Recientemente leí en las redes conversaciones interesantes sobre cuál fue la “bisagra argentina”, el momento de nuestra historia en que todo cambió. En el fondo, lo de “bisagra” es una versión más optimista —no da por sentado que todo fue para peor— de la clásica pregunta que instaló Mario Vargas Llosa en Conversación en la catedral que sigue animando tertulias y redes: cuándo se jodió la Argentina. Las opiniones más habituales remiten a años precisos, como 1943, 1973, 1983 o 2001, o a culpables globales, como el imperialismo o el peronismo, y también bisagras positivas, como la de 1880 o 1983.
Cada opción combina razones, pasiones y, sobre todo, muchos lugares comunes sobre el pasado, acumulados acríticamente en nuestras mentes. Creo que la elección depende sobre todo de la edad del opinante y de las experiencias que lo marcaron. No es lo mismo haber tenido 20 años en los ’70 o los ’80; mucho menos si se trata de un millennial. En suma, son opiniones tan entrañables como imposibles de verificar o refutar. No hay forma de decidir cuál se acerca más a una cierta verdad, ni es legítimo pretenderlo. En un mundo democrático, cada uno tiene derecho a tener su opinión y a contar la historia –su historia– como mejor le convenga o conforte.
¿Qué puede decirles un historiador? Poca cosa. A lo sumo señalar que “las cosas son un poco más complejas”. Sólo que en ese momento pierde la atención de sus interlocutores y debe resignarse a discutir esas complejidades en un aula o un seminario. O, quizá, explicar por qué en general son complejas. Es lo que trataré de hacer.
Hay dos razones para la complejidad. Una reside en el proceso histórico interrogado y la otra en el lugar desde donde se plantea la pregunta. Sobre la primera. Una fecha nunca puede dar cuenta de la densidad de la trama histórica, hecha de múltiples procesos, de distinta índole y con diferentes temporalidades. No es un hilo único, son muchos y se cortan en lugares diferentes. Hace ya 70 años el historiador Fernand Braudel formuló la canónica distinción entre la “corta duración” –los sucesos cotidianos, agitados y de discutible trascendencia– y los procesos de “larga duración”, de cambio casi imperceptibles para quien los vive. Es la diferencia que hay entre una brusca subida del dólar y la modificación de un modelo económico. Pocas fechas son significativas a la vez en lo corto y en lo largo. Ena de ellas es 1930, que remite a un golpe de Estado y al simbólico fin de una época de la economía mundial. Otra es la Revolución francesa de 1789, de la que hablaré más adelante.
Una fecha nunca puede dar cuenta de la densidad de la trama histórica, hecha de múltiples procesos, de distinta índole y con diferentes temporalidades.
La segunda diferencia proviene del lugar donde se ubica el opinante. Lo más común es que, instalado en un presente problemático, se pregunte cómo pudo llegarse hasta allí. En nuestro caso, cuándo comenzó a joderse nuestro país. Cuenta con el dato contundente de conocer el final, eso que antes se llamaba “el diario del lunes”, cuando las carreras de caballos y los partidos de fútbol se jugaban los domingos.
Dime cuál es el resultado y te diré cuál fue la causa. La pequeña falacia, que conduce al fatalismo, consiste en dar por sentado que esas causas, que no son inmediatas –algo así como un pecado original irredimible–, tuvieron un resultado inevitable, eliminando la contingencia y, sobre todo, la capacidad de los hombres para ir imprimiendo cambios en un destino cuya contingencia y maleabilidad se niega.
La alternativa –más compleja– consiste en ponerse en los zapatos de los protagonistas y mirar los acontecimientos con sus ojos. Para eso hay que reconstruir sus circunstancias y sus experiencias, poner entre paréntesis cuál fue el resultado, ignoto para ellos, y entender cómo usaron su libertad para actuar.
Veamos un ejemplo de ambas miradas, volviendo al golpe de 1930. Lo más común es considerarlo el primero de una serie de intervenciones militares que hasta 1983 fueron uno de los factores principales del proceso político argentino. Pero los que derribaron a Hipólito Yrigoyen no lo sabían. Más aún, buena parte de los civiles que acompañaron al minúsculo grupo de militares comandado por José Félix Uriburu se creyeron continuadores de una larga tradición de levantamientos cívico-militares, con un ejército menos profesional y una ciudadanía activa, convencida de su deber de defender la república con las armas. Eso pensaban los revolucionarios radicales de 1893 y de 1905, los que se levantaron en 1890 contra Miguel Juárez Celman, los que acompañaron a Bartolomé Mitre en 1874. En suma, si en 1930 iniciaron la saga de golpes militares, ni lo sabían ni era lo que se proponían hacer.
Las dos versiones son, de modos diferentes, verdaderas. Lo más importante, ambas iluminan nuestro presente. No se trata de descartar una sino de ser consciente de que “las cosas son más complicadas”. Veámoslo en un caso clásico.
LA REVOLUCIÓN FRANCESA INICIA LA EDAD CONTEMPORÁNEA
Si hay un acontecimiento ampliamente reconocido como una gran bisagra en la historia del mundo occidental, ese es la Revolución Francesa de 1789. Según los manuales del secundario, con la Revolución Francesa comienza la “historia contemporánea”. Para los franceses es su fecha nacional y La Marsellesa, su himno. Para el resto de Occidente es el momento de la epifanía de los dos grandes valores de la política moderna: la libertad y la igualdad, marchando fraternamente abrazadas. La Marsellesa puede identificar a las gentes más variadas, como la heterogénea humanidad reunida en el café del film Casablanca, que se la cantaron en la cara a los nazis. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano inspiró muchísimas constituciones, y también la Carta de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
Con este recuerdo pintoresco agrego otro matiz. A principios de los 2000 había un afiche con el texto de la declaración francesa en el baño del Club de Cultura Socialista –el de José Aricó y Juan Carlos Portantiero– que suscitaba una lectura inspiradora en esa pausa obligada en los apasionados debates de entonces. Porque la Revolución Francesa también fue un corte decisivo dentro de la tradición marxista, poderosa en el siglo XX, y por sus propios motivos: en la sucesión de los “modos de producción” marcaba la transición súbita entre el “feudalismo” y el “capitalismo”, luego de la toma del poder por la “burguesía” apoyada por el “pueblo”. En Francia, ambas lecturas –la republicana y la marxista– coexistieron armónicamente durante mucho tiempo.
Quizá las cosas son un poco más complicadas. Es tentador suponer que la Revolución francesa fue un corte que atravesó todos los planos de la realidad. Es algo muy útil en la docencia, para armar un programa u organizar una clase. Pero la utilidad suele llevar a la comodidad y al lugar común. Por eso son tan beneficiosos los movimientos historiográficos revisionistas. ¿La Revolución francesa tuvo algo que ver con el pasaje del feudalismo al capitalismo? En lo estrictamente económico, la idea de algún cambio radical y súbito –por ejemplo, la irrupción del maquinismo de fines del siglo XVIII en Inglaterra– fue reemplazada por la de un largo proceso, jalonado por pequeños saltos. Esto lleva la “revolución industrial” muy atrás en el tiempo –quizá al siglo XVI–, y también muy adelante, tanto que se han agregado sucesivas “revoluciones industriales” –creo que vamos por la cuarta– que superan en profundidad a las anteriores.
A veces fueron revoluciones las que desencadenaron cambios profundos en las organizaciones sociales, como en la Unión Soviética o en la Turquía de Mustafa Kemal Atatürk. Pero en muchísimos casos ocurrieron sin que hubiera grandes cambios políticos. En el caso de Francia, el remate de las tierras señoriales y eclesiásticas hecho por la Revolución coadyuvó a instalar un nuevo criterio de propiedad, pero a la vez consagró la existencia de un campesinado renuente a los cambios del capitalismo. En Inglaterra, en cambio, medidas mucho más radicales fueron ejecutadas, sin tanta alharaca, por gobiernos sólidamente conservadores. De modo que es conveniente asignar una cierta autonomía a los procesos socioeconómicos y ser prudente con adjudicarle consecuencias estructurales a los cambios políticos.
Entre estos cambios, uno particularmente importante es la consolidación de un Estado que establezca el gobierno de la ley y elimine particularismo y privilegios. ¿Qué tuvo que ver la Revolución francesa en esto? Ya en el siglo XIX Alexis de Tocqueville señaló la continuidad del largo proceso de centralización estatal, que arranca en el siglo XVII con Luis XIV –el de “yo soy el Estado”– y se completa con Napoleón Bonaparte, gran constructor de un modelo estatal, que sus ejércitos difundieron en Europa y que medio mundo copió luego. En esta historia, sin duda trascendente, la Revolución francesa propiamente dicha no agregó nada sustantivo.
En cambio, es difícil poner en duda el cambio que la Revolución francesa introdujo en la concepción y los modos de hacer política. Durante mucho tiempo, encendió todo tipo de utopías revolucionarias en un mundo occidental por entonces en expansión. Los fuegos duraron poco, pero las nuevas prácticas políticas fueron sedimentando.
El historiador francés François Furet ha mostrado cómo la Revolución francesa fundó la política democrática, en la que vivimos, y particularmente su retórica. Durante unos años excepcionales, entre 1787 y 1794, el poder estatal se disolvió en Francia y la política transcurrió entre las asambleas deliberativas y la movilización en las calles, donde se invocó la soberanía de un “pueblo” que, a falta de existencia material, vivió en la palabra de los tribunos –del conde de Mirabeau a Maximilien Robespierre– que hablaron en su nombre y fueron definiendo a sus enemigos. La estabilidad volvió, los intereses recuperaron su lugar, pero la retórica y las prácticas quedaron para siempre.
Desde una perspectiva actual, este es el único de los escenarios de la Revolución francesa donde podemos reconocer una bisagra significativa para los problemas de nuestro tiempo. Se trata de una bisagra con fecha de vencimiento –lo sabemos– pero que hoy nos conecta rápidamente con un cierto pasado y un cierto futuro.
REVOLUCIÓN FRANCESA, A FAVOR Y EN CONTRA
Por lo dicho hasta ahora podría pensarse que hay unanimidad en considerarla una bisagra positiva. Pero otra vez, las cosas son más complicadas. Desde el momento mismo de la Revolución, en una tradición que llega hasta nuestros días, un buen tercio de los franceses considera que fue entonces cuando se “jodió” Francia. Son los defensores de la monarquía, la Iglesia y las jerarquías, a su vez enemigos de la República, el laicismo, el socialismo y los inmigrantes. La tradición arranca con los grandes teóricos de la contrarrevolución, como Joseph de Maistre, sigue a principios del siglo XX con Charles Maurras y la Action française, pasa por Vichy y Philippe Pétain y llega hasta hoy con los Le Pen. No es poca cosa.
A eso hay que sumarle más recientemente una fuerte contraofensiva proveniente de la tradición liberal, que comenzó criticando el “momento jacobino” y terminó desconfiando de todo el proceso revolucionario, al punto que en 1989, al celebrarse el bicentenario, el gobierno de François Mitterrand no pudo encontrar coincidencias para una propuesta tan módica como limitarse a conmemorar estrictamente los sucesos de 1789.
El “momento jacobino” ha sido el eje de la confrontación entre “bisagras positivas” y “jodidas”. En la tradición marxista, muy fuerte en el sentido común en el siglo XX, la breve toma del poder por los jacobinos, así como su política radical –por decirlo así– anuncian la toma del Palacio de Invierno en octubre de 1917, y Robespierre es una prefiguración de Lenin. Entre ambos grandes eventos, esa tradición hizo de la Comuna de París de 1871 la primera versión, frustrada pero aleccionadora, de la dictadura del proletariado. Así se lo enseñó en todas las escuelitas de cuadros de los partidos de izquierda. Cuando yo me eduqué, en la Universidad de Buenos Aires en los años ’60, esta era una verdad de sentido común; sólo diferíamos acerca de Iósif Stalin y León Trotski.
Después de 1945, en la segunda posguerra, con el fin de los frentes antifascistas y la instalación de la Guerra fría, se construyó otro sentido común, redondeado luego de la caída de la Unión Soviética. En la nueva versión, el jacobinismo francés fue la semilla de los modernos totalitarismos, el nazismo y el stalinismo, distintos en muchas cosas pero parecidos en lo esencial: su concepción del Estado. Curiosamente, así lo pensó inicialmente Benito Mussolini; en una carta a Stalin, donde le elogia la organización de los grandes festejos públicos, le dice: “Nosotros, los totalitarios”.
Esta perspectiva recibió un doble rechazo. Desde la izquierda –Eric Hobsbawm, un gran historiador; más recientemente Enzo Traverso–, esa comparación es sencillamente inadmisible, casi insultante, por la radical diferencia de las bases sociales y los objetivos: una cosa es la pequeña burguesía, que se pliega al gran capital, y otra muy distinta el proletariado. Desde la derecha –el alemán Ernst Nolte, otro historiador destacado– el mismo rechazo se argumentó de manera diferente: gracias al nazismo, Europa no fue comunista.
Son dos formas de decir “cómo vas a comparar fascismo con comunismo”, algo muy común en el mundo de la militancia y de la fe. Pero los historiadores, si se atreven a ignorar las acusaciones de herejía o incorrección política, aprenden de cada caso, único e irreductible, comparándolo con otros, diferentes pero parecidos. No es fácil. Se vive más cómodo alineándose en una facción.
REVALORAR LA OPINIÓN
Me detuve en este ejemplo para ilustrar eso de que “las cosas son más complicadas”. Un razonamiento similar puede aplicarse sobre cualquier momento que se elija como momento “bisagra” o “jodido”, algo a lo que es difícil renunciar.
Está bien seguir haciéndolo: implica un positivo interés por las cuestiones ciudadanas, algo que hoy no sobra. Pero conviene no quedarse en la afirmación y seguir pensando. Es bueno explicitar los supuestos de nuestra elección y nuestros juicios de valor, y precisar las preguntas, que nunca son una sola. Hay que ampliar los contextos, que inevitablemente simplificamos cuando reducimos todo a una fecha o a un culpable. Hay que ponerse también en la perspectiva del actor pasado. Todo eso tiene un costo: al final las cosas nos parecen menos claras y el juicio moral más difícil. Comprender y juzgar son cosas diferentes.
Pero como ciudadanos debemos juzgar, y sobre todo tenemos que tener una respuesta que nos sirva para enfrentar las disyuntivas del presente. La pregunta sobre cuál es la bisagra, o cuándo se jodió la Argentina, vuelve a ser pertinente.
Personalmente, tengo mi respuesta, que expresé hace poco aquí en Seúl, para debatir con los lectores y –en mi fantasía– para advertir y aconsejar a futuros gobernantes. Aunque pensé y escribí mucho para llegar a ella, sólo le asigno el valor de una opinión, tan sesgada y miope como cualquier otra, y tan válida como otras. Y en verdad, mucha buena historia se ha escrito a partir de estas simplificadas intuiciones de la opinión.
Publicado en Seúl el 7 de mayo de 2023.