Autor: Pablo Gerchunoff
Fragmento de Alfonsín. El planisferio invertido, de Pablo Gerchunoff, publicado este mes por Edhasa
Alfonsín había cumplido 56 años en marzo de 1983 y el 10 de diciembre llegó a la presidencia, quinientos días después de la rendición de los mandos militares en Malvinas. Que la asunción del nuevo presidente hubiera sido el 10 de diciembre, el Día Universal de los Derechos Humanos, fue una primera victoria. La última Junta Militar había querido demorarlo todo hasta el 25 de mayo de 1984, quizás con la esperanza de usar el tiempo para negociar con el presidente electo el futuro de los uniformados, pero Alfonsín impuso su criterio. Era una pequeña victoria, sin embargo. Una pequeña victoria en medio de la incertidumbre. Alfonsín tenía un largo entrenamiento político de 38 años, pero no sabía gobernar. De eso no había aprendido nada. Ni siquiera había gobernado Chascomús. Gobernar era distinto a hacer la política de la calle, de los comités, de las esgrimas parlamentarias. Gobernar era tomar decisiones minuto a minuto, ejercer la autoridad haciendo equilibrio en la punta de una aguja con varios frentes abiertos al mismo tiempo, corregir errores, no corregirlos, administrar vanidades, superar depresiones, aplacar euforias, acostumbrarse a la adrenalina, nombrar funcionarios, pedirles que renunciaran, escuchar consejos contradictorios, ir al combate o rehuirlo, balancear la verdad con el ocultamiento de la verdad y a veces con la mentira, soldar lo que estaba roto, romper lo que estaba unido, hacer homogéneo lo heterogéneo, pactar y romper pactos, estar solo, rodearse de gente, todo ello en la inauguración de un régimen político que no se sabía si se iba a estabilizar.
Algo de todo eso había hecho Alfonsín a lo largo de su vida, pero en dosis menores que no se podían comparar con la presidencia que se le venía encima. Iba a ser entonces difícil gobernar, tanto más difícil cuanto mayores sus ambiciones de cambio en el ejercicio del poder al que ahora accedía. Desde las épocas jóvenes en Chascomús, Alfonsín había tenido proyectos de poder que fueron escalando con el tiempo, porque no le había ido nada mal en su carrera política, como atestigua la primera parte de este libro. Si a una persona no le va bien, no se escala, sabía Alfonsín. Ya lo vimos en la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, en la Cámara de Diputados de la Nación, en la presidencia del Comité Provincia, y lo acabamos de ver en la batalla electoral exitosa por la presidencia de la nación. Alfonsín sabía que le gustaba luchar por el poder, pero ahora tenía que averiguar si le gustaba gobernar, si lo soportaba. Esa no iba a ser una cuestión menor. Dani Yako, el fotógrafo indiscutible de la campaña electoral, dijo algo sobre el tema mucho más tarde, el 3 de noviembre de 2008, en la revista Zoom: “Pienso que Alfonsín es un gran demócrata. Se le nota hasta en el trato. Y creo que eso le generó problemas de poder. No es un tipo de poder, le costaba, él pensaba como estadista, no tenía vocación de poder”.
Un proyecto de país y un proyecto de poder día tras día podían ser, en efecto, una carga insoportable de grises y de negros. Para averiguar cuán insoportable, iba a dar un salto más alto y más riesgoso que cualquier otro que hubiera dado en su historial político, mucho más alto y más riesgoso que el que se atrevían a soñar en esos días incluso sus amigos políticos más cercanos. Tenía que gobernar la nación después de siete años de tierra arrasada por una dictadura abrumadoramente torpe y violenta de la que no podía heredar nada virtuoso, y diecisiete años después de que Illia fuera desplazado del poder y el radicalismo quedara a la intemperie, ajado y deprimido. Mucho tiempo. Ahora el partido estaba entusiasmado, exaltado, pero había pasado demasiado tiempo. No solo era, entonces, que él no tenía experiencia, sino también que era otra Argentina la de 1983, y era otro mundo en comparación con el de comienzos de los años sesenta, los años del ascenso de Alfonsín dentro de la estructura de la Unión Cívica Radical, y era otra Argentina y otro mundo en comparación con aquellos de 1972, cuando se había atrevido a desafiar a Ricardo Balbín convirtiéndose en una figura nacional con aspiraciones presidenciales. La diferencia entre este tiempo que ahora empezaba y aquellos otros reclamaba entonces un aprendizaje sin tiempo para aprender. Le había tocado a él. Lo había buscado.
Y, aunque pareciera una cuestión menor, Alfonsín también tendría que aprender a moverse desde ese 10 de diciembre no solo en terreno políticamente desconocido, sino también en terreno materialmente desconocido, como cuando a los 13 años lo habían internado como alumno pupilo en el Liceo Militar General San Martín de Campo de Mayo –alejado de un día para el otro de la casa paterna– y del que había egresado como subteniente de reserva en 1944. No subestimemos las dificultades para ubicarse en el espacio, son dificultades perturbadoras. Terreno desconocido eran la Casa Rosada y la residencia de Olivos. A la Casa Rosada la conocía superficialmente desde los tiempos de Arturo Illia en la presidencia; a la residencia de Olivos no había ido nunca, e iba a ser su nuevo hogar sin haber pasado por la estación intermedia de un gobierno de provincia, con sus propias pompas y sus propios protocolos. Doble misterio entonces. Las casas nuevas, como los gobiernos nuevos, tienen un componente de incomodidad, no se conocen los rincones ni los secretos, y además en este caso Olivos era abismalmente grande para los patrones de Chascomús, o incluso de La Plata, donde Alfonsín había pasado semanas y semanas ininterrumpidas cuando ocupaba su banca como diputado provincial. El problema entonces era principalmente con ese chalet de estilo neoclásico y esos jardines excesivos para las costumbres de los Alfonsín.
Publicado en La Nación el 8 de octubre de 2022.