En el conurbano bonaerense la ideología suele pesar más que la realidad.
Los colectivos tardan, los hospitales no dan abasto, los barrios se inundan, pero el alivio llega igual: “al menos no gobierna la derecha.”
No se dice con ironía, sino con una calma aprendida, casi ritual. Es una frase que no describe, sino que protege. Una forma de fe política que sobrevive a la evidencia. Sirve para ordenar el caos, para darle sentido a la frustración.
Y mientras la rutina se repite —el salario que no alcanza, la fila en la salita, la esquina sin luz—, el consuelo ideológico se impone sobre la incomodidad real.
En el conurbano, la crisis no se niega: se justifica.
Crónicas del desborde
Según el Observatorio de Políticas de Seguridad de la UNLP, siete de cada diez homicidios de la provincia de Buenos Aires ocurren en el conurbano.
El Ministerio de Seguridad reconoce un delito denunciado cada treinta segundos, aunque se estima que la mayoría nunca se denuncia.
Las familias se enrejan, los comercios bajan la persiana temprano y las calles se vuelven silenciosas mucho antes de la noche.
Pero, como dicen con resignación en la parada del 620, al menos no gobierna la derecha.
En los hospitales, la escena no es muy distinta. El Paroissien, en Isidro Casanova, vive con guardias saturadas y personal agotado. El Gandulfo, en Lomas, tiene pasillos que parecen permanentes salas de espera.
Y en González Catán, el Hospital Equiza —referencia para toda La Matanza— trabaja al límite: no da abasto con la demanda de pacientes que llegan desde barrios donde la atención primaria se reduce a una salita sin médicos fijos.
Faltan insumos, las guardias se multiplican y los reclamos se repiten año tras año.
Muchos bonaerenses cruzan la General Paz para atenderse en hospitales porteños, que ya funcionan sobrecargados. Pero, claro, al menos no gobierna la derecha.
En ese mismo territorio donde la realidad parece escrita en bucle, el oficialismo volvió a imponerse hace poco en las urnas: 46,9 % de los votos, 37 de las 39 bancas retenidas y una participación del 63 %.
La fórmula del poder se repite: las crisis no erosionan la adhesión, la consolidan.
No se trata de desconocimiento, sino de algo más profundo: una forma de sentir la política que se alimenta de la costumbre y del miedo a perder lo poco que queda.
Ahí, donde el voto se convierte en refugio, es donde conviene mirar hacia la teoría, o mas precisamente, hacia la cultura
Entre la fe y la evidencia
Hace más de medio siglo, Gabriel Almond y Sidney Verba definieron la cultura política como el conjunto de valores, creencias y emociones que determinan cómo los ciudadanos se relacionan con el poder.
Sostuvieron que las democracias sólidas dependen de una coherencia entre lo que las instituciones prometen y lo que las personas perciben.
Cuando esa coherencia se rompe —cuando lo que se vive no coincide con lo que se cree— la política se vuelve emocional.
Y en el conurbano bonaerense, la emoción hace rato que gobierna mejor que las instituciones.
De esa grieta entre fe y experiencia nace lo que podríamos llamar una cultura política disonante: una manera de ver la realidad sin conectarla con quien la gobierna.
En este tipo de cultura politica los ciudadanos, aun enfrentados a una realidad de inseguridad, pobreza y corrupción, mantienen lealtades ideológicas y afectivas hacia los responsables de esa situación, porque su marco simbólico les impide reconocer la contradicción.
El concepto se inspira en Leon Festinger y su teoría de la disonancia cognitiva: cuando los hechos contradicen las creencias, no se cambian las creencias, se reinterpretan los hechos. Y el conurbano perfeccionó ese mecanismo hasta convertirlo en identidad política.
Rasgos de una disonancia estable
Este tipo de cultura no aparece de la nada: se construye lentamente, se refuerza con los años y se transmite de generación en generación como un lenguaje compartido.
La disonancia no es un accidente, sino una forma de organización simbólica.
Por eso conviene mirar sus engranajes, esas pequeñas rutinas mentales que permiten convivir con la contradicción sin sentir culpa ni sorpresa.
En el conurbano, esa lógica se sostiene en tres rasgos que se repiten como gestos cotidianos, casi invisibles :
- 1. Desfase entre experiencia y creencia.
La realidad se percibe, pero se traduce.
El hospital colapsado no es un fracaso del gobierno provincial, sino culpa del FMI; la inseguridad, una campaña mediática; la corrupción en la intendencia, una conspiración ajena. El relato actúa como amortiguador del desencanto. Y así, la fe sobrevive a los hechos.
Porque, después de todo, al menos no gobierna la derecha.
- Afectivización de la política.
El voto se vuelve una forma de afecto.
No se elige al que gestiona, sino al que “nos entiende”. Las campañas apelan al recuerdo, a la épica de los derechos conquistados, a la identidad compartida.
El votante no evalúa: se reconoce. Y en esa pertenencia emocional, el poder encuentra su continuidad.
- Normalización del deterioro.
La precariedad se vuelve paisaje.
“El barrio resiste”, “pese a todo seguimos de pie.”
El sufrimiento se transforma en virtud colectiva, y la falta de progreso, en prueba de autenticidad.
El conurbano aprendió a vivir dentro de la crisis sin llamarla crisis.
Y cuando alguien osa preguntarse por qué, la respuesta llega antes que el silencio: al menos no gobierna la derecha.
La política como refugio
Los intendentes conocen bien ese lenguaje afectivo. No gobiernan con eficiencia, sino con cercanía.
La política se vuelve administración de emociones: una red de gestos pequeños —un plan, un turno, una ayuda— que sustituye al funcionamiento del Estado.
El ciudadano no espera soluciones, sino señales de que alguien todavía lo ve. Y así, la política se transforma en un refugio material y sentimental frente al desorden moral.
En esa trama de lealtades emocionales, la disonancia se vuelve rentable: garantiza estabilidad en medio del colapso.
El poder no necesita convencer ni administrar bien, solo mantener viva la idea de pertenencia.
Octubre Rojo
En octubre habrá elecciones nacionales legislativas.
Y aunque nadie lo diga en voz alta, en algunos despachos y unidades básicas ya lo llaman —con humor y resignación— “el Octubre Rojo del conurbano”: no por revolución, sino por costumbre.
Una costumbre que, cada dos años, tiñe las urnas del mismo color y repite el ritual de la esperanza reciclada. Las campañas volverán a prometer seguridad, educación y crecimiento.
Pero el conurbano, acostumbrado a ver pasar promesas, mira esas palabras con la paciencia del que ya sabe el final. Las paredes se llenan de carteles nuevos con los mismos rostros de siempre.
Y el votante, que conoce la precariedad pero también la costumbre, vuelve a elegir con esa mezcla de ironía y resignación que ya es una forma de identidad.
La cultura política disonante no es una patología: es un modo de sobrevivir al desencanto sin perder la pertenencia.
Un equilibrio entre el escepticismo y la fe que permite seguir votando en medio de la desconfianza.
Epílogo
El conurbano bonaerense es el espejo donde la Argentina se observa sin reconocerse.
Un territorio donde la pobreza tiene relato, la esperanza tiene ritmo de campaña y la política, tono de plegaria.
Los hospitales que no dan abasto, las calles oscuras y la inseguridad constante componen un paisaje ya incorporado al hábito.
Y cuando alguien se atreve a preguntar por qué nada cambia, la respuesta llega, repetida, mansa, casi automática: “Al menos no gobierna la derecha.”
No es una consigna ni un argumento. Es una forma de descanso. Una manera de seguir adelante sin romper la fe, aunque todo lo demás ya esté roto.
Porque, en el fondo, esa frase no defiende a nadie: reconoce que nadie gobierna.
Es el último refugio de una cultura política que aprendió a sobrevivir en la contradicción, entre la nostalgia del pasado y la imposibilidad del futuro.
Un consuelo que, al repetirse, ya no consuela, pero ordena.








