicio, la playa más linda del mundo, tomando todo en conjunto: Copacabana. Paisaje marino salpicado de islas en una bahía magnífica, amplitud de la franja de arena, fuerte histórico, Pão de Açucar, y el espectacular frente urbano modernista confieren a esta playa un encanto que se completa con el indiscutible capital cultural del barrio (en contraste, Ipanema está completamente descaracterizada y vive de glorias pasadas: Vinicius y la Bossa Nova. Su encantadora arquitectura resistió apenas hasta los 70). Pero hablando de arquitectura, los respectivos patrimonios de Rio y Buenos Aires contrastan. Comenzando por el religioso: el carioca es fuertemente barroco y rococó, muy superior al pobre patrimonio religioso porteño. En tanto, el patrimonio colonial civil portugués, y luego imperial, de Rio, le pasa el trapo al equivalente porteño, del que queda poco (comparativamente, siempre fue poco). En compensación, Buenos Aires es mucho más una “ciudad del siglo XIX” (nos gusta mucho saberlo, porque soñamos cruzar lánguidas miradas con Paris) que Rio (lo que explica, aunque no justifica, que los turistas brasileños vuelvan diciendo que “es una ciudad europea”, falsedad que nosotros aprobamos con satisfacción). Pero Buenos Aires tiene, en efecto, mucho de neoclásico, y bastante de art-noveau (Rio arrasó con su Avenida Central, que era maravillosa), y es una ciudad de cúpulas (rasgo peculiar e importantísimo de la Reina del Plata, del que el porteño común, si es que existe, no es consciente). Las cúpulas están ausentes en Rio (como en la inmensa mayoría de las ciudades del mundo). Aunque Rio cuenta con un patrimonio art-deco excepcional, y no así Buenos Aires. Que dispone de ejemplos de ortodoxo racionalismo arquitectónico (Atlas, Comega, Kavanagh) que Rio no tiene. En cambio, toda la creatividad de la así llamada arquitectura modernista en Rio se presenta en masa. Pero Buenos Aires cuenta, a diferencia de Rio, con un conjunto de intervenciones urbanas posmodernas (en general recuperaciones de predios en decadencia, como el Abasto, Recoleta y Puerto Madero). Y, quizás por encima de todo, Buenos Aires es (todavía) una ciudad de casas, mientras que Rio es (ya) una ciudad de departamentos. Pero los barrios cariocas tienen una cierta homogeneidad estilística, frente a la heterogeneidad gritante de los barrios porteños, y estos últimos son menos diferentes entre sí. Aclaro a qué me refiero: en Rio de Janeiro, los barrios difieren entre sí: cada uno tiene su fisonomía peculiar. En Buenos Aires (un reciente artículo de Iglesias Illa en la revista Seúl se refería a eso), el paisaje urbano, de barrio a barrio, es más homogéneo. En compensación – para gusto y disgusto de los porteños – cada barrio de Buenos Aires (a compás de los ciclos stop and go de la economía y la construcción) tiene una heterogeneidad interior ruidosa, casi increíble a veces (no se trata de una disimilitud sin relieve; hace poco tropecé con una observación de un importante matemático francés, André Lichnerowicz, efectuada en 1968: “cuando se encuentra usted en un barrio de una ciudad norteamericana, nunca sabe dónde está. Hasta hoy Francia ha logrado hacer que en casi todos los barrios de una ciudad podamos saber dónde estamos”). Esta diversidad, a veces, a los porteños se nos escapa, y otro tanto a los cariocas). Aunque hay una excepción fisonómica marcada: el porte suntuoso de los barrios de las clases altas de Buenos Aires no tiene parangón en Rio. Obviamente, todas estas diferencias tienen que ver con la historia urbana y nacional de ambas ciudades (si Buenos Aires es “la capital de un imperio que nunca fue”, al decir de Malraux, Rio de Janeiro es la antigua capital de un imperio que fue, y una ex capital republicana; y ambas, por cierto, experimentan una fuerte vivencia de decadencia); pero no es el lugar para discutirlo. De hecho, la relación de la ciudad con la historia es muy diferente en cada caso: en Rio parece casi ausente, en Buenos Aires su presencia es aplastante, comenzando – para gusto y disgusto de los porteños – por la profusión de estatuas y monumentos conmemorativos (nos acostumbramos, pero podría ser algo abrumador). Y Buenos Aires cuenta con un centro simbólico muy potente (la Plaza de Mayo, pluri semántica) mientras nada parecido hay en Rio (la playa de Copacabana es un lugar no político – escuché a los Rolling, con mi hijo, en medio de un millón de personas, metidos en el agua hasta los ombligos, y no a Perón con las patas en las fuentes). Paradójicamente, el centro carioca (desconocido por los turistas, que no pasan de los Arcos de Lapa) es enorme y cautivante y supera en riqueza urbana al porteño La grilla se convierte allí en laberinto humano, es el paraíso en el que las clases medias bajas se vale de su estrecho poder de compra. Un lugar común: Rio de Janeiro no tiene cafés; por fortuna Buenos Aires sí. En Rio se vive muchísimo más en las calles (locus multiuso si los hay), en las playas (quizás el lugar de socialización urbana por excelencia), en cervecerías abiertas, en los ínfimos botecos donde los parroquianos se apiñan en las veredas. El carnaval carioca (Buenos Aires carece de algo análogo) es, principalmente, la calle (con sus blocos y sus centenares de miles de foliões) más que el sambódromo. Obviamente todo esto puede tener un origen climático, pero muy lejano: es ya parte de las respectivas culturas urbanas.
Donde sí hay un impacto climático importante es – volviendo al verde por unos renglones – en la presencia del reino vegetal en ambas ciudades. Como ya dije, en Rio de Janeiro la presencia de la mata atlántica no sólo es descomunal sino que ha incidido en la morfología urbana. Los inconmensurables espacios verdes de Rio en general están desde siempre. En Buenos Aires no es así, hubo que hacer un esfuerzo para mantenerlos, o crearlos (es el caso, como simple ejemplo, cuya mención debo a mi amigo Mario Gruskoin, del Parque Chacabuco, que había sido por décadas polvorín del ejército). No obstante, hay otro contraste curioso: en sentido estrictamente urbano, Buenos Aires está magníficamente más arbolada. Los porteños nos pasamos la vida escuchando, creyendo y repitiendo que “están cortando todos los árboles de Buenos Aires”. Es insólitamente falso y el cliché habla bastante de nosotros mismos. Desde Sarmiento a esta parte la arborización (acompañando la escuela de parquización de Thays) arroja un resultado magnífico. Rio de Janeiro, que es literalmente una ciudad con espacios urbanos entre la mata y el mar, no precisó un Thays (de hecho, hay una antigua excepción: las increíbles hileras de palmeras imperiales plantadas en tiempos de Pedro II, dentro del Jardín Botánico). Pero sus calles tienen pocos árboles, muy pocos si comparamos con las de Buenos Aires. Esta última, en escala, no es una ciudad en medio del verde, hace mucho tiempo que dejó de serlo. Y quizás sus manchas verdes no reinen entre el asfalto (o lo que queda de empedrado). Pero sus calles están soberbiamente arborizadas.
¿Y cómo las clases sociales se han apropiado de la ciudad? Buenos Aires es (está dejando de ser) un degradeè, producto de una sociedad históricamente más integrada (propongo una caminata de Pompeya a Barrio Parque para ilustrarlo; con algo de paciencia y buenas piernas, resulta muy fácil); Rio es mucho más segmentada, la “cidade partida” en la que las clases medias y altas de Zona Sul jamás pisan Zona Norte. La alucinante presencia de islas de Zona Norte en Zona Sul, las favelas, incrustadas en los morros mirando al mar, no son, lamentablemente, ejemplo de integración. Pero hace de las playas de Rio algo “democráticas”. Mientras, la diversidad étnica carioca (y brasileña) fascina a los porteños en cuanto los cariocas se sorprenden al llegar aquí porque creían que somos todos “blancos”. ¿Podemos contraponer la liviandad, cordialidad frívola, de la sociabilidad carioca con la melancolía, el mal humor (la mufa), y la mayor capacidad de establecer amistades profundas de los porteños? In extremis, las subjetividades de ambos son diferentes y creo que se trata de algo más que de prejuicios. El porteño, en la ciudad de los psicoanalistas, construye su identidad algo hamletianamente, muy diferente al modo descontraído en que el carioca da por descontada la suya.
Lo que sigue, sé, no va a contar con la aprobación general. Se refiere a las músicas ciudadanas, sin olvidar, por supuesto, que la MPB no es sólo carioca ni el tango sólo porteño (ni siquiera sólo argentino, en todo caso es rioplatense). Quiero destacar solamente un rasgo: ambas músicas como músicas de amor. El tango, a diferencia por ejemplo del bolero, no consigue contar una historia de amor. Para dar ejemplos aleatoriamente, pero escogiendo apenas tangos maravillosos, Naranjo en flor es una teoría, El día que me quieras es predictivo, Nada es un relato de una frustración, La luz de un fósforo es la exaltación de lo efímero, Uno es lo imposible, Gricel es el arrepentimiento ante lo no consumado, Mano a mano es un contrato. Mi noche triste es más bien una excepción. Las historias amorosas del tango carecen de protagonistas de carne y hueso, como no carecen las de los boleros o las rancheras de José Alfredo Giménez. Próximas, en esto, a los boleros, las canciones de la MPB brasileña nos cuentan auténticas historias de amor. Rita, por ejemplo, la melancolía de quienes se separan, o Eu te amo, ambos temas de Chico, o aquella canción que relata el sarcasmo autoinfligido de un amante a quien hurtan unos cruzeiros y la última foto de su perdido amor, y cuyo nombre lamentablemente he olvidado (“por dez cruzeiros foi negócio me livrar dessa tua fotografia”). Cuentan buenas historias de amor, sólo que están siempre recorridas por un fuerte trazo de ironía (v.g. Samba erudito, de Paulo Vanzolini), pero no por eso dejan de ser historias de amor sin cortapisas. Y doy un paso adelante hacia el abismo interpretativo: mientras en los tangos manda la melancolía, la saudade de la MPB se aproxima más a la nostalgia, el pasado por oposición al presente.
Termino con un contrapunto que he pensado muchas veces, pero nunca me decidí a escribir hasta que en una conversación sobre este tema fui desafiado: la vida cultural de ambas ciudades. A primera vista, la diferencia es patente. Pero habría que desconfiar de esas diferencias patentes. Los porteños, por ejemplo, creemos que el dulce de leche es un invento argentino, hasta que visitamos Minas Gerais y descubrimos que los mineiros tienen decenas de clases de dulce de leche. Pero empecemos por lo obvio: la oferta cultural porteña supera en mucho en cantidad y calidad a la carioca. Bastaría comparar el teatro Colón con el teatro Municipal, pasando por la abundancia de cines y teatros (incluyendo la profusión de teatros independientes), o la de actividades alternativas, hasta llegar al número de librerías. Este texto no procura identificar las causas de las diferencias, pero puedo conjeturar que la superior densidad del mundo cultural porteño se relaciona con el desenvolvimiento más temprano de las clases medias en Buenos Aires, que generó un movimiento inercial que dura hasta hoy. Diría que en Buenos Aires hay como un mandato a ser consumidor de cultura que no se percibe en Rio de Janeiro, o tal vez sí se percibe pero como algo coactivo (familiar) y no algo que es internalizado. Como sea, rechazo hipótesis simplistas acerca de la afinidad electiva entre el frío y la cultura y el calor y la algarabía playera. No cabe duda, en cambio, que la subjetividad porteña cuenta para constituirse con más ingredientes culturales que la carioca. Todo lo dicho no alcanza para sostener, creo, que el mundo cultural carioca sea menos denso que el porteño. Estimo que la cultura carioca es una cultura de la música y de la imagen, y dentro de ello de la música popular y la imagen natural. Sólo podría pensarse en una desigual densidad si se creyera – y no es mi caso – que el carnaval no es cultura. Del carnaval, Borges ciertamente no podría decir que nació con los señoritos en sus turbias visitas orilleras, más bien creció desde el pie social (importando desde el otro lado del Atlántico, por supuesto, sus elementos básicos) y conquistó al cabo a las clases medias, que se esparcen en los grupos polimórficos que conquistan la ciudad entera (más allá de los desfiles del sambódromo). Pero me parece que el testimonio más emblemático del dominio de la imagen en la cultura carioca es Oscar Niemeyer y la omnipresencia de su obra en la ciudad, obra que lleva la marca de la naturaleza, desde los morros hasta los senos de las mujeres.
Publicado en www.tn.com.ar el 6 de agosto de 2023.