Argentina vive tiempos de cambio. Si quedaba alguna duda, basta con ver el video que subió la cuenta oficial de la presidencia en Twitter por el nuevo aniversario del último golpe de Estado militar en Argentina. Esta iniciativa no sería ninguna novedad si no fuera porque la posición del gobierno actual (sintetizada en el video en cuestión) contradice radicalmente el relato que el Estado argentino ha mantenido desde la vuelta a la democracia, en 1983.
¿Pacto corporativo o pacto democrático?
Los militares se habían transformado en un severo problema para todos los grupos sociales organizados o corporaciones, pero especialmente para los políticos. Los uniformados, con los sucesivos golpes, habían logrado reemplazarlos como elite dirigente, es decir, los sacaron de sus espacios de poder en la conducción del Estado.
Además, no en pocos casos, sobre todo en el último de los golpes, los encarcelaban, exiliaban, mataban o desaparecían. No había posibilidad de conformar una clase política estable y profesional si cada pocos años los militares volvían al poder. Fue Raúl Alfonsín –primer presidente constitucional finalizado el gobierno militar iniciado en 1976– quien se dio cuenta de esta deriva del problema castrense en la gobernabilidad democrática.
La condena al último golpe, y por extensión a todos los del siglo XX, se convirtió en la clave de la legitimidad del nuevo Estado democrático. Los militares eran considerados responsables del terrorismo de Estado, pero también de la Guerra de Malvinas, de una economía fundida, de la deuda externa, el aislamiento internacional, la corrupción y de casi un siglo del país en decadencia.
Y en torno a este principio se construyó un amplísimo consenso para apartarlos de la vida política y la mesa de decisiones. Esta convicción también alcanzó a otras corporaciones –desde sindicales, judiciales, religiosas hasta empresariales de todo tipo, pasando por periodísticas, culturales, universitarias, científicas, deportivas– pero, sobre todo, a amplios sectores de las clases medias.
Tras el acuerdo que señalaba a “los militares como únicos responsables”, la voz del renovado Estado democrático estaba lista para construir la legitimidad política que sostuvo el ciclo de los últimos 40 años. De hecho, las Fuerzas Armadas (FF.AA.) son la única corporación cuyas elites están peor hoy que en 1983. Ya no se conoce la identidad de los comandantes de las distintas ramas ni al jefe de las FF.AA. como ocurría antes de 1983 y un poco después también. En todas las demás corporaciones eso no ocurre y sus dirigentes se encuentran mejor, en otras palabras, manejan más poder, dinero e influencia.
Este “consenso antimilitar” no fue solo una reacción a la locura del terrorismo de Estado de los años 70, también resultó producto de una estrategia de autopreservación de las demás corporaciones, que se resolvió quitándoles protagonismo y presupuesto a quienes fueron dueños y señores del país casi todo el siglo XX. El pacto de Olivos de 1994, entre el radical Alfonsín y su sucesor peronista Carlos Menem, fue la escenificación formal y constitucional de ese consenso.
Las cuatro décadas de democracia sirvieron también para repartir el Estado entre las corporaciones, que pasaron de competir todas contra todas bajo el arbitraje militar a ser socias. Lo público se canibalizó para que los principales “accionistas” del pacto corporativo estuviesen dentro, atando sus intereses a la estabilidad del sistema democrático. La inédita fortaleza de la democracia argentina (sobre todo en la crisis del año 2001) se logró por la convicción mayoritaria de su ciudadanía, pero además por el poder del acuerdo corporativo que la sostuvo.
Las décadas ganadas y los años perdidos
La aparición del kirchnerismo como fenómeno político dio una vuelta de tuerca al pacto. Lo profundizó al mismo tiempo que lo sectarizó. La voz del Estado logró que cualquiera que se opusiera a la visión oficial fuera cancelado o castigado. Sobre todo, porque el kirchnerismo descansó la legitimidad de su proyecto político en el discurso sobre el pasado y porque, a pesar de eso, el relato oficial fue compartido transversalmente por los rivales políticos del peronismo.
A cambio de esta comunión, la versión siglo XXI del peronismo abrió la puerta para incorporar una relectura del alfonsinismo al relato oficial de la historia reciente que monopolizaban los organismos de derechos humanos (DD.HH.) y los viejos militantes setentistas devenidos en periodistas, artistas o intelectuales. Eso terminó de integrar a la corporación política con el relato del Estado sobre el pasado, más allá de detalles o diferencias coyunturales.
Por eso el pacto corporativo se fortaleció y fue más lejos: cambiaron las leyes electorales y de financiamiento para favorecer incluso más a las burocracias políticas. Se profesionalizó la militancia, rentándola en los diversos niveles del Estado, se formó un capitalismo de amigos y, por supuesto, la corporación militar volvió a pagar facturas que quedaban pendientes de la transición.
El peronismo usó intensamente cuestiones que en un inicio eran socialmente compartidas más allá de las fronteras partidarias (DD.HH., feminismo, medio ambiente, pueblos originarios, la tradición popular de los partidos nacionales, incluso un histórico antiliberalismo en las elites intelectuales) para legitimar su poder y después sus negocios, la corrupción y el autoritarismo.
En especial, se utilizó tan sectariamente la cuestión del pasado y los DD.HH. que perdió porciones del apoyo social con el que esas agendas habían contado inicialmente. Sin embargo, esto no produjo tantas voces disidentes porque pocos se animaron a levantar la voz y salir del paraguas del pacto corporativo que tantos beneficios traía a sus miembros (y perjuicios a los disidentes).
Finalmente, pasado casi medio siglo de los hechos, los debates sobre el tema de los setenta solo les interesan a quienes están vinculados con el Estado, económica, política o ideológicamente: las elites, la opinión pública, el círculo rojo o la casta, como quiera llamarse a los socios originales del pacto corporativo. Pero, a medida que a estos les iba cada vez mejor, al grueso de la sociedad le pasaba lo contrario. Y nadie pareció darle importancia. Hasta que llegó Javier Milei.
Milei y el nuevo ciclo
La vinculación entre la apelación al pasado y la agenda valórica llegó tan al extremo que el desastre económico, social, la pobreza y la violencia que generaron los gobiernos kirchneristas hicieron pagar a esas agendas (especialmente las referidas al pasado reciente) gran parte de la culpa de un presente ruinoso. Pagaban las agendas, no sus desastrosos intérpretes.
Por eso, este 24 de marzo fue para los sectores políticos y sociales tradicionales un momento para defender un legado cuestionado socialmente, deslegitimado políticamente y que genera preguntas incomodas dentro del mismo progresismo. Milei identificó al pacto corporativo como “la casta”, logrando capturar en esa palabra el estado de ánimo mayoritario respecto del pésimo resultado de cuatro décadas de democracia y sus representantes.
Para cumplir su mandato con éxito, el líder libertario necesita renovar las bases de legitimidad del poder estatal y, por ello, está cambiando el relato político, tanto sobre el presente como sobre el pasado. Por esto el gobierno enfrenta dos desafíos simultáneos, el primero es abandonar la hegemonía estado-céntrico en todas las esferas de la vida social, especialmente en la economía. Ahí se apunta a una reforma material. Sin embargo, para producirla también necesita una segunda transformación: derrumbar el viejo relato que sostuvo el ciclo anterior y reemplazarlo por otro.
Así está llevando adelante un cambio en el mundo simbólico que es el que ordena, organiza y da sentido a la vida social y política. Ahí hay una gran modificación discursiva, cultural, estética e ideológica que impugna el paradigma dominante desde 1983 hasta 2023. Esta cuestión del cambio dual le da cierta originalidad al proceso político y al mismo tiempo le suma complejidades.
Para los que formaron su experiencia vital de la adolescencia a la adultez en esas décadas de relato uniforme y forman parte de él, el cambio es como una ofensa personal e insoportable que traducen como una desnaturalización de la verdadera democracia. Flaco favor para el sistema. Esto también genera confusión y dificultades en sectores no tan opositores. Sobre todo, en los que apoyan los cambios económicos, pero que no se sienten cómodos con el nuevo relato.
Hacia adelante no hay muchas posibilidades. Si el viejo pacto corporativo, es decir, el gran entramado construido en torno al Estado, acepta la necesidad de un cambio de época y de reglas de juego frente a la crisis que ellos mismos han producido, podrá haber avances y acuerdos, incluso con disidencias. Pero si no, y el gobierno quiere cumplir con su mandato de cambio, entonces tendrá que en construir una nueva legitimidad que, para imponerse, deberá desarmar y reemplazar a la que se organizó en torno a la política desde 1983 y su relato.
¿Cómo será lo nuevo?
Ahí reside una de las grandes incertidumbres del proceso que estamos viviendo.