Decía George Orwell que “en tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”.
En la Argentina, bien podríamos adaptarlo: en tiempos de gasto universal, ahorrar es un acto subversivo.
Esta semana, el Congreso decidió romper el manual de la política sin siquiera leerlo. La oposición —esa que, por definición, no gobierna ni maneja la chequera oficial— aprobó un aumento del gasto público. Es un acto tan inusual como si el rival en una carrera de caballos le comprara el mejor jinete y el caballo más veloz… al competidor que quiere derrotar.
Y lo insólito es que aquí el libreto estaba claro: en campaña, quien reparte es el gobierno. Esa costumbre, más arraigada que el locro del 25 de mayo, dicta que la billetera oficial se abre generosamente a pocos meses de las elecciones. Es un momento de comunión entre todas las ideologías: peronistas, radicales, liberales y progresistas se vuelven, por unas semanas, fervientes creyentes del gasto público.
Pero esta vez la escena se dio vuelta. La oposición tomó el rol tradicional del Ejecutivo, impulsó el gasto y, para completar el cuadro surrealista, el gobierno lo vetó. Javier Milei decidió no sumar ni un peso a la campaña, como si no conociera el viejo refrán de la política criolla: “regale ahora, que después se vota”. Y en su repentina vocación por el gasto, la oposición redescubrió causas que antes le resultaban indiferentes: las jubilaciones, el hospital Garrahan… prioridades que, curiosamente, florecen con la primavera electoral.
Jonathan Swift, maestro de la sátira, escribió que “cuando un verdadero genio aparece, se le reconoce por este signo: todos los necios se conjuran contra él”. No sabemos si Milei es ese genio, pero sí que en esta obra todos los personajes parecen conjurados contra el sentido común. Y quizá, como señalaba Adam Smith en La teoría de los sentimientos morales, el ser humano es naturalmente empático, y esa empatía suele llevar a ponerse del lado del blanco de la conjura, incluso sin compartir sus ideas.
El veto de Milei rompe la coreografía centenaria. Es como si un mago, en lugar de sacar un conejo del sombrero, mostrara que el sombrero está vacío y dijera: “Esto es todo, señores”. El truco, por supuesto, pierde la gracia… y tal vez el aplauso.
En el fondo, la pregunta no es si esta estrategia es buena o mala, sino si el votante argentino está dispuesto a premiar a quien no le ofrece nada tangible en la cuenta bancaria antes de ir a votar. Como decía Maquiavelo, los hombres perdonan cualquier ofensa menos la que afecta a su patrimonio.
De aquí a las elecciones, veremos si el electorado considera esta austeridad un acto de coherencia o un gesto de cálculo frío que desconoce el rito del gasto preelectoral. Porque en la Argentina, donde la memoria tiende a ser corta y el bolsillo largo, ahorrar en campaña es como dejar el paraguas en casa justo antes de que empiece a llover.
Y la oposición parece ignorar peligrosamente que, en política, quien logra convertirse en el blanco de todos, a veces termina ganando algo muy valioso en la previa de una elección: la simpatía del público. Si en el reino del revés todo funciona al revés, ¿qué tan seguros estamos de que nosotros, al votar, no hagamos lo mismo?