¿Qué pasa cuando un candidato antisistema se asoma a las posibilidades gobernar un país, arribando al poder por la vía electoral? Seguramente esto ocurre cuando el sistema político está debilitado y la situación socioeconómica es mala. Lo que pasó en Francia en 2002.
Existe una idea expresada, entre otros, por el periodista Carlos Pagni – allá por el 2015 – que sostiene que el sistema de ballotage, balotaje o balota es uno tal que permitiría eliminar a un tercero en discordia, generalmente indeseable para el ecosistema político, tal como algún partido radicalizado.
Algo diferente a eso ocurrió en abril de 2002, cuando el candidato ultraderechista Jean-Marie Le Pen obtuvo casi el 18 por ciento de los votos en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, eliminando de la carrera al socialismo que llevaba como candidato a Lionel Jospin, junto con el resto de las varias opciones de la izquierda y los verdes. De manera que el socialismo quedaba afuera de la contienda que la segunda vuelta dirimiría entre el conservador Jacques Chirac – que iba por la reelección – y el ascendente líder del Frente Nacional, esa agrupación a la que el sistema de doble vuelta debería haber dejado en el camino. El partido indeseable había dejado afuera al que se suponía debía entrar en la contienda binaria.
Además de cierta influencia de determinados medios sobre un supuesto aumento de la delincuencia juvenil – causada por inmigrantes o hijos de inmigrantes – y una abstención de más del 24 por ciento, la fragmentación de la izquierda fue un factor fundamental para que Jospin quedara relegado al descalificatorio tercer puesto de la elección general. Otro factor a tener en cuenta era que este candidato era el primer ministro de Chirac y, por lo tanto, estaba expuesto a los avatares del oficialismo. Ese gobierno daba una sensación de “casta”.
Las dos semanas que hubo que esperar para volver a sufragar fueron un torbellino en el cual sobresalió la idea de que las tradiciones republicanas estaban en peligro porque la ultraderecha, que había tomado nota del malestar por la inseguridad, los problemas migratorios y la crisis económica, se erigió en representante de la creciente y múltiple insatisfacción, acusando de corruptos tanto a conservadores como socialistas que, de alguna manera, cogobernaban en ese momento.
En muchas manifestaciones contra Le Pen, desatadas al día siguiente de la primera vuelta con más de un millón de personas volcadas en las calles – en su inmensa mayoría socialistas – se vieron pancartas que decían “Vote por el delincuente, no por el fascista”.
Todo occidente opinó acerca de esa segunda vuelta, obviamente por las implicancias que tendría un gobierno de Le Pen – xenófobo, anti europeísta y antisemita – en el corazón de la UE. Entonces, el Partido Socialista, los ecologistas, una de las dos ramas del trotskismo y el Partido Comunista llamaron a votar por Chirac en la segunda vuelta a fin de impedir que un “peligro para la República” accediera al poder. En ese momento primó un sentido superior a la adscripción partidaria; la sociedad y sus líderes comprendieron el peligro al que se sometería la Quinta República. El triunfo de Chirac fue aplastante, alzándose con el 82 por ciento de los votos y reduciendo a Le Pen a casi los mismos votos que había logrado en la primera vuelta.
“Saludo a Francia, fiel a sí misma, a sus grandes ideales, a su vocación universal y humanista” y que “como siempre en los momentos difíciles sabe reencontrarse en lo esencial”, afirmó Chirac poco después de conocer las primeras estimaciones de aquel 5 de mayo.
Al día siguiente Jospin presentó su renuncia y ningún puesto clave del gobierno reelecto de Chirac fue ocupado por la izquierda, que habiendo llamado a votar al conservador nunca reclamó, a cambio, cargo alguno.